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Ocho toros Ocho en Duitama

El periodista Alfredo Molano Bravo retrata la fiesta brava.

Alfredo Molano Bravo
08 de enero de 2013 - 12:00 p. m.

Entre sueños y entresueños, esperé en la madrugada el timbrazo salvaje del despertador para levantarme a escribir esta nota sobre una corrida con cuatro toreros -dos de aquí y dos de allá- y un encierro de Ernesto Gutiérrez. Las suertes, faenas, sucesos de la tarde regresaron a su modo y ritmo por la noche, se mezclaron unos con otros, de tal manera que ya no sé, ahora que escribo, si una verónica de recibo fue de Bolívar o de Nelson Segura; un natural fue de El Cid o de Castella. Lo que no confundo son las banderillas que Santana puso a pecho abierto -y en una argolla de morrillo- al último de la tarde en una plaza de pueblo, rebosante de alegría con 3000 asistentes.

Cada torero tiene firma en su modo de entender el oficio y de torear su toro. Se ha dicho: se torea como se es. Nelson Segura es un ganadero y un diestro experimentado, muchas corridas en pueblos y muchas cornadas en su cuerpo lo han hecho un torero que sabe por dónde pasan los toros y va a su encuentro, algunas veces contrariando su apellido, pero siempre valeroso, sobre todo en su último, Aparcero, de 456 kilos, al que le hizo una tanda con la derecha de pases ceñidos y en sitio, que remató con una estocada fulminante. Mereció oreja.

Bolívar es un torero cada vez más fino y además transmite la alegría con que torea. En Duitama volvió a hacer el cartucho de pescado -ese pase de Pepe Luis Vásquez- para iniciar el tercio de muleta y lo completó, emulando a Castella, con un invertido por la espalda. Hizo pases y repases, con la derecha, apretados y remató con manoletinas. Toreó a Quimbaya, de 450 kilos, un lucero rápido, que no mató porque el respetable pidió el indulto y la presidencia lo otorgó. Mi vecino, que parecía saber de toros, sugirió que al torito lo habían confundido con el toro que le tenían reservado a Pablo Hermoso de Mendoza, que hoy rejonea en la cuarta de abono. Si Bolívar llega a recortar distancias, tal como ha pulido su estética, valor y arte ligarían en una sola figura.

A El Cid, los toros de Ernesto Gutiérrez le quedan chiquitos, no por su casta que la tienen, sino por la estatura física del torero. Mira los toros desde lo alto y esa diferencia le da ventajas. A su primero lo sacó por verónicas al centro y luego, por delantales, lo dejó para que se arrancara de largo al caballo, todo hecho estirando el instante, esa dimensión poética del espacio como escribió Bachelard. Casi todas la faenas las hace con la izquierda -al fin es zurdo- pero con tal delicadeza que pareciera hacerlas a un toro de espuma. En su segundo, toreó vertical, templando y arriesgando la pierna. Por el espadazo en los rubios, el público, muy sabio por lo demás, le otorgó las dos orejas.

Ya con luces eléctricas, Castella hizo la que me pareció la faena de la tarde a un toro- su segundo-, muy bien hecho, jabonero castaño oscuro de 457 kilos, llamado Líder. Fue un éxito, quizá mejor decir, una victoria, trabajada con paciencia y sabiduría porque a pesar de la belleza, el torito no cumplía a cabalidad. Castella hizo quites quebrándolo, rodilla en tierra. Embarcó al toro como un golfo acoge un navío. Los derechazos ligados, suaves, largos arrancaron a la banda los acordes de La Virgen de la Macarena. No sé cómo sería, pero el acoplamiento entre el trompetista, Héctor Aranguren, el torero, y el toro parecían pautados. Los solos de trompeta le hicieron marco a los naturales templados y ligados de Castella y la orquesta entró de lleno para sustentar un par de forzados de pecho con los que remató. Pidió, con una pequeña venia agradecida, silencio. Y en silencio mató de rayo. Dos orejas.

Por Alfredo Molano Bravo

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