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'Llegamos al paraíso y salimos del infierno'

La historia de un colombiano que tuvo que ser repatriado por la Cancillería de Colombia luego de gastar sus ahorros tratando de sobrevivir en una guerra que, por ahora, parece irresoluble.

Jaime Londoño* Especial para El Espectador
29 de diciembre de 2013 - 01:00 a. m.
Damasco, 13 de noviembre de 2013.  Edificios destrozados por los bombardeos del régimen sirio.
Damasco, 13 de noviembre de 2013. Edificios destrozados por los bombardeos del régimen sirio.

Cuando en Siria se comenzó a hablar del uso de armas químicas y la Comunidad Internacional planteaba la idea intervenir, sin tener muy claro qué hacer, mi familia y yo ya estábamos esperando la salida de Damasco. La televisión era estatal y la internet estaba prohibida. No teníamos mucha información sobre lo que podía pasar y, resguardados en nuestra casa, nos dedicamos a hacer lo que habíamos hecho todo el año anterior: sobrevivir.

Era triste. Habíamos llegado en 2003 a Damasco y la ciudad y el país nos recibieron con los brazos abiertos, con trabajo para mí y estudio para mis hijos. Fue la mejor decisión que pudimos tomar. Nací en el seno de un hogar católico, pero me enamoré de mi esposa, que es mitad paisa, mitad siria. Cuando la pretendí su familia me hizo saber que para casarme con ella debía convertirme al islam. Me documenté, me asesoré con su familia y al final compaginé con la religión. Cuando vinieron nuestros hijos creímos que lo mejor era que crecieran en el islam. Ella tenía familia en Damasco y sabíamos que ese propósito en Colombia no era fácil, por la cultura, por la religión.

Digo que llegar a Siria fue como llegar al paraíso y salir de Siria fue como salir del infierno. Nos encontramos con una tranquilidad que no era posible en Colombia, cargada con los recuerdos de los carros-bomba de Pablo Escobar, por las realidades de inseguridad, por el simple hecho de que una mujer no pudiera exhibir sus joyas por miedo a que la robaran. Y nos encontramos con una ciudad tranquila, sin ese tipo de problemas, todo en orden, cada quien ocupándose de su vida. Era un buen ambiente para crecer.

Tal vez por eso guardamos la esperanza de que las cosas volvieran a la normalidad en Siria, que la guerra se acabara pronto. Al principio eran las protestas y eso era normal, pero con los meses aparecieron los tiroteos en las calles, los carros-bomba. El trabajo mermó y se subió el costo de vida de una forma increíble: una pipa de gas en tiempos normales valía 300 libras sirias, pero en guerra había que inscribirse en una lista de espera y cada pipa valía 5.000 libras. Podía pasar hasta 10 horas en una fila para comprar un kilo de pan.

Era momento de salir y con lo que quedaba de nuestros ahorros contraté a un hacker para que enviara un mensaje a la Embajada de Colombia en Beirut (Líbano), que era la representación diplomática más cercana. Era un SOS, un pantallazo con mis números de teléfono en el que decía que mi familia y yo estábamos atrapados en Damasco. Al poco tiempo me llamaron de la Embajada y con la colaboración de la delegación de Chile en Siria pudimos salir del país en sus vehículos diplomáticos, en medio de mucha tensión y peligro.

Pasaron unas dos semanas desde que enviamos el mensaje. Al principio nos informaron que la Cancillería no tenía recursos para nuestra repatriación, pero idearon la forma a través de agencias de migración. Desde Beirut volamos a Fráncfort y desde Fráncfort a Bogotá, el vuelo en el que me infarté y el infarto del que aún me recupero. Recuerdo Siria y me siento agradecido, pero ahora no sé qué podrá pasar ni cómo podrá acabar.

Por Jaime Londoño* Especial para El Espectador

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