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Por los tiempos de la Navidad, cuando los pueblos de Antioquia hermanaban los corazones de sus gentes con el almíbar de la solidaridad, el afecto y el amor, y Medellín era una villa apacible donde ricos y pobres se miraban a los ojos, hacían aparición las guirnaldas y los juegos y los bailes, y la alegría se tomaba los espacios (en especial los corazones, ¡cómo no!) y los niños demostrábamos nuestro contento por las cosas sencillas y amorosas. Todo parecía entonces más fácil, más dulce y más llevadero: el espíritu de la Navidad estaba por todas partes y realmente se sentía el mensaje de paz, que corría parejo por todo el vecindario a la par que los buñuelos, la natilla y los aguinaldos.
Ya estamos en Navidad —¡cómo pasa el tiempo, Dios mío!, es lo menos que podemos exclamar—. Todo esplende, todo es alegría, aun en el corazón más duro y en los ojos más fríos. Como parte del milagro de la Navidad se reaviva la fe, las luces se encienden, la oración aflora y los niños apremian —como ayer— por hacer el pesebre o levantar el árbol de Navidad. Ha pasado el tiempo; he sido, sucesivamente, nieto, hijo y padre. Qué bueno es sentir que pasados tantos años entre mi tránsito de nieto a padre, sigue vivo el espíritu de la Navidad. ¡Qué bueno volver a tener, en mi antigua alma de niño, como en épocas pasadas, una Navidad feliz. ¡Y en Paz!
* Columnista y colaborador de periódicos y revistas de Medellín.