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La afición esperaba todo lo que siempre se espera cuando hay tres grandes en el cartel y un encierro de postín. La ilusión andaregueaba por las graderías casi llenas. Juan Mora, el aplomado, Castella, el valiente, Manrique, el lidiador.
A Mora, un toro de 453, llamado Histérico, le salió suelto. A pie juntos, como una estatua, bajando la de torear, el hombre renovó esperanzas. Iba a ser —después de 11 años de ausencia— su tarde. Pero el toro escarbaba, galopaba, se defendía con las manos. Sin brindar, salió a matar: vertical, un par de redondos, rechaza la música y toreó al hilo del ánimo del toro. No encontró su izquierda. Pitos al arrastre. En segundo, —Lujoso, 480 kilos— Mora quebró ilusiones y reeditó su primera faena. Un toro correlón, de manos cortas, empujó en el caballo y humilló. Pero a Mora no le gustó. Se le nota en la manera de coger la muleta en naturales: por la empuñadura. Nada de naturales de verdad, nada de ese temple cargando la suerte. Con la derecha, ahogó a Lujoso, que no era lujo de toro. Pinchó. Nueva y más nutrida silbatina para el ganadero en el arrastre. Su tercero —reemplazó a Castella—, Director, 473 kilos, el mejor de la tarde: serio, cornijunto, ganoso: tres vueltas al ruedo. Salió con la cola en bandera. Mora, de nuevo vertical, sereno, dulce. Parecía uno de esos soldaditos de plomo jugando con un toro de verdad, que empujo con los riñones al caballo. Con la muleta en la derecha logró una tanda ligada, rasguñándose la taleguilla, serenísima. Con la izquierda: nada. Nada. Muleta retardada. No quedaban restos. Todo se vino abajo.
Vi a Castella arreglándose la capa de paseo sobre los hombros con mucho cuidado. Lo hizo varias veces. En el paseíllo estuvo apurado. Su único, Sumiso —452 kilos— partió plaza. El torero lo esperó y lanceó a la verónica mirando la cuna de los pitones, la negra distancia de la muerte. El toro humillaba. Lo llevó al caballo. Pica corta y en sitio. En quites, resuelve un extraño tapándole la vista al toro. Santana martilló. Castella, clavado, abrió la muleta con cuatro estatuarios coreados. Esperó que el toro se repitiera y el toro se repitió. El toro tenía fijeza y Castella se le metió y se le volvió a meter en la cuna del par de puñales. Parecería como si quisiera torearlo ahí adentro. Cuando toreaba por naturales, el toro se quedó sin fuerza, abrió la boca. Toro exangüe; Castella se burló acariciándole el testuz. Sumiso, tomó nota y lo cobró: muerto ya, levantó al torero y ambos cayeron a la arena: uno muerto y el otro casi, con el hombro roto y el corazón en vilo.
Pepe Manrique es el mismo. Torero de oficio, valiente, hoy cuajado. Pero le parpadean los pies. Y es desangelado. Hispano, 465 kilos, lo toreó pase a pase y así, a ese ritmo, el toro se fue apagando. Lo silban al despedirlo. Su segundo, castaño quemado, repite en las primeras buenas verónicas que Pepe liga apretando. No hizo lo mismo con la muleta, se dejó enganchar y se vio complicado. Se cruzó sin gracia y tampoco logró que el toro arrancara. Lo mató con una desprendida. Pitos al torero. Silencio al toro.
Peor que el accidente de Castella fue la bronca que un sector del público le armó a César Rincón en parte por la poca casta del encierro y en parte por sus comentarios en la radio, a decir verdad no todos favorables para su ganadería. Oír los comentarios de un gran torero sobre una corrida es privilegio. Se aprende mucho. Pero cualquier observación sobre el ganado, siendo ganadero, puede ser mal interpretada, como muchas lo fueron. Es una lástima, pero Rincón tendrá que escoger entre ser comentarista o ser ganadero y no hay duda que renunciará a lo primero.