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Última de temporada, de tabaco y oro

El encierro de Rincón cumplió lo que se esperaba.

Lego
25 de febrero de 2010 - 03:30 a. m.

Teníamos miedo. Al largo verano lo amenazaba el domingo pasado un frente frío que venía del Brasil. La penúltima corrida de la temporada de Bogotá, con figuras grandes como El Juli y Ponce, había sido un gran fracaso por el encierro de Alhama. En los toros todo es imponderable, salvo el murmullo de las 3 y 25 minutos, con el sol pleno, los tendidos completos y tres matadores grandes en el patio de cuadrillas deseándose suerte. Entraron los tres de tabaco y oro, con matices como sus propios estilos para tomar el capote. Esta vez no se cumplió el refrán. El encierro de Rincón cumplió lo que se esperaba. Como lo sabe hacer, Ricardo Santana puso un par de banderillas aguantando frente a la cara del toro, y Francisco Javier Amores, subalterno de Manzanares, un valiente y limpio par al quiebro, quizás el más patético y bello de la temporada.

A Pepe Manrique lo quiere Bogotá. Y le aplaude su voluntad, su entrega, y el domingo los buenos y hondos derechazos que dio en redondo. Pero duda con los pies; no logra encontrar esa raya que divide los terrenos. Apuesta y enmienda; ensaya y rectifica. Al primero le colocó el estoque en el Rincón de Ordóñez y a su segundo lo mató de una gran estocada que le valió la oreja.

José Tomás es un castellano serio, honrado y digno. Así torea, parado, inmóvil, vertical y radical. No deja que el toro se lleve un ápice de lo que traiga a la plaza. Preparó una media verónica con tres lances claros y luego en quites reparó la mala pica con delantales a pie junto. La muleta en su mano —fina y débil, por lo demás— toca la música y por eso se la dan.

 Carga con la pierna y en naturales recarga para no poder irse. Algo muy íntimo y sagrado sucede cuando el toro pasa por ahí, y la gente, más que verlo, lo siente. Todo lo hace provocando a la muerte, hasta los adornos. Pinchó en su primero, y el toro muerto, mirándolo, no quería doblar. José Tomás acompañó su agonía con el respeto que se le tiene a un ser que ha sido amado.

Balsero, su segundo, era astifino y pesado. Parecía desentendido y distante. Se caía. Lo llevó al centro con amabilidad y lo toreó con firmeza. Digamos, lo sedujo hasta hacerlo embestir y uno a uno, por lo bajo, vertical e inmóvil una y otra vez, mostró cómo se torea sin desmayo; cómo se templa desde la altura y cómo se lleva al toro por donde la inspiración abre camino. Gran estocada y dos orejas.

Con las faenas de José Tomás y Manzanares, y con el encierro que echó César Rincón, la gente salió feliz. Se borró lo que no se había olvidado y se enganchó el público para la temporada de 2011, en la que se celebrarán los 80 años de la plaza de la Santamaría. Así se conserva el amor por la fiesta brava y, de paso, los parques de la capital. En nueve años, la afición bogotana ha contribuido con $9.400 millones para sostener ese patrimonio ciudadano. Más que el fútbol, dicho sea de paso.

Manzanares torea como en pasado

A Manzanares le correspondieron dos pesados de 490 kilos. Sus verónicas fluidas, suaves, a pie junto, derrotan todo texto. Por eso hay plazas y festejos. Con la muleta torea sin altisonancias. Derechazos en redondo, naturales largos, larguísimos, hasta que ya no pueden más ni toro ni torero ni público sin un olé total. Parado en el centro del torbellino, Manzanares torea como en pasado. O como en un presente continuo, sin tiempo. Casi imposible ver distancias entre su cintura y los cuernos de Danzante, se sabe que las puso, porque el torero vuelve a citar y a ligar. Con la muleta baja en la derecha y la izquierda levantada era como la vela de un molino de viento. Mató a su segundo de un lamentable bajonazo. Al buen toro lo aplaudieron en la vuelta al ruedo ordenada por el presidente.

Por Lego

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