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Miguel Estupiñán Lizarazo nunca soñó con convertirse en profesor. Si llegó a ocupar una plaza en la Institución Educativa El Tagüi, en Sabana de Torres (Santander), fue por una cadena de circunstancias totalmente ajenas a su voluntad.
Trabajaba en Villavicencio en una empresa que le exigía un sacrificio enorme de tiempo y esfuerzos, al punto que había comenzado a enfermarse. Pensando en ayudar, una de sus tías le propuso que se presentara al concurso para nuevos docentes que inauguró el Ministerio de Educación en 2010. Él dijo que no le interesaba pero su tía, fue un poco terca y lo inscribió a escondidas. Cuando llegó la citación para la prueba, recibió una llamada de su tía, quien le dijo: “Preséntese mijo, que usted no pierde nada. La que pierde 20.000 pesos soy yo”.
Pasó el examen con uno de los mejores puntajes y en el sorteo de plazas, a pesar de no haberse presentado, fue asignado como profesor de química a la Institución Educativa El Tagüi. Parecía que el destino se imponía a pesar de su apatía. Aceptó resignado. No tanto porque amara la docencia, sino porque su mundo se estaba viniendo abajo. Desde el primer día que entró a aquel salón de clases supo que debía recorrer el camino de la enseñanza. Descubrió muy rápido que le gustaba trabajar con niños y jóvenes.
Una mañana, al entrar al colegio, descubrió asombrado que alguien acababa de talar el gran árbol que hacía sombra frente al patio principal. Aterrado al ver derribado el árbol al que el colegio le debía su nombre, fue en busca del rector para preguntar por qué lo habían talado.
—Miguel, llevo 35 años aquí y nunca he visto un tagüi. Ese árbol no era un tagüi —fue la respuesta del rector.
“Me obsesioné con este árbol”, cuenta hoy Miguel. Comenzó a preguntar a todas las personas que conocía en Sabana de Torres si sabían dónde podía encontrar un tagüi. Buscó en libros. Organizó un viaje a la Universidad Tecnológica de Tunja, donde se graduó como químico, para averiguar si algún botánico podría darle pistas. Cada nuevo intento conducía a la misma conclusión. Era como si estuviera buscando un fantasma.
Un día su suerte comenzó a cambiar. Mientras dictaba una clase, un periquito se coló en el salón y los niños comenzaron a cuchichear. Uno de ellos dijo que él siempre iba a cazar periquitos como esos al “tagüi”. Miguel interrumpió la clase para interrogar al alumno. ¿Qué dijiste? ¿Conoces el tagüi? ¿Dónde lo encuentro? ¿Me puedes llevar?
Días más tarde, Miguel y varios profesores, incluido el rector, iban rumbo a la vereda donde el niño decía que existía un árbol inmenso. Caminaron casi dos horas, monte adentro, hasta que llegaron al lugar que señaló el alumno. Y ahí estaba frente a sus ojos: un inmenso árbol de casi 60 metros, con unas raíces enormes y un tronco que se abría en dos grandes ramas. Era el tagüi. Miguel tomó muestras de las hojas y los frutos en forma de almendra. Sentía que su búsqueda por fin cobraba sentido.
Días más tarde organizó un viaje a Bogotá. Expertos del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) y del Jardín Botánico le ayudaron a clasificar la especie. Técnicamente, el tagüi tenía el nombre de Caryocar amigaliferum mutis. Se enteró de paso que era un árbol catalogado como vulnerable, extinto en un 75%. La deforestación para abrir nuevas fincas y el apetito por su madera lo pusieron en riesgo de desaparecer. Durante el siglo XIX y primera parte del XX su madera fue usada para elaborar los durmientes de las carrileras de trenes.
“Cuando me dijeron que estaba en vía de extinción se me metió en la cabeza salvarlo”, relata Miguel. El primer obstáculo era que sólo había descubierto un árbol y necesitaba otro para cruzar las semillas.
Decidió comenzar a trabajar junto al profesor de biología. La idea inicial era crear un banco de germoplasma, pero ambos sabían que la tecnología era costosa y estaban lejos de ese sueño. Entonces comenzaron por una biofábrica, un vivero para cultivar plantas medicinales y de importancia nutricional. Uno de los primeros experimentos fue intentar reproducir el tagüi.
—Un estudiante de Lebrija me contó que en su finca tenía muchas semillas de tagüi. Le dije que me trajera una hoja y el niño se apareció en el colegio con un árbol. Hubo una revolución en el colegio. Hasta el cura fue y dio una misa por el primer tagüi que todos veíamos.
Con las 250 semillas que le llevó ese mismo estudiante comenzó un proyecto para hacerlas germinar en la biofábrica. Pero sólo logró que germinaran 24. En todo caso suficientes para enviar una a cada una de las 13 sedes del colegio en la región. Fue tal el entusiasmo y el amor que despertó el árbol entre los niños, que decidió crear un grupo de investigación que bautizó “Los hijos del tagüi”.
Mientras trabajaban en la reproducción del tagüi, una tarea nada fácil por el lento crecimiento del árbol, Miguel y su colega de biología se dieron cuenta de que podían aprovechar la biofábrica y el interés de los niños por el árbol para enseñarles a sembrar plantas que sirvieran para complementar su dieta. Muchos se iban a estudiar sin desayuno y estaban desnutridos. En los últimos años se habían instalado en el pueblo unas 70 familias desplazadas del sur de Bolívar y los niños de esas familias eran alumnos del colegio.
En los meses siguientes les enseñaron a los niños a cultivar huertas. El rendimiento de los estudiantes comenzó a mejorar poco a poco. “Ahora tienen una cultura en la que han entendido que los vegetales también se comen y son nutritivos”, dice Miguel.
La idea para rescatar el tagüi, sumado a la biofábrica, se convirtió en uno de los proyectos sostenibles que la Fundación Natura e Isagen decidieron apoyar como parte del plan de compensación por la construcción de la hidroeléctrica de Sogamoso.
Aunque el sueño de construir un banco de germoplasma, con una tecnología más sofisticada, aún sigue por fuera de su presupuesto, Miguel se siente satisfecho por haber sembrado al menos 30 tagüis que sirvieron para enseñarles a todos sus alumnos el amor por su colegio y la naturaleza.