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Gustavo Moncayo: El caminante de la paz

Al cumplirse diez años del secuestro de su hijo, el profesor Moncayo caminó 1.500 kilómetros en señal de protesta para exigir su libertad y el inicio del anhelado intercambio humanitario.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
20 de diciembre de 2007 - 02:34 p. m.
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La Plaza de Piedecuesta, patria de caracolís gigantescos, estaba llena. Era domingo. La gente paseaba a las siete de la noche por las aceras, encontrándose, saludándose, haciéndose chanzas.  Había ventas de helados, obleas, maní. Un cuentero en unas escalinatas, frente a un público extasiado le contaba la historia del Cacique y la Cautiva, una hora, y sin tomar aliento seguía narrando, con lujo de detalles, el rapto. El cura a voz en cuello por un altoparlante oxidado y estridente rezaba gangoso: levantemos el corazón, la gente le respondía: lo tenemos levantado. Un mimo, se reía, imitaba a la gente. Frente al atrio de la catedral una tarima esperaba al profesor Gustavo Moncayo. Algo me recordó la llegada a la meta de la vuelta a Colombia en los años cincuentas, a pesar de que llegaban de día. Por fin, al rato, se oyó un murmullo. La gente comenzó a aplaudir. Llegaba Moncayo. Pequeño, sudoroso, sonriente, con su hija al lado y rodeado de seguidores y curiosos que lo seguían y a la vez lo cercaban. Subió a la tarima y contó un cuento para niños: el de una golondrina que traía de un río  agua en sus alas para apagar el incendio del bosque, un bosque que han incendiado las guerrillas, los paramilitares y los gobiernos.  Por la noche, en un dormitorio de la Casa Campesina, donde se alojó, me contó lo que cuento en su voz:   

"De ese 22 de diciembre, va a ser 10 años, no me olvidaré. Habíamos estado con el coro de niños, que yo dirigía, cantando villancicos en la iglesia. Regrese temprano a la casa. Estaba comiendo cuando llamo un primo desde Pasto: Oye Gustavo, me preguntó Pablo Emilio está en Neiva? No, le respondí, anda en el cerro de Patascoy. Silencio. ¿Y por que me preguntas? Pues porque se oye decir que hubo un ataque de la guerrilla y los soldados  están todos muertos. Yo bote el teléfono y sin decir nada, salimos con Nelly, mi mujer, a preguntarle al Sr. cura. El no sabia nada, pero nos invitó a rezarle al niño del yoreinaré. Regresamos a la casa, nerviosos, llorosos, y ya estaban los vecinos armando los funerales con velas y crucifijos. Se me helaron los huesos. La gente me abrazaba. Nelly se paró: "se llevan todas esas cosas, aquí nadie se ha muerto y aquí no se llora. Al otro día me fui para Pasto, al Batallón Boyacá, de donde Pablo Emilio era orgánico. Cuando llegué ya había otros padres agolpados en la puerta. No los querían dejar entrar. Los soldaditos de guardia decían que ellos nada sabían y más bien volteaban la cara. Ningún oficial de servicio aparecía. A medio día llegaron las cámaras y las grabadoras con los periodistas a preguntarnos que nos habían informado, pero ellos si tenían ya conocimiento: 8 muertos, y 16 desaparecidos, nos dijeron. Yo como que no quería creer, pero creía; me decía para adentro; los muertos son los otros, Pablo Emilio es muy inteligente para dejarse matar. Por el radio del Batallón nos habíamos comunicado con él apenas el 18 y nos había dicho que si no había juegos pirotécnicos por allá arriba, bajaba para el 28 a pasar Año Nuevo con nosotros. ¿Juegos pirotécnicos, hijo? Se me hizo tan raro que les dieran ese regalo cuando desde el Batallón no habíamos podido mandarle unos guantes, una bufanda y una botella de brandy. ¿Qué son juegos pirotécnicos? volví a preguntarle. Pues, papi, aquí se sabe que esto se lo puede tomar la guerrilla, que se la tienen medida a Patascoy y a Cruz Amarilla, pero no diga ud nada porque me sancionan, eso es secreto.

! Que secreto va a ser si me lo estás contando por el microondas del ejército...! Silencio. Dijo, como tapándolo: yo bajo el 28 si no pasa nada porque yo no puedo abandonar el puesto, aquí los compañeros no saben ni leer, nadie puede manejar las comunicaciones. Él había estudiado la rama de comunicaciones y era lo que le gustaba. Cuando salió del colegio me dijo que quería seguir ingeniería de la comunicación. Pero, hijo, le dije, si no tengo para pagarte la libreta militar, mucho menos para la matrícula en la universidad. Yo soy maestro escalafonado, pero había estudiado Radio y Comunicaciones por correspondencia, y él me ayudaba a reparar radiolas. Por ahí le entró la pega. Ese día me dijo ya serio: Papi, yo no puedo dejar esto solo así sepa que se lo va a tomar el diablo. Y digo yo: se lo tomó el diablo.

En el Batallón ni razón chica ni grande. Ocho días, todos los días, los padres llegábamos a la cadena a que los centinelas nos dijeran: ya viene mi capitán. Hasta que una tarde salió uno y nos hizo entrar. Muy educado el hombre. Nos llevó a la oficina del Brigadier. Al rato salió, nos saludó de mano y nos dijo: no sabemos todavía el nombre de los muertos porque no hemos rescatado cuerpos, pero hay mucho desaparecido y tiene que haber muchos porque lo que es la tierra no se los ha podido tragar. Esa fue la primera noticia oficial del gobierno. Pataleamos como ahogados y salimos con la misma duda y la misma pena con que habíamos entrado. Es un día que también recuerdo mucho, porque ahí, en la puerta de esa oficina comenzó mi viacrusis.

La segunda estación fue en el Ministerio de la Defensa Nacional. Con otros padres quedamos en viajar a Bogotá a entrevistarnos con el presidente de la república o al menos con el ministro. Yo empeñé la licuadora, la radiola y una pulserita de oro de Nelly para pagar el pasaje. Llegamos a Bogotá, a la Casa de Nariño y nos orientaron para el CAN a conversar directamente con el ministro, que era el Dr. Echeverri Mejía, finado ya. Nos recibió en un pasillo, estaba agitado. Nos dijo que el ministerio estaba haciendo todo lo posible por identificar los cadáveres pero que era una labor muy difícil, que tenia una cita con el Presidente Aznar de España y que nos atendería un general. Quedamos desarmados  y ya ni con ganas de hablar con nadie. ¡¿Quien hubiera pensado que esa persona seria asesinada años después en un rescate a sangre y fuego que intentó el ejército!?. Total, salimos con la cola entre las piernas a quejarnos, como se dice al Mono de la Pila.

En el viaje de regreso a Pasto dije: voy a subir al cerro. Uno no pierde la esperanza. Yo soñaba: que tal que mi hijo ande por ahí perdido... Alisté viaje con un primo. Llegamos a la laguna del Encano, contratamos una lancha, pasamos al otro lado y comenzamos a subir esa montaña que tiene mas de 4000 metros. Suba y suba sin conocer el camino. Un campesino nos dijo que no siguiéramos que lo que íbamos a encontrar eran "huesos yelados". Pero terco que es el corazón y más si la soledad lo tiene sitiado: seguimos loma arriba, buscando triíllos y encontrando cruces hechas con palos y eneenes como identificación por toda pista. El frío se nos metía en los pulmones y no dejaba caminar. Por ratos se miraba el Valle de Sibundoy con sus cinco pueblos. Yo nací en uno, en Santiago, pero estudié en el pueblito Sibundoy en el colegio Champagnat porque mis padres querían que yo no me quedará bruto, como ellos decían que eran. No eran del valle sino de Pasto pero habían llegado allá buscando el famoso Barniz de Pasto, muy afamado en esos tiempos. En el colegio conocí a Nelly. Me gustaba mucho y yo le dejaba papelitos en su pupitre diciéndole: I love you, era como para hacerle un secreto que le escribía en inglés. Ella no contestaba, pero yo seguía, terco como soy. Hasta el día que la hice hablar ante el cura con un si, quiero ser su esposa para toda la vida. El primer hijo fue Pablo Emilio. ¡Era negrito! ¡Y flaco...! Muy despierto sí. Toda la vida ha sido así. Tenía unos ojos grandes y negros.

Seguimos subiendo peñascos, pasando chorros de agua helada hasta que un letrero pintado en una piedra que decía en letras rojas: Bienvenidos al infierno del maldito Patascoy, nos anuncio que habíamos llegado. Unos metros más arriba estaba el que el ejército llamaba "el Bunker": unas tejas de zinc, forradas por dentro con icopor para mermar el frío. Todo estaba botado por el suelo: cobijas, ollas negras, vainillas, ropa, botas. ¡Qué tristeza! Nos cogió la noche bajando, en un filo que daba culillo. No se veía un cieso a dos manos. Nos envolvimos en una bolsa plástica negra de esas que usa el ejército para entregar los muertos para defendernos del helaje. Ahora que se cumplen 10 años dentro de ocho días, volveremos al Patascoy.

En Pasto seguimos bregando. Yo trabajaba -y trabajo- en el colegio de Sandoná; soy profesor de ciencias sociales. Siempre me gustaron y las enseño con gusto. El peso de la ausencia de Pablo Emilio me quitó el gusto por todo. Íbamos cada 8 días hasta el Batallón y nada. Nada. No nos daban razón ni de vivos ni de muertos ni de perdidos. Un día pudimos entrevistarnos con José Noé Ríos, consejero de Paz. Muy amigable el hombre, nos hizo sentar a su lado en una conferencia de prensa que había citado la gobernación y nos prometió una cita con el ministro del Interior que era el Dr. Martínez Neira. Volvimos a empeñar lo que pudimos y al ministerio fuimos a parar. Ya éramos varios los padres que peleábamos por alguna razón: hijos perdidos, desaparecidos, muertos, heridos, secuestrados.  Nos mantenían en el limbo. Pero en el ministerio no nos dejaron entrar porque no teníamos corbata. El portero, armado, muy cismático, no tenia corredera. Alegamos hasta que salio el Ministro, nos hizo atendió, pero nos dijo que lo que pedíamos, que era la identificación de los cadáveres por medio de ADN y las pruebas de vida de los sobrevivientes, no solo eran imposibles sino que la "petición era insolente". Nos saco prácticamente con las muelas destempladas.


A la salida, el grupo de padres dijimos: pues si por aquí no se puede, quizás por allá y a Vistahermosa y la Uribe fuimos a parar. Allá si fue peor: nadie hablaba ni una palabra de nada: no pudimos toparnos con un comandante, todo mundo se quedaba mudo como si fuéramos unos espantos. Fracasamos. Ya se ajustaban los dos años cuando nos recibió el Dr. Víctor G. Ricardo, también comisionado de Paz pero de Pastrana. Muy correcto, nos prometió las pruebas de  ADN, los nombres de los soldados secuestrados por la guerrilla y la identidad de los que aparecían como eneénes. Cumplió su palabra. Ya por lo menos teníamos la certeza de que Pablo Emilio estuviera vivo. Pocos días después nos entregaron la primera carta del hijo, escrita con su letra menuda, pareja, que yo me había esmerado en enseñarle. Él fue siempre, como todos mis hijos, además, mi alumno en el colegio de Sandoná. Yo los he enseñado no solo a leer sino qué leer, y a escribir, y a sumar y restar: a ser gente sana y de bien.

Cuando la zona de despeje se abrió, Víctor G. nos invitó aquel siete de enero, el de la silla que Marulanda dejó sin ocupar. Conocí a  Joaquín Gómez, el hombre que me había secuestrado a mi hijo. Lo miré a los ojos, nos miramos, pero a mi se me atropellaron las palabras y me amarré las manos a los brazos porque sentí que la ira se me salía por del cuerpo. Me contuve por Pablo Emilio. El hombre quedó enterado de nuestro dolor porque los ojos se me volvieron un pozo. Meses después volvimos al Caguán. Hablé con  Reyes, con Ríos, con Cano, con todos. Golpecitos en el hombro y un "la guerra es así, nosotros también estamos lejos de nuestros hijos". Marulanda nos informó, seco como es: en un mes salen los primeros, después salen los demás. Ya está acordado con el gobierno. Pasaron los meses. Salieron los soldados, pero no entregaron ni a los suboficiales ni a los oficiales. Y saber que todos los oficiales, como le dijimos un tiempo después a Reyes, son puro pueblo, iguales a lo soldados que son lo que ponen el pecho en la guerra. No lo convencimos. Y lo peor, un hubo nunca el después porque capturaron el avión entre Neiva y Pitalito, se llevaron al Senador Geichen, y el gobierno rompió el acuerdo. Lo mismo que hizo el presidente Uribe con Chávez. Cuando nuestra esperanza nos alumbra y ya tocamos con las yemas el rencuentro, todo se viene al suelo. El problema de los pactos es que para hacerlos, se necesitan dos, pero para romperlos solo uno. Total, se acabó el Caguan. La guerra volvió a arreciar, nuestras esperanzas volvimos a meterlas en la nevera, que no teníamos porque todo lo habíamos empeñado,  y ya hasta salarios, cesantías, primas estaban en la casa de empeñó  Yo vivo a crédito en el pueblo. Me fían porque me conocen, pero me cobran. Ya ni cuyés comemos.

Una tarde dando clase me di cuenta que no había puerta ni ventana que no hubiésemos tocado ni antesala donde no hubiera esperado ni vuelta que no hubiéramos hecho. Habíamos tocado en las puertas del palacio presidencial, en las de los ministerios, en las secretarías, alcaldías, despachos, iglesias, sacristías, y en todas, las respuestas había sido la misma: nada sabemos, nada podemos hacer. No quedaba, pensé, sino crucificarme en la Plaza de Bolívar de Bogotá. Y un día amanecí y no anochecí en Sandoná, con lo que tenía puesto, sin despedidas ni actos ni misas, eché a caminar solo. Unas horas después sentí tras de mí unos pasitos menudos y conocidos: era Yury Tatiana. Mija, devuélvase que yo voy solo, este es un camino demasiado largo. Dos son muchos. Quédese a cuidar a sus hermanos. Terca, al fin, mi hija, no me respondió nada sino que siguió a mi vera y a mi vera va. No sabíamos de qué íbamos a vivir, yo llevaba unos pocos pesos, pero me decía: a pata no gasto sino zapatos, la comida la gastará la gente porque por la gente camino, total, no necesito ni viáticos ni refrigerios. Así fue. De Sandoná a Pasto la gente me reconocía y salía a la carretera a saludarme, animarme, ofrecerme, gaseosa y por la noche, cama. Vi que con ayuda del pueblo podía llegar a Bogotá o a donde fuera. En Pasto ya la radio me anunció y los periódicos locales publicaron mi foto. Me hicieron una entrevista: ¿para donde va? Yo les contestaba: hasta donde sea por  la paz, porque si no hay paz todos terminaremos muertos. Me comenzaron a llamar 'El Caminante de la Paz'. Ya vino la televisión. Los secuestrados por la guerrilla estaban sepultados en la memoria de todos los colombianos.

En Francia se hablaba de Ingrid, pero aquí de ninguno de nuestros hijos. El Intercambio humanitario ya no lo mentaba ni la Iglesia. Parecía que el país estuviera dispuesto a enterrar a nuestros hijos. Había que despertarlo, que volver a hacer vivir a los nuestros. La gente respondió: tenía miedo. La tenían -y la tienen- atemorizada; la silencian para poder seguir haciendo con ella lo que quieren. Pero me respondió. Salió a la carretera a ofrecerme ayuda, me aplaudían a mi paso, me acompañaban por trechos, querían fotografiarse conmigo. Y lo mejor: cada día aumentaba. Me esperaban, me hacían calle de honor, me tiran flores. Me ayudaban a curar, primero las ampollas, después, las llagas que los zapatos y el asfalto iban haciéndome en los pies. No faltó algún vivo que se acercaba a ver que podía llevar, pero como yo nada llevaba, nada podían sacar. Una vez estuve a punto de caer en una emboscada: un par de tipos se fueron acercando con disimulo, eran profesionales de la jugada que preparaban. Se acercaban pero no se dejaban ver bien. Así dos o tres días, ya nos saludábamos. Me llamaron aparte y me dijeron: "tenemos que decirle algo: vamos a entregarle a su hijo. Yo, ingenuo que soy, hasta les creí. Me fueron envolatando con sugerencias y con misterios. Pensé: la guerrilla se quiere dar un shampoo conmigo, dejémosla a ver, total, lo que me interesa es Pablo Emilio. Hasta que se estallaron, me dijeron, apártese ud y allá, tras de aquella loma que ve, arreglamos. Yo sospeché y la sospecha se hizo fuerte cuando le comenté a Yury: vi el peligro, la celada. Quizás querían desaparecerse para desaparecer mi reclamo, acusar al gobierno, acusar a la guerrilla. ¿Quién sabe qué aguas corrían bajo ese puente? Fue un aviso que me dieron, porque en adelante no acepté secretos.

Tampoco discursos. A mi llegada a los pueblos salían los políticos de turno que estaban ya revoloteando para elecciones a apropiarse de mi sudor. Nada. No los dejé montar. Pero la romería continuaba. El gobierno tuvo que reconocerla y se vio obligado a volver a hablar de intercambio humanitario. Ya creía que la carpeta estaba archivada hasta que mis ampollas lo salpicaron y se volvió a poner sobre la mesa, lo que yo ponía sobre la carretera: acuerdo humanitario. Que no es lo mismo que intercambio humanitario. A nosotros, al pueblo, no nos sirve solo un intercambio para que al otro día vuelva a haber mas secuestrados, desaparecidos, muertos. A nosotros los que nos interesa es un acuerdo humanitario para abrirle la puerta a un pacto definitivo de paz entre los colombianos. Fue el mensaje que yo llevé a Bogotá. Allá, en la Plaza de Bolívar se lo entregué al Presidente, cuando llegó a mi cambuche. Le dije, Presidente quiero hablar de ciudadano a ciudadano, tal como somos, y agregué: "Álvaro siéntate aquí, a mi lado, conversemos." Me dijo levantando el índice: Profesor Moncayo, Gustavo: no voy a despejar ni un centímetro, sépalo desde ahora. Entonces, le reviré, lo que habrá será un intento de rescate a sangre y fuego. No conversamos más. En la plaza, el país vio lo que pasó, que era lo que después de esa entrevista con el presidente tenía que pasar. Al cambuche me llegó la invitación para hablar en el Parlamento Europeo. Acepté.

El mundo debe saber lo que vivimos. No son suficientes cinco personas los jueves en el atrio de la Catedral clamando por el Acuerdo. Necesitamos que sea no solo un grito nacional sino mundial. En Europa me invitaron a Italia, donde delante de los sindicatos le envié a las FARC un mensaje: no hay sitio para la lucha armada. En España, pedí lo mismo. Debemos renunciar todos a las armas, a la violencia para volver a entendernos con palabras. Un arco iris apareció con la mediación de Chávez y de Piedad. No duró mucho. El sol se escondió y no quedó sino la tormenta, que hoy vuelve a amenazarnos. Yo seguiré hasta Caracas a pedirle a Chávez que no se de por vencido. Ya se lo dijo doña Yolanda y todos los familiares de los secuestrados, desaparecidos y presos: ud puede hacer algo por nosotros. No renuncie ni se deje renunciar.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador

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