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Tercera de Manizales

El escritor Alfredo Molano Bravo viajó a la capital de Caldas para retratar el desarrollo de la temporada taurina.

Alfredo Molano Bravo
09 de enero de 2014 - 03:52 a. m.
El torero español Juan del Álamo debutó en la plaza de Manizales el martes pasado con dos orejas.  / La Patria
El torero español Juan del Álamo debutó en la plaza de Manizales el martes pasado con dos orejas. / La Patria

Toldada de niebla y frío estuvo la plaza de toros de Manizales el martes, toda la tarde. Manizales es así, Antonia. Hace frío porque queda cerca de un nevado, y hay niebla porque hay café; las lomas están sembradas de café, hay guadua en las cañadas y en algunos cerros quedan manchas de lo que fue selva. En Manizales hay ferias y corridas de toros desde hace 58 años. Cuando yo tenía tu edad, Antonia, comenzaron las ferias. Había —y hay— reinados de belleza. Hubo una mujer muy bella, Luz Marina Zuluaga, enamorada de un torero. Se llamaba Pepe Cáceres y un toro lo mató de una cornada en el corazón. Hay toreros que mueren así. Para Manizales su feria es una gran fiesta en la que todo el pueblo se divierte y sale a la calle y va a los toros.

El martes torearon dos colombianos y un español unos toros de Mondoñedo, que es la ganadería más antigua de Colombia. Cuando tu bisabuela nació, la vacas de Mondoñedo ya parían toritos que los toreros toreaban en la Plaza de Santamaría, que tú conoces y donde, por ahora, el alcalde Petro los prohibió porque no le gustan los toros, o no los entiende, o quizá porque a su mujer le gustan más los perros. Los prohibió, prohibidos, sin más, como si él fuera el rey del gusto de todos nosotros los que sabemos ver en los toros algo más que lo que ve un turista japonés tapándose los ojos cuando un torero arriesga la vida. Que —es lo que de verdad y no como en la televisión— hacen los toreros, así haya unos que saben torear y otros que no saben tanto. Pero en la plaza y en el miedo, todos son iguales.

Los toreros llegan a la arena llenos de ilusiones. Todos quieren triunfar, salir en hombros de la plaza. Por eso entran a paso firme. Tienen miedo tanto de no ser aplaudidos como de que los mate un toro. Porque, te repito, de la muerte es de lo que se trata una corrida de toros. Como en la vida de todos los días, tenemos a la muerte dándonos vueltas. Se esconde en las calles, en los caminos, en los almacenes, en las iglesias, en las cárceles. Siempre anda por ahí. Los toreros nos la recuerdan y nos la muestran cara a cara, pero, a diferencia de los curas, lo hacen con valor y con belleza.

No a todos los toreros del martes les salieron las cosas bien, aunque todos pasaron sus miedos. Porque, tengo que aclararte, tanto los toros, como los toreros, como los que miramos desde los tendidos, todos, todos, Antonia, tenemos miedo. Tú lo sabes porque has estado conmigo en varias corridas. El miedo en la plaza anda suelto. Es eso lo que permite que haya belleza y verdad en la fiesta. Un programa de vampiros o de guerra en la televisión nos puede producir miedo, pero no son verdad. Y, sin embargo, esas mentiras son las que les gustan a los ingleses y al alcalde Petro.

El primer torero fue un colombiano, Paco Perlaza. Su abuelo fue torero y también su papá y sus tíos. Creció viendo torear. Como todos los toreros —a los que también se les llama matadores o diestros—, ha tenido triunfos y fracasos, sabores de la vida que todos conocemos. Su primer toro se llamó Esparrajero. Los toros tienen nombres propios —también números— porque los ganaderos o los mayorales los quieren como a personas de la familia. Los ven nacer, crecer, enfermarse, saltar, comer, los quieren. El nombre de este es de un cristo que hay en Córdoba, a quien le rezan los campesinos que cultivan espárragos. Fue un toro que tenía alrededor de sus ojos una verdadera máscara de piel negra como si tuviera anteojos, pero el resto de su piel era algo colorada o, mejor, castaña. Pesaba casi media tonelada, es decir, como diez terneros al nacer. Imagínate que pueden correr como un caballo, pero además, llevan cuernos, que a esa velocidad y con ese peso se vuelven dos bayonetas que rasgan lo que tocan. Los toros de lidia tienen un algo que llaman casta, es lo que se dice que tenemos los seres humanos y a lo que llamamos alma. No todas las almas son iguales, tampoco las castas; más aún, no todos tenemos las almas iguales; unos la tienen más blanca, o más roja, o más azul, digamos como los vestidos de los toreros. El de Paco Perlaza era color espuma de mar. Esparrajero tenía casta pero no mucha y los que saben de toros lo ven cuando sale a la arena porque no busca a los toreros, les huye, mira para todos lados. Después, cuando Paco lo citó, es decir, lo invitó a pelear, el toro no sabía qué hacer y cuando lo hacía lo hacía feo, con la cabeza alta. Un toro bueno mira hacia abajo, persigue el capote y la muleta por donde ellas hacen camino sobre la arena: humilla, que no es una humillación. Ningún torero humilla a un toro; por el contrario, sea bueno o malo, siempre lo respeta porque, te lo digo ya aunque no lo comprendas todavía: el toro para los toreros y para los que vamos a verlos en las plazas es un animal sagrado. Y por eso también se les teme. Los buenos toreros toreando al toro logran sacar del animal el alma que llevan y entonces pueden torearlo bien. Le sacan esa sustancia medio divina dándoles confianza, poniéndoles la cadera, la pierna, la mano cerca, donde el toro huele y recobra seguridad. Casi te dijera: ahí, en ese sitio, el animal se siente igual al hombre. Así hizo Paco Perlaza: lo toreó. Lo aplaudimos. Pero no mató bien. La espada se encontró con el hueso y no con un caminito que tienen para llegarles al corazón y llevarlos al otro mundo. Al mismo mundo que tocan los toreros cuando triunfan.

No te cuento nada del segundo toro de Paco Perlaza porque nada pudo hacer con él, salvo una cosa: el toro, llamado Tocayito, que era negro, le huyó al torero pero peleó con fuerza, con ganas, con bravura con el caballo. El picador lo paró con la vara, que como sabes tiene una puya en la punta, y el toro se sostuvo peleando a pesar del dolor que sentía. Porque los toros, como todo animal, siente, el dolor, pero a diferencia del hombre, no lo sufren. Esa es la diferencia real entre los seres humanos y los animales. Un toro no se siente víctima de un torero. Pero un torero si se puede sentir víctima de un toro y quejarse de que, por ejemplo, no se deje torear.

El otro torero colombiano, Andrés de los Ríos, pudo hacer menos que Paco. Hay toreros que a veces les pasa lo que me pasa a mí cuando hablo en público, que me preocupo más de la cara de los que me oyen que de lo que estoy diciendo. A De los Ríos, me parece, le pasó lo mismo: estaba pendiente de lo que la gente dijera o pensara y por eso todo lo hacía regular, desganadamente. Para torear con ganas, el torero debe sentir apetito por ir más allá de lo que el toro le da, y él renunció a dar ese paso, que a veces puede ser un paso al más allá. Pero si el torero no se expone, el toro no sabe lo que tiene que hacer y entonces nada se puede hacer y la faena se vuelve aburridora.

El torero español se llama Juan del Álamo. Es muy joven y no muy alto. Tenía un vestido blanco, lo que suelen hacer los toreros cuando debutan en una plaza, como Juan en Manizales. Toreó a sus dos toros como un ángel. Al primero, llamado Bambuquero, parecía como si hubiera habido un acuerdo entre toro y torero para hacer lo que hicieron. Con la capa —que, recordarás, tiene dos colores y es grande y suena— hizo siete verónicas, que son lances con que el torero trata de saber cómo es el toro, pero además para enseñarle quién lo torea. Con la verónica al pasar el toro, el torero parece enjuagarle la cara al animal. Juan lo hizo bajando las manos y por tanto dejándole sentir al toro su cuerpo, provocándolo para que abra el deseo de llevarse en sus cuernos a quien quiere y no quiere ver. El torito, lance a lance, bajó la cabeza. Después de la pica, lo probó con tres chicuelinas, que son pases para que el torero mire más al toro y para que el público mire al torero. La atención de los tendidos cae sobre el torero y la del torero sobre el toro. Con las chicuelinas el cuerno lo guía el torero hacia la cintura con el capote, para luego hacerle el quite, que es una manera de burlar la muerte y no, nunca, de burlarse del toro. Después, Juan del Álamo toreó con la muleta, muy cerca del toro, a su lado, parecían uno solo porque el torero enrollaba a Bambuquero a su cuerpo por un lado y después por el otro. Tomando la muleta con una mano y después con la otra. Hacerlo con la mano izquierda es más difícil, porque el torero no alarga la muleta con la espada y así el toro pasa rayándole el vestido con el cacho, si el torero es valiente, es decir, demuestra que no le teme morir aunque le tema a la muerte. Con su segundo toro, llamado Hortelano, hizo cosas muy parecidas. La diferencia estuvo en que el torero no dejaba que el toro huyera y por donde quería huir, allí estaba Juan parado, esperándolo. Para un buen torero no hay mal toro. En el primer toro, la presidencia —en las plazas hay presidencias— le dio una oreja; pero como en las plazas hay democracia, el público pidió otra y la presidencia aceptó. Qué gran diferencia con muchos gobiernos y con la alcaldía de Bogotá hoy por hoy.

Por Alfredo Molano Bravo

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