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El verano estalló de pronto la semana pasada, con ese calor que parece de vidrio líquido, y la moda femenina, que este año dejó las puertas abiertas a toda clase de desafueros de formas y colores, convirtió a la ciudad eterna en la más moderna y juvenil del mundo. Creo que fue Julio Cortázar quien observó en alguno de sus libros que después de conocer una ciudad seguía recordándola para siempre, no como era en la realidad, sino como se la imaginaba antes de conocerla. Esto me parece cierto, salvo con Roma, pues es la única ciudad que siempre me imaginé tal como fue cuando la conocí, que es como sigue siendo siempre. Tal vez la única de la que puedo decir que la recordaba sin conocerla.
Estuve aquí por primera vez en el verano de 1955 —hace ahora la módica suma de veintisiete años—, como enviado especial de El Espectador, de Bogotá, a los funerales de un Papa que aún no había muerto, pero que tenía hipo desde hacía varios meses. Un médico amigo me había dicho en Colombia que ese es un síntoma del cáncer de esófago, y que si no se conseguía controlarlo era una causa segura de muerte por deshidratación. Yo conocía un antecedente literario: el hermoso cuento de Somerset Maugham de un inmigrante inglés a quien le sorprendió el hipo en un trasatlántico de lujo que navegaba por el océano Índico, y al cabo de pocos días de esfuerzos estériles su cadáver fue arrojado a las aguas envuelto en la bandera británica. El Papa, como se sabe, no corrió la misma suerte. En cambio, fui yo quien estuvo a punto de morir el mismo día de mi llegada a Roma, un alucinante domingo de julio en que había, como siempre, una huelga de todo, e Italia parecía, como siempre, al borde del desastre. “Esto es igual que Aracataca”, me dije, abrumado por el calor y el polvo, mientras recorría la estación solitaria buscando en vano un alma caritativa que me ayudara a cargar las maletas. De pronto, un esquirol de los que nunca faltan, aun en las mejores familias, no sólo me ayudó a cargarlas por cincuenta liras de aquellos tiempos, sino que se ofreció para conseguirme un hotel en la cercana Via Nazionale.
Era un edificio muy viejo y reconstruido con materiales varios, en cada uno de cuyos pisos había un hotel diferente. Sus ventanas estaban tan cerca de las ruinas del Coliseo, que no sólo se veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso de orines fermentados. Mi buen acompañante, que se ganaba una comisión por llevar clientes a los hoteles, me recomendó el del tercer piso, porque era el único que tenía las tres comidas incluidas en el precio. Además, la recepcionista era una mujer gorda y floral, con una cálida voz de soprano, y parecía muy sensible a la idea de que un caribe de veintitrés años hubiera atravesado el océano para conocerla. Eran las cinco de la tarde, y en el vestíbulo había diecisiete ingleses sentados, todos hombres y todos con pantalones cortos, y todos cabeceando de sueño. Al primer golpe de vista me parecieron iguales, como si fuera uno solo dieciséis veces repetido en una galería de espejos; pero lo que más me llamó la atención fueron sus rodillas óseas y rosadas. Siempre había querido mucho a los ingleses, hasta este año funesto de las Malvinas, en que una imbecilidad de su gobierno me los sacó del corazón sin remedio. Sin embargo, no sé qué rara facultad oculta del Caribe me sopló al oído que aquella sucesión de rodillas rosadas era un mensaje aciago. Entonces le dije a mi acompañante que me llevara a otro hotel donde no hubiera tantos ingleses sentados en el vestíbulo, y él me llevó sin preguntarme nada al del piso siguiente. Esa noche, los diecisiete ingleses y todos los huéspedes del hotel del tercer piso se envenenaron con la cena.
Así empezó para mí aquel verano inolvidable. Por la mañana, la ciudad estaba casi vacía, porque muchos romanos se iban a la playa. Roma era todavía una ciudad con muy pocos automóviles, y el único lujo que podían pagarse los deslumbrantes automovilistas de hoy eran unas Vespas rudimentarias que se metían por todas partes y atropellaban a los transeúntes aun sobre los andenes. Al contrario de lo que hacíamos en el trópico, que abríamos puertas y ventanas para que entrara el fresco de la calle, los romanos cerraban las casas con persianas herméticas. Así lo hacían desde los tiempos del Imperio, y así lo siguen haciendo, con toda la razón, porque así impiden que se meta en las casas el aire ardiente de la calle. Después de un almuerzo ligero a base de pasta —esa comida prodigiosa que cambia de sabor con sólo cambiar de forma— hacían una siesta lisa y densa que se parecía demasiado a la muerte. A esa hora no había un alma en la calle, el sol se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y el silencio era tan intenso que no parecía posible. Pero un poco después de las seis de la tarde, todas las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles en medio de los petardos de las Vespas, los gritos de los vendedores de sandías y las canciones de amor entre las flores de las terrazas, y sin ningún otro objetivo que el de vivir. Hoy todo sigue igual. Los italianos, en efecto, descubrieron desde hace mucho tiempo que no hay más que una vida, y esa certidumbre los ha vuelto refractarios a la crueldad.
Los únicos seres despiertos a las tres de la tarde en aquel verano de hace veintiséis años eran las putitas tristes de la Villa Borghese, que hacían de día lo que todas las otras hacen de noche, inclusive trasnocharse. El tenor Rafael Rivero Silva y yo vivíamos en dos cuartos contiguos de una pensión cercana, cuyo único defecto era estar a la vuelta del jardín zoológico, de modo que uno despertaba a medianoche asustado por el rugido de los leones. Después del almuerzo, mientras Roma dormía, nos íbamos en una Vespa prestada a ver las putitas vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y a veces encontrábamos alguna que nos invitaba a comer helados. Una tarde no fui. Me quedé dormido después del almuerzo, y de pronto oí unos toquecitos muy tímidos en la puerta del cuarto. Abrí medio dormido, y vi en la penumbra del corredor una imagen de delirio. Era una muchacha desnuda, muy bella, acabada de bañar y perfumar, y con todo el cuerpo empolvado.
“Buona sera”, me dijo con una voz muy dulce. “Mi manda il tenore”.
Al contrario de lo que sucedió con el personaje de Somerset Maugham, el Papa se recuperó en mitad del verano y volvió a las audiencias públicas. Yo asistí a una de ellas en el patio de Castelgandolfo, que era su residencia de verano. Lo vi muy cerca, con un hábito inmaculado y unas manos parasitarias que parecían restregadas con lejía, y en aquel instante me di cuenta de que yo tenía que buscar un tema más fructífero e inmediato que el de su muerte. Hice bien, porque cuando el Papa murió, tres años después, yo no estaba ya en este mundo, sino en el otro: en Caracas. Pero la imagen de aquella muchacha en sus puros y hermosos cueros a las tres de la tarde se me quedó para siempre en la memoria, como uno de los tantos milagros que sólo son posibles en el sopor de Roma en verano.