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Las faenas de Pablo Hermoso de Mendoza

Con Pablo Hermoso la temporada de Bogotá se fue arriba.

Alfredo Molano Bravo
03 de febrero de 2011 - 01:56 a. m.

Domingo 23.
 
La tarde del rabo, Pablo Hermoso demostró que es un jinete, un gran jinete. Se le reconoce en los hombros que no mueve cuando galopa por el ruedo antes de recibir al toro.


El primero tardó en enterarse del juego que debía jugar con Curro, un caballo palomo, fuerte, aplomado en el galope; lo sustituyó con Silveti, castaño y ágil como una sombra; después sacó la cuadra que trajo a Bogotá: Chenel, diestro como Antoñete, el maestro; Patanegra, sobreviviente de una cornada mortal; Saramago, isabelino e inteligente, y por fin Ícaro, un bayo sedoso que Hermoso usó para torear con verdad. Porque lo que hace este jinete es torear, esperar a pecho abierto la embestida, provocarla en la distancia justa desde donde el toro sabe codiciar y arrancarse; torear con el cuerpo de su caballo, templar con la grupa, con el vientre o con la cola.


Será inolvidable la imagen de Hermoso montando a Ícaro, dándole al toro –Cleofás– todas las de ganar al hilo de las tablas, pegado a la cola del caballo, dar una cabriola, cambiarle la trayectoria al toro y salir por los adentros airoso y triunfante. O templar de lado, haciendo que Saramago se desplazara escribiendo en el ruedo la Te  que formaban toro y caballo. O las cabriolas en el hocico de los toros, o los bailecitos provocadores a tres metros, o las banderillas al quiebro. En fin, inolvidables las cuatro orejas y el rabo que Hermoso de Mendoza se llevó. Lo que vale ser escrito es lo que se recuerda con el sentimiento. Lo demás es literatura. El encierro de Ernesto Gutiérrez cumplió a cabalidad. Para los que saben de toros, las corridas comienzan observando el encierro en los corrales y, a decir de ellos, el de Ernesto Gutiérrez tenía trapío: ejemplares bellos de forma, no escasos de cuernos, bien hechos, con peso y edad y, sobre todo, bravos en el ruedo.


Domingo 30.


Los toros del domingo pasado eran de Achury Viejo, una ganadería que la afición conoce y reconoce desde mediados de los años cincuenta. Muchas tardes –muchas- los toros de los Rocha han sido aplaudidos en el arrastre y no pocos han merecido indulto. También, justo es decirlo, han sido pitados. Sucede con todas las ganaderías de aquí, de allá o de más allá. En las últimas temporadas de Bogotá, no han respondido. Pero en toros no hay nada escrito. En chiqueros el encierro tenía el trapío que la tarde, de nuevo con Pablo Hermoso, exigía. Toros negros, de pitones afilados y altos y fuertes, enmorrillados, con cuello, unas fieras. Solo oírlos resoplar en toriles daba miedo.


Los tendidos estaban a reventar. Ni un claro. Boletería agotada desde el miércoles anterior. Nadie quería quedarse sin ver a Hermoso de Mendoza, todos querían ver otro rabo y otras cuatro orejas, y además ser testigos del renacimiento de la fiesta, afectada por el fallo de la Corte Constitucional y por ese movimiento antitaurino que en nombre del sufrimiento del toro amenaza con condenar su especie a la extinción. En los tendidos se vivía esa gana de llegar al fondo de la verdad del rejoneo, que es a donde lleva el jinete navarro. A decir verdad, poco importaba lo que Manrique y Perera hicieran o dejaran de hacer. Importaban los toros porque lo que hace -o no hace- Hermoso estaba asegurado. Los dos primeros fallaron.


Tardos, sin fuerza, apagados, lanzaban gañafones, echaban las manos por delante, en fin, bajos de casta. Quedaba a esa hora la esperanza: los que vienen darán juego. No lo dio el primero de Hermoso, que hizo las que sabe hacer con Curro: torear en una moneda. O lo que volvió a hacer con Chanel: templar galopando de lado. Y así con Ícaro, con Pirata, con toda su cuadra. Pero torear un toro aplomado, inmóvil, sin gana, es imposible. “No quiere, es que no quiere”, concluyó el rejoneador. El público pitó a Madrileño, que pesó 454 kilos. El cuarto y el quinto de Achury fueron iguales al primero y el segundo: nada. El último de Hermoso, Navegante, rebasaba la media tonelada, tenía algo perverso en la embestida. Saramago, inteligente y veloz, esquivó con naturalidad, como si nada. Silveti, otra estrella, resultó rasguñado en un recorte. Es paradójico y hasta doloroso decirlo, pero la gente -yo incluido- siente más la cornada en un caballo que en un torero de a pie. Quizá por esa razón se admira tanto a Patanegra, al que en Madrid un quinto de la tarde le sacó las tripas. Con Pirata, Hermoso no pudo reeditar la cabriola en la cara del toro y la salida por los adentros que había llevado la plaza al paroxismo. Una oreja.


Con Pablo Hermoso la temporada de Bogotá se fue arriba. Una gran celebración de los ochenta años de la Santamaría.

Por Alfredo Molano Bravo

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