Empezó el año pasado: sus dueños lo compraron y lo mantuvieron en el centro de la sala por todo un mes, mientras entonaban cánticos y lo acompañaban; él estaba dichoso, se sentía afortunado de su vida. Pero después de eso todo fue oscuridad para él.
Sus dueños lo mantienen encerrado todo el tiempo —probablemente les da vergüenza que me vean en este estado—, piensa con desesperación. En la oscuridad del armario, cubierto con bolsas y metido en una caja, el árbol de Navidad se resiente de su obvia fealdad, mientras oye murmurar a las figuras del pesebre (que parecen vivir del chisme), y siente al polvo acumularse encima suyo, muy a pesar de las capas de plástico y cartón.
Por Natalia Marcela Pitta Osses
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