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Los ángulos de un sueño espiritual

Alejandro Angulo Novoa es un padre jesuita que ha trabajado por más de 40 años en el Cinep, un centro de investigación dedicado a la defensa de los derechos humanos. El año pasado, Angulo fue galardonado con el premio nacional de paz, en la categoría “toda una vida”. Esta es su reflexión acerca de los sueños.

Alfredo Molano Jimeno
31 de marzo de 2014 - 02:49 a. m.
Alejandro Angulo  / Liz Durán
Alejandro Angulo / Liz Durán
Foto: LIZ DURAN/EL ESPECTADOR - LIZ DURAN

Alejandro Angulo Novoa es un sacerdote jesuita que se ha caracterizado por su vehemencia en la lucha por los derechos humanos y la defensa de las víctimas en Colombia. Tiene 79 años. Nació en Bucaramanga (Santander), pero se reconoce como hijo adoptivo de Bogotá, adonde llegó a los 13 años para ingresar al seminario jesuita. En septiembre del año pasado recibió el Premio Nacional de Paz en la categoría “A toda una vida”, “por su valor, perseverancia y presencia en la defensa de los derechos humanos en Colombia”.

Un reconocimiento que coincide con su filosofía de vida, pues Alejandro Angulo no duda un segundo en afirmar que “la única forma de conseguir los sueños es luchárselos con tenacidad, con el trabajo continuo, sin descanso, hasta que se van logrando sus componentes”. No cree en un sueño único y completo, sino en conseguir pequeños objetivos. Cree que a ellos se llega dando “pasitos”, “evitando la tentación de dar el paso más largo que la pierna”.

Por eso hace un recuento de esos pequeños sueños que ha cumplido. De unos sueños que están lejos de ser los del hombre moderno, de ese que cree en el éxito, en el reconocimiento, en el poder, en el dinero. Es todo lo contrario. Para este sacerdote jesuita que ayudó a fundar y a construir el Cinep, su principal sueño cumplido es hallar “el sentido a la vida a través de la espiritualidad. Eso lo he encontrado como cura o a pesar de ser cura”, sostiene deslizando una sonrisa infantil que le ilumina sus ojos azules.

“La paz y la tranquilidad interior, eso he conseguido como si fuera un sueño, aunque no fuera precisamente eso. Nunca soñé no tenerle miedo a la muerte, pero me encontré con eso como un resultado del trabajo espiritual. Y eso me ha permitido trabajar con tranquilidad por mi sueño: luchar por los derechos humanos, porque si hoy me ametrallan saliendo de mi oficina ya no habría miedo porque cumplí mi sueño: comprender la situación del país, explicársela a quienes me han querido oír y entregar mi vida al servicio por los otros, a trabajar por los demás”, confiesa dejando en evidencia que de él no saldrá la respuesta fácil que se busca en los libros de autosuperación.

Entonces, Alejandro Angulo, el padre jesuita que ha acompañado a Javier Giraldo por los caminos polvorientos de Colombia, que ha compartido sus comidas, días y noches con las comunidades pobres y marginadas de este país, empieza a recordar anécdotas, breves triunfos que terminaron por convertirse en sueños cumplidos, apenas intuidos, pero nunca antes soñados.

“Otro de esos pequeños pasos fue el no desanimarse las dos veces que los gobiernos han tratado de aplancharnos. La primera me tocó como director del Cinep en 1980, cuando trataron de involucrarnos en un crimen para cerrar el centro de investigación. Esa fue una muestra de cómo a la oposición política en Colombia no se le refuta, sino que se le trata de meter a la cárcel. Ahí vimos cómo se unían las Fuerzas Militares y los políticos de cierta tendencia para tratar de acabarnos. Pero de eso salimos victoriosos. Me tocó dirigir la defensa y lo hice casi por instinto, después mis compañeros me elogiaron el manejo y eso me hizo sentir realizado”, recuerda este sacerdote que estudió filosofía, teología y demografía.

Finalmente, Alejandro Angulo reconoce que su sueño no ha sido individual y que sus principales logros han sido producto de esfuerzos colectivos. Sostiene que dentro de sus metas cumplidas está el haber mantenido el Cinep, la construcción del Banco de Datos de derechos humanos y la fundación de varias comunidades rurales como organizaciones de paz y de autogobierno.

“Por eso el Premio Nacional de Paz significó el reconocimiento a un grupo con el cual he estado trabajando desde hace 40 años. El trabajo de ese grupo es el que me ha sostenido. Solo no hubiera podido perseverar en esa labor que por momentos es difícil, y a veces hasta parece inútil frente a los resultados que se obtienen, pues uno quisiera ver las cosas antes de morirse”, sostiene apretando los puños y dejando ver la vitalidad que aún encierra su cuerpo, y concluye: “Quisiera ver disminuida la exclusión de una gran parte de la población. Quisiera ver un país más justo, porque no se entiende cómo un país tan rico tiene unas multitudes pobres y errantes”.
 

Por Alfredo Molano Jimeno

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