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La muerte de Hugo Chávez

Con un duelo que parecía más una fiesta nacional, dedicada a impulsar la continuidad de la Revolución Bolivariana, la capital de Venezuela se estremeció por el fallecimiento del hombre que gobernó el país durante 14 años.

Daniel Salgar Antolínez*
29 de diciembre de 2013 - 04:37 p. m.
Caracas, 15 de marzo de 2013. El cuerpo del fallecido presidente Hugo Chávez es transportado al Museo 4 de febrero, donde hoy reposa en un sepulcro sellado. / AFP
Caracas, 15 de marzo de 2013. El cuerpo del fallecido presidente Hugo Chávez es transportado al Museo 4 de febrero, donde hoy reposa en un sepulcro sellado. / AFP

El taxi no podía avanzar entre la multitud que rodeaba la Academia Militar donde estaban velando el cuerpo de Hugo Chávez. Menos de 24 horas antes el presidente había muerto en La Habana. La noticia le daba la vuelta al mundo y se especulaba demasiado sobre el futuro de Venezuela después de 14 años bajo el mando del famoso comandante de la Revolución Bolivariana.

La única forma de acercarse al velorio era caminando por entre la gente, bajo el picante sol caraqueño. Entrar a ver la cara del muerto era imposible para un periodista sin acreditaciones como yo, pues había que hacer una fila que serpenteaba y crecía infinitamente por el centro de la capital. Había personas que llevaban más de un día en la cola.

Los parlantes instalados en las tribunas del Paseo de los Próceres transmitían los discursos del fallecido comandante: “tenemos patria, tenemos patria, tenemos patria...”, era el mantra de moda. Entre discurso y discurso, también ponían música llanera, clásicos del merengue o el himno nacional.

Hacia las 10 de la mañana, sobre los andenes se habían improvisado ventas de arepas y guarapo, habían llegado desde otros estados del país comerciantes que vendían copas, boinas y escapularios con la cara de Chávez, también se empezaban a ver arpistas llaneros y bailarines de joropo. El duelo, de repente, se había convertido en una fiesta nacional, un jolgorio sin precedentes en el que no se sentía la inseguridad, no se hablaba de la inflación, del desabastecimiento, de la corrupción -tantos conceptos con los que aterrizábamos los periodistas en Caracas-.

Corrían muchas versiones sobre la muerte del presidente: que el féretro en que lo habían transportado hasta la Academia Militar estaba vacío, que lo iban a enterrar en el Panteón Nacional, que lo iban a embalsamar y lo iban a dejar exhibido en el Cuartel de la Montaña, que lo habían matado los gringos. La indecisión del gobierno alimentaba los rumores. Lo único que parecía muy claro para todos los que se unían a la movilización era que, por las buenas o por las malas, el próximo presidente iba que ser Nicolás Maduro, tal como lo había ordenado el comandante Chávez antes de morir.

“Que ni se le ocurra a la oposición aparecerse. Todas las milicias están listas para defender el plan revolucionario”, gritaba por un megáfono el líder campesino Juan Román, vocero nacional del Frente Campesino Simón Bolívar y Pescadores, parado en las escaleras de la Academia Militar. De abajo le respondían con los puños en alto. Aún si Henrique Capriles hubiera ganado las elecciones del 14 de abril, no le hubieran permitido llegar al Palacio de Miraflores. Esa efervescente marea roja, decía Román con el machete colgado, se tomó las calles de Caracas para decir adiós y gracias a su “salvador”, pero también para “garantizar la continuidad del modelo chavista”.

Chávez, más que un gran líder, era un objeto de culto. Para muchos casi un mesías, un padre altruista con poderes mágicos. Procesiones religiosas, jefes indígenas, marchas de campesinos y sindicalistas, todos manifestaban algo mucho más fuerte que su apoyo político. Mostraban devoción, amor, por el hombre que puso al pueblo en el poder y que invirtió los ingresos del petróleo en programas para los sectores sociales menos favorecidos.

Nicolás Maduro supo usufructuar el magnetismo que generaba la imagen del fallecido presidente. En mi memoria quedó una escena que explica la fórmula electoral del postchavismo: Maduro, muy elegante, haciendo política al lado del féretro de su antecesor. En los discursos que pronunció durante esos días, intentando imitar a Chávez, con un cuadro de Chávez de fondo y luciendo una sudadera como las que usaba Chávez, Maduro garantizó que continuaría con ese modelo de subsidios que sacó de la miseria a millones de personas y les entregó educación, vivienda y salud a cambio de nada. La fórmula electoral le funcionó y Maduro ha cumplido, pero también ha demostrado que heredó un sistema que, por muy bienintencionado que pueda ser, es económicamente insostenible, aun teniendo las mayores reservas petroleras del planeta.

Esa multitud roja que se extendía por las calles no era la única realidad en Caracas. Evidenciaba, más bien, la triste situación de un país dividido. La muerte del presidente exacerbó el odio entre clases y la polarización política y social que venía creciendo en el país durante 14 años. Mientras en el centro de la capital era imposible distinguir entre un festival folclórico o la velación de un jefe de Estado, los barrios de la clase media y alta estaban desolados. Quienes se atrevían a salir de sus casas a comprar el pan, apenas susurraban sobre el desabastecimiento evidente en algunos supermercados, o sobre el poco optimismo que les generaba la posibilidad de una nueva era de crecimiento económico con Capriles como presidente.

No hablaban muy duro, por miedo a ser escuchados por los empleados, los meseros, los choferes, los peluqueros, todos chavistas y con los ánimos revolucionarios más encendidos que nunca. Por las noches, en esos barrios, ante las polémicas decisiones que tomaban los organismos del Estado, se escuchaban tímidos cacerolazos. Era la expresión de una oposición resignada, temerosa de ver como crecía esa marea roja que no iba a permitir un cambio de rumbo en la política después de Chávez. Para mí era evidente que el gran reto del próximo gobernante, además de salvar la economía del colapso, consistiría en reunificar al país, desestigmatizar a la clase media y alta (metida en el paquete de la ‘oligarquía’ y el ‘imperialismo’) y gobernar para todos los venezolanos. Algo que se ve cada día más lejano.

* Periodista de El Espectador

Por Daniel Salgar Antolínez*

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