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Penúltima en la Santamaría

Volvió a la Santamaría la afición que es. El aguacero se daba por sentado. La gente llevaba paraguas, capas, chubasqueros para hacerle frente al mal tiempo y ganas de seguir viendo toros al precio que fuera.

Alfredo Molano Bravo
15 de febrero de 2011 - 03:00 a. m.

No hay nada como un paraguas para que no llueva. Y la tarde se despejó para ver dos grandes faenas, la de Luque, un desconocido en Bogotá, y las dos de El Cid, un olvidado. De entrada hay que decir que el encierro de Juan Bernardo Caicedo acreditaba las ilusiones.

Luque, un sevillano de malas pulgas, se ganó la plaza con su primero, ‘Magistrado’, un jabonero oscuro de 472 kilos. Tres verónicas y una media, serenas y templadas, llevando el toro hacia el centro y después, con suavidad, al caballo ‘Abre la muleta’, y el público, al que no deja de mirar en esta tanda, revienta en aplausos. Pero donde escondía su arte era en naturales: ajustados, hondos, templadísimos. Con la derecha, un par de redondos invertidos largos y el pase de la firma. Exorcizar el miedo con la belleza es el secreto del sentimiento. Estocada en el sitio donde el toro cae muerto a los cinco metros. Dos claveles a los pies del torero, dos orejas en sus manos. Aplausos al toro. La segunda de Luque se fue en el agua que chorreaba por las graderías. Nada. Un aviso.

El Cid torea desde lo alto por lo bajo. El primero, ‘Inspirado’, de 482 kilos, fue un castaño requemado que mostró su casta en una tanda de verónicas lentas. Memorable la pica: el toro frente al caballo parecía pensar; el picador lo torea: lo cita, lo tiempla con la vara, lo provoca —la plaza miraba en silencio— hasta que el toro arranca. Aplausos. Y más aplausos para Santana que clava donde es y desde donde es. El Cid ofrece su faena a un público aún frío. Lleva a ‘Inspirado’ —algo quedado— al centro y remata el viaje con un forzado de pecho. Cita de lejos, acorta distancias y envuelve al toro con una tanda de naturales que quiebran para el resto de la tarde el escepticismo que quedaba en los tendidos. Es un torero de certezas. Parece leyendo un guion. Le sonríe al toro. Con la mano izquierda —su mano, es zurdo— cita de frente y arriesga la femoral como si no la tuviera. Torea con la mano baja, muy baja, casi arrastrando los nudillos. Saca de una larga cordobesa el tiempo para cambiar de espada que con un ahhh guía el acero al corazón del toro. Dos orejas. Su segundo, otro jabonero, aveletado, que riega de baba la arena, le recibió afirmando todo su peso sobre la suerte. El toro lo mide. Lo mide. Lo mira. El Cid siente esa mirada sangrienta que hace pasar —sin pasar del todo— por la derecha y por la izquierda. Con un forzado de pecho hace sonar la orquesta y a fuerza de brete engolosina al toro con la muleta. Empuja la espada a fondo. Dos orejas.

Bolívar: lo dicho. Aseado y de buenas maneras con su primero, un cari bonito, negro retinto y astracanado. Menudo compromiso con lo que los andaluces habían dejado regado en el ruedo. Dos largas cambiadas de rodillas, salidas de ese novillero valiente que fue y que no debe olvidar, y una tanda de verónicas mirando a la gradería. Cacerinas galleadas para llevar a Litigante, de 540 kilos, al caballo. Pelea firme. En quites, saltilleras, una que dejó helado a quien la vio. Es garboso —a veces exagera—, pero torea a distancia; los toros nobles como los de Juan Bernardo hasta le piden sitio. Extraordinaria estocada, una oreja. Y otra con su segundo. Bolívar sigue en deuda con la Santamaría.

Siete orejas en una tarde lenta, bella, que la lluvia no opacó.

Por Alfredo Molano Bravo

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