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Los periódicos impresos y el Emperador de Austria

Estamos en la mitad de una revolución copernicana en cuanto a las maneras como se publicará el periodismo escrito. Para los periódicos como para los libros el papel está dejando de ser el centro del universo de la lectura.

Héctor Abad
11 de mayo de 2009 - 02:50 a. m.

Este cambio radical no tiene que ver con que la gente haya dejado de buscar información ni con que ya no sientan placer al leer pensamientos o historias, sino con el soporte y la forma en que vamos a seguir leyendo.

Creo que nadie tiene dudas de que la información sigue siendo necesaria. Saber cosas, tener información, nos da grandes ventajas competitivas. Incluso uno de los atractivos del poder es que quienes son poderosos o están cerca de los poderosos, sin hacer nada estrictamente ilegal, se pueden enriquecer gracias a la información. Una clara fuente de enriquecimiento es la información oportuna y de primera mano: si yo sé antes que los demás dónde habrá una inversión pública, cuándo bajarán o subirán los intereses, cuándo habrá una gran devaluación de la moneda, me puedo enriquecer. Si estoy bien informado sé qué tratamientos nuevos hay contra el cáncer o cuándo llegará a mi ciudad un virus o un huracán. Estar bien informado es cuestión de vida o muerte, o de riqueza y pobreza, así que la información nunca dejará de ser necesaria. Tal vez los periodistas tengan la información un poco después que los sabios y que los poderosos, pero al menos son los segundos en tenerla; por eso nuestro oficio sigue siendo necesario.

No creo, entonces, que haya ni vaya a haber un problema en la demanda de información. Tampoco hay, todavía, un problema de oferta, pues se sigue haciendo periodismo informativo y analítico eficaz. La duda son los canales a través de los cuales tendremos acceso a la información.

Cuando apareció la radio y más tarde, cuando llegó la televisión, muchos pensaron que los periódicos impresos, después de siglo y medio de reinado casi absoluto, habían llegado a su fin. Esto no ocurrió, porque una cosa es la comunicación oral, auditiva o visual por imágenes y otra la comunicación a través de signos alfabéticos, es decir, la lectura. Ni la radio ni la televisión reemplazaron la lectura y los periódicos pasaron airosos la prueba, y vivieron un siglo más de gloria, así fuera con una tajada reducida de publicidad.

Internet, en cambio, y los lectores de libros electrónicos tipo el Kindle de Amazon o el Sony Reader, cuyas pantallas tienen un “efecto papel”, sí compiten en el campo específico de transmisión de información para ser leída; compiten en el campo específico de los impresos, que es la lectura. El nuevo Kindle para diarios, que fue lanzado esta semana, ya vende suscripciones a periódicos, por un costo entre 5 y 16 dólares mensuales, aunque sólo en Estados Unidos. Seguimos y seguiremos leyendo, pero estamos asistiendo, para bien de los bosques, a un cambio en el soporte de la lectura: del papel pasamos a estas nuevas pantallas y probablemente, en un futuro no muy lejano, a otro tipo de soporte que en este mismo momento se debe estar inventando. Si yo tuviera plata de sobra invertiría la mitad de mis recursos en eso: en las empresas que estén desarrollando esa especie de acetato u hoja electrónica capaz de recargarse con muchos tipos de material escrito y visual, a través de internet, por medio de un sistema inalámbrico. No vamos a leer en papel: vamos a leer en otra cosa.

No estamos en la mitad de un cambio epocal en el que la gente no quiere consumir noticias o análisis de las noticias; la crisis en la que estamos es una crisis de soporte que, además, por ser internet un medio en el que predominan ampliamente las descargas gratuitas, se convierte también en una crisis de financiamiento de las empresas periodísticas. La crisis no está en la oferta ni en la demanda de información: la crisis está en el canal y en la forma como se pagarán los servicios informativos y analíticos.

Ese es el problema grave, el que más amenaza a los periódicos, y el motivo por el que cientos de periódicos en el mundo han cerrado en los últimos años: si la gente no paga por leer las páginas web de los periódicos, y si baja el número y el tamaño de los avisos impresos, de dónde van a sacar las empresas periodísticas el dinero para pagar los costos de instalaciones, aparatos, periodistas, investigadores, analistas, redactores, fotógrafos, etc. La gente (así como no paga por oír radio ni está dispuesta a suscribirse a una emisora) tampoco quiere pagar por leer periódicos en la red, puesto que no está comprando un objeto, sino una señal electrónica, y como este es un bien tan poco tangible, nos parece normal no tener que pagar por él.

El cambio de paradigma no apunta hacia el contenido sino hacia el canal en el que viene envuelto el contenido, y hacia el emisor, que no sabe cómo hallar fuentes de financiación. Cambia el soporte de la información y no sabemos cómo financiar a los emisores cuando la mayoría de los canales por los cuales se llega a la lectura —tanto en periódicos como en libros— se están volviendo gratuitos.

Los objetos humanos también se extinguen, como los dinosaurios, cuando se vuelven caros, pesados y difíciles de mantener. Analicemos algunos cambios en las costumbres humanas que pudieran parecerse al abandono del soporte de papel para la lectura. La desaparición de las cosas no es un asunto misterioso y, al menos a posteriori, se entiende muy bien: los transatlánticos no desaparecieron con el hundimiento del Titanic en 1912; digamos más bien que con el Titanic el transporte marítimo de pasajeros llegó a la cima, y al mismo tiempo, como una señal de la época, fue el símbolo perfecto del hundimiento del negocio del viaje marítimo. Los transatlánticos dejaron poco a poco de ser competitivos, primero por las dificultades y peligros de la Segunda Guerra Mundial y luego con los vuelos comerciales masivos y baratos en grandes buses aéreos apeñuscados, capaces de atravesar el océano. Mientras no llegaron los grandes jets, en los años sesenta, con inmensos tanques de gasolina en las alas para una mayor autonomía de vuelo, la gente siguió yendo y viniendo de Europa en barco.

Si de Barranquilla a Hamburgo me demoro 18 días en un gran transatlántico, así el pasaje sea más barato que el de un avión, tengo que vestirme, alimentarme, tomar agua y entretenerme durante 18 días de travesía. Aunque los aviones empezaron cobrando más, el ahorro en tiempo —de 18 días a 18 horas— hace que haya también un ahorro en el costo final. ¿Se pierde gran parte del encanto del viaje al pasar del barco al avión? Por supuesto: ya no viajamos como Ulises ni como Colón ni como los personajes de las novelas de Henry James. ¿Se abandonan los placeres de la lentitud? Sin duda, y es mucho más romántica una despedida en un puerto, con la brisa, el sol y las gaviotas, que en un aeropuerto con ruido, policías y gallinazos. ¿Se prescinde de los posibles contactos eróticos o profesionales de la larga travesía? Claro, eso también se pierde, el ocio creativo de medio mes vacío para llenarlo con algo, así sea con eternas jugarretas de bridge. Pero aunque haya todas esas pérdidas, las ganancias del vuelo comercial superan a las del viaje marítimo y queda muy poca gente dispuesta a pasarse un mes atravesando el océano de ida y vuelta.

Todavía hay cruceros, me dirán. Y la respuesta es: por supuesto, así como todavía ponen velas en algunos restaurantes: son rezagos románticos de una era pasada, y en general solamente los disfrutan, ya sin muchos ánimos, parejas en su segunda luna de miel, o jubilados que queman sus últimos cartuchos. Estos cruceros  son como los coches de Cartagena y son como trilobites: testigos fósiles de un pasado remoto, de un estrato geológico en que la historia no era igual. Asimismo, seguirá habiendo periódicos y libros de papel, pero como objetos curiosos y piezas de nostalgia, no como canales primordiales del conocimiento.


¿Se acabaron los viajes con la desaparición de los transatlánticos? No, los viajes siguieron, se acabó una manera de viajar, o si quieren, una encantadora manera de viajar (aunque muy mareadora). También perdimos en salud física y en contacto con el paisaje cuando dejamos de viajar a pie o a caballo, pero hoy casi nadie —salvo Fernando González y el profesor Moncayo— emprenden un viaje a pie. Percibía uno mucho mejor los accidentes geográficos de su país cuando iba a caballo de Bogotá a Cartagena. Por supuesto. Hay pérdidas, pero son pérdidas que no compensan la ganancia —en tiempo, en economía, en comodidad— del viaje en bus, en carro o en avión.

El Emperador de Austria se negó durante decenios a instalar la luz eléctrica en sus palacios de Viena y Budapest, que él consideraba muy bien iluminados con sus miles de velas de parafina y sus humeantes lámparas de gas. En sus desplazamientos urbanos el Emperador tampoco usaba automóvil, sino el viejo coche tirado por magníficos percherones. El Emperador, moribundo, en gestos no carentes de belleza, fue hasta el final el último bastión donde se conservaron las tradiciones.

Lo más común es que sean los viejos quienes nos portamos como el Emperador de Austria, apegados a nuestra vieja manera de hacer las cosas y convencidos de que así es mejor. Si hablo por mí, por ejemplo, yo pongo muy pocos mensajes de texto desde el celular, por un motivo muy simple: me demoro mucho escribiéndolos. Y en cambio veo que los adolescentes los usan a toda hora, y escriben con los pulgares a una velocidad envidiable. Puedo chatear, en cambio, con mucha comodidad, aunque hago poquísimo uso de los emoticones que —para decirlo en rima— me parecen bastante maricones.

Pero así como el medio es el mensaje, según la ya muy vieja y muy sabia sentencia de McLuhan, no podemos decir que el instrumento técnico de la escritura y el soporte o canal de la lectura no influyan tanto en la emisión del mensaje como en su recepción. En un viaje de Barranquilla a Hamburgo, en barco o en avión, uno llega a su destino, pero por supuesto que la experiencia del viaje es muy distinta en uno u otro caso. En barco uno se va adaptando al jet lag poco a poco, y al llegar no sufre de insomnio ni de somnolencia. El viaje en avión, como dice García Márquez, es  tan vertiginoso que el cuerpo llega antes y el alma se demora unos cuantos días más en alcanzarnos. Asimismo, no es igual escribir a mano que a máquina (la máquina de escribir es otro objeto que desapareció en los últimos quince años, después de haber aniquilado la caligrafía), y no es lo mismo chatear que charlar cara a cara, así no haya nada más parecido a una conversación que un chat. El cuerpo y el alma se tienen que adaptar a las nuevas técnicas.

Tampoco es lo mismo leer un periódico en papel que un periódico por internet o en la pantalla de un lector electrónico. La experiencia de la lectura cambia radicalmente, y se pierden cosas, así como se perdieron placeres de viajar con la desaparición de los transatlánticos. Que haya pérdidas no garantiza que el objeto sobreviva: sobrevivirán vestigios nostálgicos, pero la corriente nos empuja hacia el soporte electrónico de la lectura, con dispositivos cada vez más perfectos y sofisticados, en los libros y en los periódicos.

Entre las cosas que se pierden al leer por internet (lo sé porque todos los días leo periódicos tanto en papel como en la pantalla) es que la lectura en papel es más casual y en cierto sentido más libre: menos teledirigida por el emisor de los mensajes. El viaje en papel nos lleva por lecturas más inciertas y de más calidad. En una gran página de papel periódico alcanzamos a ver mucho más que en un pantallazo de internet: es igual que los accidentes geográficos en un viaje a pie: se ven con mucha más cercanía y nitidez; desde el avión hay una visión panorámica, a vuelo de pájaro, pero se pierden los detalles: lo mismo ocurre con la lectura de un periódico en internet: todo se ve como de lejos, y uno tiende a leer solamente los titulares que los editores de la edición en línea deciden poner en las páginas de inicio. No todos tienen la curiosidad de sumergirse en las páginas internas del periódico, en una receptividad casual, así estén ahí, a un clic de distancia.

En internet leemos lo que nos meten por ojos nariz y boca, y leemos lo que fuimos a buscar específicamente, porque nos lo dijeron o nos mandaron el link, o porque lo estamos buscando: pero casi nunca leemos lo que no sabemos que íbamos a leer. Esa es una pérdida, triste y grave, del cambio de soporte, del papel a la pantalla. Pero no es una pérdida tan grave como para impedir que el cambio de soporte se dé. Habrá, durante medio siglo más, Emperadores de Austria que seguirán comprando, como el pan de cada día, su periódico en la esquina, felices de mancharse de tinta las yemas de los dedos. Pero así como el último buque italiano de pasajeros atracó en Cartagena a principios de los años setenta, asimismo a mediados de este siglo se estarán imprimiendo en papel periódico los últimos diarios, todavía leídos por nostálgicos que —si estamos vivos— tendremos ya un pie en la fosa.

A la revolución copernicana del canal o soporte de la lectura, se añade por estos días la crisis económica mundial, que, unida a la creciente crisis publicitaria de los periódicos, ha hecho cerrar cientos de diarios especialmente en Estados Unidos. Lo que iba a pasar sin falta en los próximos decenios, ocurrió antes, así como la Segunda Guerra Mundial precipitó la crisis del transporte interoceánico de pasajeros. Hacer un periódico es caro, y las suscripciones y las compras callejeras financian apenas un pequeño porcentaje del costo de un diario. El porcentaje es tan bajo, que cada vez hay más periódicos gratuitos, pues lo que realmente financia a un medio son los avisos. Lo grave es esto: la gente no tiene tiempo, o no quiere tener tiempo, para sentarse una hora a leer. De ahí que los periódicos sean cada vez más cortos; y de ahí también que a veces se dejen pilas de diarios gratis en las esquinas, y la gente ni se tome la molestia de llevárselos. Los únicos que se los llevan son los recicladores.

Y sin embargo, decíamos al principio, tener información da una ventaja. Lo que pasa es que los diarios gratuitos dan cápsulas de información, no mucho más elaborada que la que se puede oír por radio o ver por televisión. Si es para eso, no vale la pena leer. Leer es otra cosa: leer es conversar en profundidad, y al propio ritmo de comprensión, con alguien que sabe más. Leer permite volver atrás y verificar los datos y las palabras usadas; leer permite parar si suena el teléfono o llaman a almorzar, para seguir después en el mismo sitio. Por eso la lectura es irreemplazable. Se leerán, en el nuevo soporte, los periódicos que den más calidad y profundidad de información y de análisis de esa información. Perdurarán unos cuantos diarios muy bien hechos, y las publicaciones especializadas o con un nicho geográfico restringido. Se salvará lo más global, el mundo, y lo más local, el pueblo o el barrio. En un mundo profesional hundido en la especialización, hay muchas personas que practican la vieja lectura en profundidad sólo en publicaciones muy sofisticadas sobre su propia especialidad, y para todo lo demás les resulta suficiente el barniz superficial de la televisión, del periódico gratuito o del programa de radio misceláneo.

La gente no sólo lee para informarse, sino también para distraerse y la red es una gran fuente de diversión. Eso le quita tiempo a la lectura de análisis en profundidad. A todo el mundo le gusta ver su propio nombre en letras de molde: se tiene la ilusión egocéntrica de que uno es noticia. Muchos hemos experimentado esa sensación de desvirgamiento que consiste en ver por primera vez en nuestras vidas el propio nombre publicado e impreso. Después del sexo, el egosurfing es una de las actividades más comunes en la red. Pues bien, la red te reconfirma esa ilusión narcisista: todos estamos en ella, nadie es un extraño para Google. Basta abrir una página personal en Facebook, o un blog, para tener la sensación de que uno es noticia, de que tiene visitantes, de que hay comentarios simpáticos o devastadores sobre las propias fotos, las propias opiniones y la propia vida.


Tenemos más afán, pero no leemos ni nos informamos menos que antes; digamos que leemos de una manera más salpicada, fragmentaria y distraída: hacemos zapping por internet. De hecho, el tráfico de la red aumenta cada día. El New York Times, mes a mes, vende menos periódicos en papel en la calle, pero cada día recibe más visitas de usuarios nuevos en su página de internet. Y de sus páginas se nutren la radio y la televisión, que siempre le han chupado rueda a la prensa.

El caso colombiano no es distinto. Desde que El Espectador, contra todas las corrientes mundiales, volvió a ser diario, hace exactamente un año, y renovó su página de internet, el tráfico virtual se ha multiplicado de una manera asombrosa. Antes de volver a imprimir todos los días el periódico se hizo un rediseño de la página web. Este rediseño significó un aumento en el tráfico del 500%. Pasamos de 400 mil usuarios mensuales, a dos millones. Cuando el periódico volvió a salir diariamente el crecimiento de los lectores virtuales fue aún más pronunciado y de los dos millones de usuarios al mes hoy estamos en 17 millones de clics al mes, con un millón 600 mil usuarios únicos, es decir, con más de un millón y medio de direcciones IP distintas. Tengan en cuenta que toda la red de una universidad puede tener una o muy pocas direcciones IP, y cuando profesores o estudiantes entran desde allí, se registra como un único usuario IP. También un café internet suele tener una sola dirección IP. Antes del rediseño éramos el décimo portal de información en Colombia y no entrábamos ni siquiera al ranking entre los 200 primeros portales del país: hoy somos el segundo en portales de información, por encima de Semana, Caracol, RCN, Terra, y estamos entre los 50 primeros de internet en Colombia. Los primeros son Google, Face-book, etc. El Tiempo, que lleva más de diez años en la red, es el número 13 en Colombia; El Espectador es el número 39.

Puede parecer un sinsentido y una pérdida de dinero volver a salir como diario en un momento histórico y económico de cierre de ediciones impresas: a lo que le apostó el periódico es a esto: confiamos en que la gente siga teniendo necesidad de recibir información oportuna, confiable, profunda y veraz. Si no se daba la señal de ser un periódico diario, no nos iban a buscar cada día: tendrían la sensación de que sólo actualizábamos la página cada semana, los domingos, con la edición impresa. Con el diario, la gente sabe que cada día, cada hora, hay información fresca, creíble y oportuna.

El problema es cómo financiar esto si los anunciantes tienen la sensación de que los periódicos se están muriendo, si yo mismo puedo haberles dado la sensación de que el periódico es un transatlántico que hace agua. Pues no, la gente no está comprando muchos pasajes para el viejo transatlántico en papel, pero la gente sí está entrando a ver la información en nuestras páginas. Uno no puede irse de blog en blog buscando qué saber y qué pensar. Tiene que haber nudos, centros donde se concentre la información, y eso son los periódicos en la red. Son los anunciantes los que no se han dado cuenta de que ahí está el tráfico y de que ahí deben poner su publicidad en una proporción mayor.

Este es el problema final, el más grave y el que, según muchos analistas, significa incluso una grave amenaza para la democracia y para la creación de conciencia política y ciudadana en franjas muy amplias de la población. La prensa ha jugado un papel fundamental como poder alternativo, como entidad más o menos independiente para fiscalizar la actuación del poder económico y de los gobiernos. Si se acaban las fuentes para financiar los periódicos, se pierde un pilar fundamental en el análisis, la investigación y la circulación de la información. Creo que estamos atravesando una etapa crítica y turbulenta, y que estos riesgos son reales, pero al mismo tiempo confío en que se trate solamente de una crisis de crecimiento, de estupor por el cambio de soporte de la lectura. Mientras haya gente inquieta —y muchos jóvenes son inquietos y se quieren enterar a fondo de lo que pasa— el periodismo seguirá vigente. Habrá que encontrar entonces, por ahora, una manera de aguantar un tiempo, de atravesar con poca agua el desierto, y más adelante, una manera de financiar las empresas periodísticas.

El oficio periodístico es importante porque el ser humano es curioso y es esa curiosidad la que nos estimula a seguir averiguando cosas. Leemos, en papel o en la red, por curiosidad, porque tenemos ganas de saber y de averiguar cosas, de estar informados sobre lo que pasa, de prever las tormentas que vienen, de ser ciudadanos críticos, activos y conscientes. Esas ganas de saber no se pasan, y la mejor manera de saciarlas es en la lectura. No importa si se lee en pantalla o en papel. Lo importante es leer.

Por Héctor Abad

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