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Es posible que volver a repasar esas imágenes que David grababa con su cámara aún siendo un niño, fuesen como agujas perforando las venas. Sería estúpido preguntarse qué sentiría él al ver nuevamente —aunque esta vez tangible, audible— cómo se había desintegrado su familia; cómo aquel padre ejemplar de alguna villa en Nueva York, era acusado de violación, de pederastia.
Toda la admiración fraternal por ese profesor se derrumbaba de un tajo; se desmoronaba. Y esa tensión —construida perfectamente, con delicadeza—, esa sensación agobiante de casi dos horas, se llama Capturing the Friedmans (2003), un hermoso documental de Andrew Jarecki. Su nominación el Oscar es lo de menos. Lo inquietante ahora, al borde de celebrar un día que para muchos significará un fardo de alegrías o un cúmulo de nostalgias, es que a partir de ese vínculo familiar se han recreado magníficos argumentos; se han ingeniado bellas piezas de cine.
Capturing the Friedmans es solo un ejemplo del que habría que analizar muchos aspectos. Pero no es ese el propósito. En realidad es más un enlace que conduce a pensar en varias películas que evidencian la delicadeza del lazo paternal.
Podría pensarse en Papá está en un viaje de negocios (Palma de oro en Cannes en 1985) de Emir Kusturica, que más allá de ser un retrato de la Yugoslavia del régimen de Tito, es también una muestra de cómo se transforma una familia con la presencia de un padre que suele estar ausente. “Papá, papá, papá”, dice alegre Malik, el niño protagonista cuando ve a Mesa, como si esa palabra resumiese toda una mezcla de sentimientos acumulados durante meses de separación. Aunque claro: la torpeza, las condiciones sociales y la lascivia hacen que la relación sea cada vez más frágil y resulte tormentosa.
Pero ese tormento no es mayor que el de Hidetora Ichimonji, el personaje principal de Run (1985) de Akira Kurosawa. El dolor y la cruel locura son el resultado del abandono de dos de sus tres hijos, luego de repartirles parte de su reino. Allí, esa inquebrantable relación de autoridad paterna que todos intentamos romper en alguna oportunidad pese saber que siempre estará presente, se viola por completo; se transgrede con violencia. “La gallina pisoteando al gallo”, dice el viejo Hidetora, cuando el respeto rodea el piso, la tierra seca y revuelta donde vive ahora.
Quizás aquel anciano pretendía, como inevitablemente a veces lo pretenden los padres, que ellos, sus hijos, siguieran el camino que él intentó mostrarles, imponerles. Sin embargo, los atajos no pueden eludirse. El coronel Frank Fitts, en Belleza americana (Oscar a mejor película en 1999), tampoco pudo esquivar los que tomó Ricky, el que esperaba fuese tan varonil, conservador y bizarro como él (“prefiero que te mueras a que seas un maricón”, le habría dicho entonces). Contrario a todos esos caprichos —similares a los de un tal procurador—, el rumbo fue, por fortuna, muy distinto. Y esas contrariedades en ocasiones solo parecen causar una ineluctable rebeldía.
Recuerdos del final
“Éramos extraños que se conocían uno al otro muy bien”. Esa fue la sentencia de Will luego del reencuentro. La conversación, después de años de silencio, fue simple; no hubo abrazos ni emociones. Esa figura del héroe, que es una admiración constante en toda niñez pero que se deteriora con el tiempo, había desaparecido por completo. Ahora, como debía ser, solo quedaban preguntas. En El gran pez (Tim Burton, 2003) solo estaba presente la necesidad de saber quién era verdaderamente Edward Bloom, su padre. Ya no había rezagos de aquel superhombre.
Pero en ese proceso de descubrir quién era él, de develar la realidad en medio de los relatos fantásticos que son la vida de Edward, Will parece comprender que es mejor guardar la figura paterna a través de hermosos recuerdos. Son ellos los que sobreviven a la muerte, que es una especie de alerta para anudar lazos rotos. El cáncer es un llamado para volver a cruzar palabras.
La memoria entonces, en esos instantes terminales, se fortalece. Justo ahí, en esa dura cachetada que es el fin de la vida, vienen las nostalgias, los golpes en el pecho. No en vano aquella condición —aunque es en un repaso de toda una existencia—, inspiró Algo sobre la muerte del mayor Sabines, acaso el más bello poema del mexicano Jaime Sabines, aunque él en los mismos versos confiese que se “avergüenza hasta los pelos /por tratar de escribir estas cosas. /¡Maldito el que crea que esto es un poema!”. (Papá por treinta o por cuarenta años, /amigo de mi vida todo el tiempo, /protector de mi miedo, brazo mío, /palabra clara, corazón resuelto, /te has muerto cuando menos falta hacías, /cuando más falta me haces, padre, abuelo, /hijo y hermano mío, esponja de mi sangre, /pañuelo de mis ojos, almohada de mi sueño. Te has muerto y me has matado un poco).