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La 'Operación Odiseo',la muerte de 'Alfonso Cano'

Un soldado profesional que hace parte de la Brigada de Fuerzas Especiales del Ejército cuenta minuto a minuto cómo vivieron por dentro el operativo que terminó con la muerte del número uno de las Farc, el 4 de noviembre pasado.

Gloria Castrillón / Especial para El Espectador
18 de diciembre de 2011 - 02:01 a. m.

Estábamos en Tolemaida. Sabíamos que íbamos a participar en una operación con resultados de impacto estratégico. Muy temprano nos llegó la orden, abordamos los aviones y nos llevaron a un punto del Cauca. Éramos casi 200 hombres concentrados en algún punto del que ni siquiera teníamos certeza. Así son este tipo de misiones. Nunca sabemos a dónde vamos ni quién es el blanco. El secreto es la garantía del éxito.

Mientras esperamos la orden final, nuestros comandantes terminan la planeación. Al fin nos llaman a la pista. Nos indican el número del helicóptero que debe abordar cada grupo (de 12 hombres). Es el momento de orar. Nos encomendamos a la Virgen del Carmen y a la Milagrosa.

Abordamos un Hércules C130 y nos ingresan a la zona. Sólo en ese momento nos dijeron que íbamos detrás de Alfonso Cano. La sensación fue muy fuerte. Uno siente que la adrenalina fluye y también algo de miedo, pero sobre todo mucha ansiedad, porque uno sabe que el resultado de esa operación puede cambiar la historia del país. Nos miramos en silencio. Nos explicaron las maniobras que íbamos a ejecutar. Ya cada uno sabe qué hacer.

Estamos entrenados para estar siempre listos. Nos movemos en cualquier ambiente, selva, mar, alta montaña, páramo. Yo tengo plenamente identificados a todos los blancos de alto valor estratégico, como los miembros del secretariado. Eso se llama conocimiento del enemigo. Yo sé cómo duermen, qué comen, quién es su ranchera, quién les maneja las comunicaciones, quién es su compañera. Sé cómo se ven con barba, sin barba, con el pelo corto, con el pelo largo, sin pelo. Sé si tienen perro, qué medicamentos toman o cuál podría ser su ruta de escape. Cuando nos metemos en la operación, uno sólo se programa para ese objetivo.

Yo desembarqué con mi grupo como a las 7:45 de la mañana. Lo hacemos a rapel por una soga de 30 metros. La presión del enemigo es muy fuerte. Nos disparan. Estamos en manos de los artilleros de la Fuerza Aérea, que son los encargados de asegurar nuestro descenso. Bajo en 14 segundos. Es clave ser rápido, porque la vida de los que bajaron primero depende de los que vamos atrás.

Tengo puesta mi segunda piel, el camuflado. Mi equipo pesa 25 kilos, lo llevo entre las piernas porque en la espalda puede desestabilizar el descenso. Cargo mi fusil M16 que pesa casi 4 kilos, un arnés y proveedores que pesan 18 kilos, granadas, dos cantimploras con agua, un poncho, un casco kevlar blindado con gafas antiesquirlas, que pesa 3,5 kilos y ración de campaña para cuatro días (1 kilo por cada día). A la espalda, el radio de comunicaciones que pesa 5,6 kilos.

Esa es mi especialidad, las comunicaciones. De mi habilidad y cabeza fría depende la vida de mis compañeros. Yo tengo que saberme ubicar con GPS, conocer de cartografía, manejar comunicaciones satelitales, radio VHF, radio scanner, orientarme con brújula. Soy el encargado de garantizar el apoyo y la evacuación de mi unidad. Yo la escogí con ayuda de la psicóloga; ella nos dice si tenemos el perfil. Hay muchas especialidades: enfermeros, ametralladoras, tiradores de alta precisión, explosivistas, punteros, expertos en navegación terrestre.

Uno la escoge después del entrenamiento básico como comando de fuerzas especiales, que dura cinco meses. Es muy duro. Nos hacen exámenes físicos, médicos y psicológicos muy exigentes. De mi división nos presentamos 108 y apenas pasamos 18. Esos meses estamos totalmente incomunicados. Nos dan cursos de paracaidismo, combate cercano, lanceros, medusa… Ese es otro filtro bravo. De 100, quedan unos 60.

Ese día, todos descendimos sin novedad. Iniciamos la maniobra. Teníamos la misión de hacer un cierre, bloquear la huida de Cano. Estuvimos dos días y una noche. No hay tiempo de descansar, la zozobra es constante. Uno se olvida del hambre, del sueño, de que no se ha bañado. Los combates no pararon, querían sacar a Cano a como diera lugar.

Uno está preparado para todo, pero no para ver caer a los compañeros. En esta no me tocó, pero se siente feo. Lo viví cuando vi morir a Méndez*, mi amigo, mi compañero de escuadra, mi hermano. Yo iba de tercer hombre en desplazamiento y el enemigo nos detectó. Él iba adelante y le dieron dos impactos, uno en el ojo, otro en la boca, no sé por qué solté mi arma y me quedé inmóvil. Me salvó mi compañero que se me tiró encima.

Después de dos días de combates en ‘Odiseo’, nos retiraron del área. Cuando llegamos a Tolemaida, nos dijeron que se había cumplido el objetivo. Todos gritamos: “¡Triunfó Colombia!”. La felicidad era total, nos abrazamos. No celebrábamos la muerte de un ser humano, sino el principio del fin de la guerra. Nosotros hemos pagado un costo muy alto en muertos, heridos y mutilados. Llevábamos año y medio detrás de él. Le hicimos como 12 operativos. Era una forma de decirles a ellos: misión cumplida.

En esa persecución tuve el patrullaje más duro de mi vida. Fueron 6 meses y 19 días sin ver otros seres humanos. Era páramo, en el Cañón de las Hermosas. No nos pudimos bañar durante 45 días, después lo hicimos con pañitos húmedos. Teníamos que recoger agua del rocío de unas maticas. Todo lo comíamos frío. Allá uno extraña un café caliente, un pollo asado, una gaseosa.

El éxito de ‘Odiseo’, además del entrenamiento de los soldados, fue la inteligencia. Y la fe en la causa que nos ha inculcado mi general Navas. También las operaciones conjuntas. Somos como 5.000 hombres de Ejército, Infantería de Marina, Policía, Fuerza Aérea. Yo participé en ‘Sodoma’ (contra el Mono Jojoy). Ese fue el principio de ‘Odiseo’, porque le demostramos al pueblo que esos hombres no eran intocables.

Tengo 24 años y le puedo decir que ser un soldado de fuerzas especiales es un honor que pocos tienen. Y no, no pienso en la muerte ni en caer mutilado. A veces pienso en lo duro que sería para mi familia. Pero mi mamá no sabe lo que yo hago, apenas sabe que soy militar. Ni siquiera se puede sentir orgullosa de mis triunfos. Algún día le contaré.

Yo pienso quedarme hasta que el ejército me lo permita, quiero hacer curso de suboficial. Me gano $1’044.000, de ahí me descuentan mi aporte a pensión, a vivienda y mi seguro. Me quedan como $850 mil. Vivo bien con eso. Y le digo una cosa: si me he de morir en el Ejército que sea en combate, porque me despiden con honores. Será doloroso para mi familia, pero me voy como un grande, como un soldado.

* Nombres cambiados por seguridad.

Por Gloria Castrillón / Especial para El Espectador

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