Había salido en busca de leña que su madre le había encargado. Sus gruesas vestiduras hacían de sus movimientos torpes maniobras. Con dificultad se agachaba para recoger puñados de nieve, que entre sus manos cubiertas de guantes de cuero con interior de piel de conejo se tornaban lentamente en copos redondos, casi perfectos, que lanzaba con gran fuerza a los troncos de los árboles para ver cómo estallaban en un golpe seco que se fundía en mil pequeñas caídas. Calmadas, rápidas, tranquilizadoras.
Por Paulo Arbeláez
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