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En el debate de la agenda pública colombiana, tan lleno de emociones, indignaciones y agresividad, se habla mucho de la desigualdad social y económica insoportable que vive y reproduce nuestro país. Cuando asomamos la mirada a la ruralidad, donde dicha desigualdad se torna más dramática, hablamos también de sus otras tragedias: violencia, desplazamiento y, más en general, falta de oportunidades para sus pobladores. Se habla mucho del tema, sí, pero no se actúa tanto. También se investiga con rigor, sin duda, pero por lo general todo se diluye en las palabras, los señalamientos, la búsqueda de culpables, como si en todo esto no mediara la vida de personas que luchan por sobrevivir y por tener algún futuro. Por eso es que, cuando hace ya algún tiempo, me explicaron el proyecto “Utopía”, de la Universidad de La Salle, me llamó tanto la atención.
No se puede ser ingenuos, se nota que ellos no lo son desde el mismo nombre del proyecto, pero hacer una apuesta y arriesgar recursos para generar alternativas a quienes tienen pocas, al menos legales, es la manera correcta de pasar del discurso a la acción. Como un “laboratorio de paz” lo identifican. Y sí, sería ingenuo pensar que solamente con los factores que ataca este proyecto el campo colombiano va a superar su espiral de violencia, pues siempre los negocios criminales, como el narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando, las rentas estatales o la simple usurpación de tierras van a ser rentables y, por lo tanto, tentadores. Es la ausencia de alternativas, empero, lo que realmente termina consolidando esas lógicas criminales. Y es en ese sentido que, sin ingenuidades, sí es verdad que un proyecto como este es un laboratorio para la paz.
Volvamos a aquello de lo que tanto se habla, pero no se logra traducir en hechos tangibles: la educación. Es palpable, y se repite en el discurso a diario, que no existe quizás una mejor herramienta para combatir la desigualdad que un acceso a educación de alta calidad para todos. Y en Colombia bien sabemos que no es para todos. Pero, además, la educación de calidad se concentra en las grandes ciudades, con lo cual cualquier joven del campo con una mínima aspiración de elevar su condición tiene que emigrar a la ciudad con alta probabilidad de no regresar. Lo cual no es, por sí solo, necesariamente negativo, pero cuando uno recorre el país y ve tanto territorio absolutamente inexplotado o lleno de pastizales para una muy improductiva actividad ganadera, la pregunta inmediata es si realmente las oportunidades de esos jóvenes están en las ciudades. Y surge la utopía.
No voy a describir el programa, pues en estas páginas lo encontrarán desarrollado, pero asumir que el progreso rural pasa primero por la educación y que para ello es importante que la universidad vaya al territorio, y no al revés, es ya un cambio de paradigma fundamental. Que esa educación, además, esté enfocada en ingeniería agronómica y, por lo tanto, con foco en el desarrollo del campo colombiano es poner el acento en la transformación productiva de las regiones. Que, asimismo, al final de la educación haya apoyo técnico y financiación para el desarrollo de empresas agropecuarias familiares de alto nivel productivo es convertir en oportunidades reales esa combinación de conocimientos, entre el ancestral familiar y el de punta para los nuevos tiempos. Y que, en general, todo esto se traduzca en oportunidades y alternativas genera por lo menos las condiciones mínimas para poner freno al libre crecimiento de las economías ilegales con la violencia que las acompaña.
Cierto es, después de 10 años, que sigue siendo una utopía. Porque a los territorios tiene que llegar el Estado a cumplir sus funciones, porque la paupérrima infraestructura de comunicaciones y vías posiblemente termine inviabilizando la comercialización de lo que esas microempresas produzcan, porque siempre la economía ilegal o usurpadora tendrá incentivos para romper toda alternativa, en fin, porque las complejidades de nuestra ruralidad tiene años de asentamiento y cientos de condiciones atadas. Y, sin embargo, continuar hablando de los fracasos y los ideales, o lavarse las manos culpando a alguien o ideologizando las realidades, no son opciones. Arremangarse a trabajar para cambiar esas realidades y apostar sin prevenciones a que sea posible hacerlo, es muy diferente.
Eso hace “Utopía”. Se vale soñar, pero para trabajar por esos sueños mientras estemos despiertos. ¡Feliz aniversario!