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Más recuerdos que trofeos

Fue una tarde de reencuentros en un encierro que dejó un grato sabor entre la afición.

Víctor Diusabá Rojas
25 de enero de 2010 - 12:16 a. m.
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Tarde de reencuentros. De La Macarena, con su gente. De Víctor Puerto, consigo mismo. Y el de Miguel Gutiérrez, con un encierro que, en términos generales, valió, para dejar en la alforja más recuerdos que trofeos de los que se cortaron al final, por culpa de la espada.

Sí, el cartel merecía más gente, pero no cabe duda de que los tendidos sintieron la presencia de los amigos de esta fiesta de larga vida. Y al filo de las seis y media de la tarde, había rostros con esa sonrisa que cobija la satisfacción íntima.

Por ejemplo, el de los ganaderos. El encierro tuvo saltos en su línea de comportamiento, pero dejó buen sabor. El primero fue noble y, con él, Víctor Puerto hizo una faena en la que dejó ondear el capote fino del que nos ha privado durante esta ausencia. Y sin molestar al toro —algo flojo— y sin que éste molestara, anduvo templado en las series, tres sobre la mano derecha y dos con la izquierda, y sereno en el manejo de los terrenos. Los buenos ayudados sirvieron para descubrir la muerte. Y Víctor la encontró sin mayores dificultades. Oreja.

Su segundo, cuarto de la tarde, rompió luego de varas para espantar los temores de que quizá se fuera a buscar abrigo en las tablas. Y Víctor logró hacer sentir en los aficionados el buen gusto, no sólo de las tandas encadenadas, sino detalles de esos que se guardan en la caja fuerte de la memoria. Ahora bien, sólo él sabe si allá adentro tuvo la misma percepción. Porque de ser así, tiene muy claro el camino a seguir. Lástima que la espada resbaló y todo quedó en una ovación. Donde, igual, le dijeron que quieren volver a verle así, con el vestido de torear.

Para Julián López, El Juli, hubo dos toros muy diferentes. Su primero, segundo de la corrida, brilló en el capote variado del maestro. Sin embargo, de ahí en adelante tuvo algo de sosería, lo que obligó a Julián a arrear y buscar lo suyo. Allá, en los terrenos de los mansos se fajó para poner al gentío del lado suyo, pero la espada dijo no y debió saludar desde los medios, mientras apretaba los dientes.

La revancha llegó en el quinto, que propinó tumbo. Allí afloraron esos muletazos largos, tan suyos como su raza de triunfador. Se exigió y obligó al de Ernesto Gutiérrez a sacar por momentos lo que llevaba por dentro, eso sí, con el defecto de salir muchas veces con la cara arriba. Las manoletinas, ajustadas, antecedieron a un pinchazo en lo alto y a un espadazo de colección. Dos orejas, la segunda empujada por los aficionados.

En cambio, Luis Bolívar no tuvo cómo rectificar el camino. El bonito y prometedor tercero, que dio pelea de bravo en la pica, se transformó, primero, en un animal corto de recorrido; y casi enseguida, en un peligro andante, y por eso tuvo que abreviar. Y el sexto sacó una punta de violencia, aparte de ser distraído. Así las cosas, ni formas. Otra vez será.

Por Víctor Diusabá Rojas

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