La víspera del encuentro, el sueño de los atletas es un sueño de piedra. Reposan como estatuas, en la posición que menos esfuerzo muscular exige, en una permanente economía de movimientos. Sobre la frente tostada cae, mineral, un brochazo de cabellos.
Nadie se lo ha preguntado, pero hay derecho a suponer que su sueño es, también, pétreo. Que ningún resplandor o revelación lo turba, que ninguna vena de deseo lo recorre. Duermen desde la piel hasta los tuétanos, acumulando fuerza, acendrando poder. El corazón late apenas lo suficiente para no apagarse porque sabe que mañana, en el campo del cuerpo, habrá de dar por lo menos tantos saltos como el balón, en su sabia distribución de la sangre.
Todas las potencias mentales se apagan en el sueño. A las tres y media de la tarde tendrán que estar alerta las antenas de la atención, vivos y elásticos los resortes que en un instante han de poner en juego todo el mecanismo imaginativo para encontrar la brecha en el campo opuesto e improvisar el plan. Porque el fútbol es un juego cuya estrategia nace y muere en términos de segundos.
Velocidad, agilidad, atención, percepción, audacia, resistencia, valor, ¿qué no se requiere para el juego del fútbol?
Esto lo saben los jugadores y no lo ignoran o lo intuyen los fanáticos. ¡Pero qué distintas son las vísperas de los fanáticos!
Su sueño no es de piedra. Es un sueño inquieto en que “su” equipo, el de sus preferencias, ocupa todo el espacio de su fantasía. ¡Qué jugadas! ¡Qué aciertos! Y entonces sobre el rostro del durmiente fanático se abre la ancha luz de una sonrisa. Pero, también, ¡qué errores! ¡Qué fallas! Y el sueño se trueca en pesadilla a la que difícilmente se arranca el paciente con los ojos desmesuradamente abiertos y con un grito que se rompe, como un estertor, en la garganta.
El verde rectángulo es un tranquilo lago que rayan quietas, blancas, lineales espumas paralelas. Lo rodea un mar de susurros, un palpitante oleaje de entusiasmados y anhelos encontrados.
Cuando los equipos saltan sobre la grama fresca, se alza del estadio un gran clamor, el mismo que viene escuchándose desde el principio del mundo, cuando los hombres, sin saberlo, inventaban en el esfuerzo muscular las formas eternas de la belleza corporal.
Son veintidós gotas de mercurio —once rojas, once azules— las que corren por el campo detrás de una burbuja de aire encerrada en una esfera de cuero.
Los martillos de los pies van forjando a golpes esa deslumbradora chispa al rojo blanco del triunfo que es el gol. La pelota, pájaro sin albedrío, sabe que su refugio natural es la red guardada por los altos, poderosos defensores. Lo sabe pero de ella no depende el llegar sino del saber de los once de un lado o la inferioridad transitoria de los once adversarios.
El fútbol es viva y ardiente geometría. Del árbol de inesperados ángulos que traza es redondo fruto la misma pelota. Pero ella no importa tanto como la gracia del movimiento, como la violencia del esfuerzo, como la maravillosa y concertada danza, como el ir y venir y el volver y el recomenzar.
Ahí están, frente a frente, los dos jugadores opuestos. Lleva el uno entre los pies la pelota en vertiginosa carrera y el otro la embiste, con negro ímpetu de toro. Al trabarse en el encuentro, el haz de formas por un instante se queda inmóvil para deshacerse en la carrera del vencedor y el desconcierto del vencido.
Por la mitad del partido, se arraciman los cabellos sobre las frentes de los jugadores y de ellos cae el sudor como el licor tibio que chorrean las uvas demasiado maduras. Gritos, órdenes, sugestiones, exclamaciones, hasta súplicas, se escuchan en el campo de juego. El jadear, el murmurar, el maldecir, también, permitirían asociar la parte verbal del encuentro de fútbol al amoroso duelo.
Los corazones golpean como arietes los pechos y se trepan a la garganta, de un salto, por la columna del entusiasmo cuando llega el momento del gol de la victoria. Es en ese momento cuando los triunfadores ven la pelota tan deslumbradora como el sol, que fue lo mismo que ocurrió al arquero adversario, que sintió que sobre él se precipitaba un oscuro, incontenible bólido.
Hierve el mar que circunda el campo con las altas olas de la ovación clamorosa que consagra el resultado. Y en ese momento, como la voz del primer ave vespertina —¿no es acaso aquel lucero que rompe con su diamante el duro cristal azul del cielo?— el silbato del árbitro, el clamar por última vez, despierta a los jugadores a la clara realidad de la victoria o a la oscura de la derrota.
¿Cuántas veces han saboreado los jugadores del Santa Fe ese lento, melado licor de la victoria? Doce veces. Doce veces salieron del campo hirviente la sangre, que les golpeaba las sienes y los pulsos mientras el corazón redoblaba la marcha triunfal. Cada una de esas doce veces cortaron una hoja verde para la corona de lauros del campeonato que tejieron con su destreza, con su valor, con su decisión.
Son los mejores y así los pregonamos quienes vemos en el fútbol uno de los más admirables espectáculos de multitudes; aquel en que nos es dado admirar el concertado empeño de once hombres, suma de mil actitudes y movimientos dirigidos a un solo fin determinado.
Sobre el fútbol se podrían formular, sin hilar muy delgado, interesantes consideraciones filosóficas y sociológicas. Yo he preferido tejer estas frases en que apenas hay un grano de emoción, levadura que fermenta en el pecho de cuantos presencian un partido de fútbol, para honrar al campeón. Y para dedicar un recuerdo cordial y admirativo a todos los equipos y a todos los jugadores que participaron en este primer campeonato profesional de fútbol de Colombia. “Loor a los valientes campeones…”.