Pocas cosas son tan influyentes como un café. Ese pretexto de sabor que funciona bien a cualquier hora del día y que todavía nadie ha logrado explicar cómo logra desconectar del afán para devolver a las personas por un momento al presente, a lo simple, a lo que es importante.
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Hay algo en su aroma que detiene el paso, que abre puertas, que convierte lo cotidiano en rito. A veces solo basta una taza de este líquido café claro y otras veces más oscuro para cambiar de rumbo y simplemente quedarse un rato más. A mi amigo Andrés le encanta, ha sido su cómplice —conmigo— durante varios años de sus más grandes aciertos y últimamente de lo que a ambos nos atemoriza anteponiendo la tranquilidad en nuestras decisiones.
No obstante, debo confesar que le fallo siempre que sale ese plan porque no me gusta el café. Tal vez tomé en exceso cuando estudiaba Arquitectura para mantenerme despierta y le “arrebaté” la magia, pero aun sin tomarlo, he aprendido a respetar su poder, porque es un lenguaje propio que no necesita traducción. Aunque no lo beba, ha estado presente toda mi vida: en la conversación con mi familia, en la muerte de mi abuelo y mi mamá, en la pausa necesaria para no explotar y en el último libro que terminé hace unos días sobre relatos cafeteros. Y quizás, en el fondo, eso también sea tomar café.
Cuando el café se lee como un camino por andar
Hace unos días conocí a Carlos Ospina Marulanda, en el Café Banna de Bogotá con el aroma intenso del café especial en el aire. Pareciera que el olor del orgullo nacional me persiguiera y casi que me obligara a saber más cosas de ese grano que siempre es noticia. Ospina es el autor del libro que terminé de leer el domingo pasado: El Andariego.
Ni él ni yo somos expertos en café, -aunque él si lo consume caliente en un pocillo de peltre de donde brota un vapor que deja en evidencia que está hirviendo-, pero decidió aventurarse desde su oficio a escribir esta obra, no con una receta ni con una historia cerrada, sino con una promesa única “sugerir otras obsesiones, como pasar del lamento a la compresión”.
A sus 35 años, este bogotano es un narrador, un observador y un puente entre lo urbano y el campo colombiano, entre el grano y la palabra. “No sé si alguien puede definirse a sí mismo”, dice al inicio de esta entrevista, entre una sonrisa y una pausa reflexiva.
Conociendo al andariego
Su recorrido académico y profesional es un mapa diverso. Estudió Gobierno y Relaciones Internacionales en la Universidad Externado, cursó una maestría en Demografía y Desarrollo en Bélgica, y trabajó en organizaciones internacionales. Sin embargo, fue ese trabajo, un año como consultor, lo que le hizo cuestionar su rumbo. “Fui muy infeliz”, confiesa.
Y aunque esto suene cliché, el encuentro decisivo llegó un día cualquiera, tomando café con su hermano, dueño del café en el que conversamos. Entre idiomas, el auge del turismo en La Candelaria y el boom de los cafés especiales, surgió la idea de crear un tour de café por el centro de Bogotá: una caminata que combinara arquitectura, cultura y buen café, con historias para contar. Esa idea fue la chispa que lo desvió del camino profesional esperado, para lanzarse a explicar el mundo del caficultor desde otras miradas.
Carlos se define por sus gustos, es vegetariano hace más de una década, fanático del café, amante de la salsa brava y lector reciente de Amor y Psique de Apuleyo. Su color favorito es el azul, en honor a Millonarios, su equipo de fútbol. Sobre el café, ríe al recordar las primeras experiencias universitarias, “el típico café que tomaba era un carbón disfrazado de café... uno puede carbonizar cualquier cosa y filtrarla. Así sabe”. Hoy, sin embargo, su relación con el café es profunda y consciente.
El café: producto, símbolo y herida
Para el también amante de los beats del rap, el café en Colombia es una paradoja, un símbolo nacional, pero también una herida abierta por la inequidad rural. “Hay dos tipos de café en Colombia, el café especial, con estándares de calidad muy altos, y el café industrial, que se consume masivamente y que muchas veces no es realmente café de calidad”, explica.
El café especial, que suele exportarse, muchas veces no es valorado ni siquiera por los mismos caficultores, quienes desconocen el potencial de sus propios cultivos. “Hay iniciativas que han cambiado eso, nuevas generaciones que entienden que un microlote de Geisha (café de Etiopía) puede valer mucho más que el café commodity”, dice Carlos.
Pero la conexión entre la producción en las fincas y el consumo en la ciudad es todavía débil. “No es blanco o negro, es un proceso”, subraya, mientras reconoce que los cafés especiales abren caminos, pero que falta mucho para que el café en Colombia sea una experiencia de principio a fin, con reconocimiento real al productor.
Todo este contexto para responder a una pregunta que puede resonar en muchos contextos. ¿El café es orgullo auténtico o una estrategia de mercado? “Ambas cosas. En ocasiones, ese término se utiliza para subir precios sin redistribuir valor, mientras que en otros casos es un reconocimiento genuino al trabajo de los caficultores”, responde. Para él hay empresas que entienden el valor del café especial colombiano y lo llevan al consumo interno, derribando la vieja tradición de que lo mejor se exporta y lo demás queda para el mercado local.
El Andariego, relatos cafeteros
Ospina Marulanda no es emprendedor cafetero, pero sí es escritor. Su más reciente libro, El Andariego, recoge relatos de caficultores, víctimas del conflicto, campesinos olvidados. La literatura, dice, no tiene responsabilidad social directa, “como una pintura o una escultura”, pero sí puede dejar constancia y mostrar realidades que muchas veces se ignoran.
Y aunque en el prólogo de su entrega dice que el libro es “una conversación entre solitarios”, reflexiona y asegura que escribir no es un ejercicio en soledad, sino colectivo, lleno de referencias, lecturas y diálogos. Para construir las 15 voces que protagonizan el libro, realizó más de 200 entrevistas, y con ellas creó relatos que estiran los límites de la no ficción para dar vida a esas historias con un toque narrativo.
Uno de sus grandes retos fue narrar esas realidades sin caer en la condescendencia ni la victimización. “La clave está en respetar la voz, en escuchar con honestidad”, dice. Argumento que abre una discusión interesante en diferentes sectores, sabiendo que en Colombia el café es un símbolo gastronómico y de mercado en conversaciones que deberían defender lo que nos pertenece.
Reconoce que hoy le cuesta releer algunas crónicas del libro porque teme encontrar algo que ahora cambiaría, pero decidió mantener intacta la primera edición (2018) reeditada en 2023 bajo el sello editorial Hammbre de Cultura, con todas las buenas intenciones y la frescura de un autor joven.
Este ejemplar, en palabras de su editor “presenta una visión humanista que trasciende los aspectos comerciales de la producción cafetera. Las narraciones tratan temas como la violencia, la migración y la capacidad de sobreponerse a las adversidades”, vinculando vivencias personales con problemáticas sociales que deberían servirse al calor de una taza de café con azúcar de verdades.
¿Desde dónde escribió Carlos El Andariego? “Desde la observación, absolutamente”, afirma. Su trabajo de campo fue cercano, casi etnográfico, atento a los detalles de la vida cotidiana, cómo hablan, cómo caminan, cómo organizan sus cocinas, qué palabras usan los caficultores.
La solidaridad apareció en el proceso, sobre todo en la etapa inicial del proyecto, cuando notaron que siempre se contaba la historia desde el grano tostado hasta la taza, pero nunca desde quién estaba detrás de ese café. “Deuda no siento que haya. Había más ego que deuda, más ganas de demostrar que podía escribir esto”.
El legado de Alfredo Molano y la crónica social
Carlos reconoce la influencia del gran cronista Alfredo Molano, quien devolvió la voz al campesino colombiano, quien usó la crónica para devolverle la voz al campesino colombiano, en un país obstinado en no escuchar con “aquella política de contar la realidad desde abajo”. Esa forma de narrar lo fascinó y le mostró el camino para contar realidades desconocidas para el escritor citadino que era. Sin embargo, insiste en que El Andariego no tiene una agenda política ni pretende ser un documento de reparación social. “Hay un deseo de contar, y ya”.
Si tuviera que resumir su libro en una frase, diría: “Una voz rara, en los límites de la pobreza, tratando de sobrevivir”. El libro es un desvío, una trocha, que ofrece una lectura diferente de la realidad colombiana, “alejada de discursos únicos y hegemónicos”.
El mejor libro de café del mundo
Lo que empezó como un trabajo de observación terminó en los intereses de uno de los reconocimientos gastronómicos más importantes del mundo, el Gourmand World Cookbook, un evento que premia desde 1995 a los mejores libros de cocina, vino, bebidas y culturas alimentarias.
La categoría Coffee Books 2024, puso a Carlos Ospina Marulanda, a izar la bandera colombiana por encima de las de Asia y Europa, con una entrega que se lee como una conversación íntima, colectiva y empática sobre la vida rural. “Este no es un libro técnico sobre café. Lo mío es otra cosa: la realidad que conocí en más de 100 visitas, en los caminos recorridos y en los relatos oídos”, sostiene.
El jurado, cree, premió la calidad literaria y el cuidado del libro como objeto, el diseño, el papel, detalles como los sacos de café incluidos gráficamente, además de la honestidad narrativa que respeta al caficultor sin revictimizar. Cuenta además, que para escribir sobre Colombia, el territorio sigue siendo clave, y que aunque se podía haber escrito desde la comodidad de una casa en Bogotá, hay que exponer testimonios fuera del discurso rolo-centrista. “Si uno no va a ver las cosas, no es lo mismo”.
El café, la palabra y la memoria
El autor no elige una sola crónica como emblema del libro, porque son muchas las que conforman el mapa cafetero colombiano: mujeres, indígenas, campesinos. Cada relato es una pieza que permite entender esa realidad viviente entre los campos de Colombia. Si pudiera hablar con su yo del pasado, le diría que confiara en su intuición y en su oído.
Para escribir El Andariego, Carlos se puso los audífonos con música instrumental —especialmente beats de boom bap, un subgénero del rap sin letras— que le permitió concentrarse en la cadencia y el ritmo, sin distracciones. Así materializó el café de otra manera, invitando al lector a mirarlo con otros ojos: no solo como una bebida, sino como un símbolo complejo que enlaza identidad, memoria, resistencia y realidades profundas.
El cultivo familiar en Sasaima será ahora el espacio elegido para escribir nuevas letras, sin saber exactamente cuánto durarán las charlas con sus nuevos personajes ni hacia dónde lo llevarán. Lo que sí es seguro es que, al final, algo en nosotros habrá cambiado, como cuando el café ya se ha enfriado, pero la conversación sigue ardiendo.
“...Pero ya se va dando cuenta usted, que se atrevió a poner un pie fuera de la ciudad, de que esto es importante, imponente, soberbio, sencillo y bello a la vez, y piensa, al fin, que vale la pena preservarlo, que vale preservarnos. Siga, siéntese, le recibo esa taza, tómese otro tinto y le echo bien el cuento. ¿Hambre tiene?...”
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧