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Picanterías de Perú: dónde están, historia y cómo nacieron

A lo largo del país, las picanterías resisten como espacios vivos donde la tradición se sirve en platos humeantes y el tiempo se mide a cucharones. En Arequipa, cada adobo, cada vaso de chicha fermentada y cada historia compartida al calor del fogón relatan la importancia de estos espacios y cómo sostienen una herencia que resiste el olvido con sazón, paciencia y orgullo.

Tatiana Gómez Fuentes

12 de septiembre de 2025 - 12:00 p. m.
Adobo, plato tradicional de las picanterías peruanas.
Foto: Andrea Quevedo Vibert
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Lo que más me emociona de salir a hacer reportería en mi oficio es encontrar afinidad cultural dentro del mismo continente. Viajar como periodista gastronómica no es solo ir en busca de sabores, también es una cuestión de contexto: los lugares donde nacen los ingredientes, la comunidad que los mantiene vivos y las historias que los sostienen.

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El periodismo está en la calle, y lo mismo ocurre con la gastronomía, esa que nace en las esquinas, en los mercados, en las ollas, y en aquellos espacios donde se cocina la cotidianidad. Arequipa es un ejemplo contundente de esta verdad. Su cocina no solo es sabrosa; es profundamente técnica, identitaria y resistente al paso del tiempo.

La Ciudad Blanca, como es conocida ante el mundo, abre sus puertas y expone quizá una de sus joyas más sagradas: las picanterías. Instituciones vivas donde los sabores no se negocian y donde los platos tradicionales no son piezas de museo, sino preparaciones vigentes, activas, que siguen mostrando la dinámica diaria de la ciudad. En ellas, el ají no se dulcifica para el gusto de nadie, el rocoto relleno mantiene su carácter, y el chupe de camarones se sirve como dicta la costumbre: sustancioso, con presencia y sin atajos. La cocina arequipeña tiene una arquitectura propia, y es imposible entenderla sin sentarse a la mesa.

En esos espacios donde no hay jerarquías, solo platos compartidos, ingredientes conocidos y una forma de comer que nos une como países hermanos, es donde realmente se entiende lo que nos acerca como región latinoamericana: la continuidad de nuestras costumbres, la fuerza de nuestras mujeres cocineras, y el valor que todavía le damos a lo hecho en casa, con tiempo, oficio y respeto por la tradición.

Lucila: el alma humilde que conquistó Arequipa desde su cocina

Por generaciones, el arte de la cocina ha sido el canal por el cual las mujeres peruanas han transmitido historia, cultura y amor. En Arequipa, una figura destaca entre las grandes matriarcas de la picantería tradicional: Lucila Salas, conocida como “La Lucila”, cuya vida se tejió entre ollas humeantes, cuyes dorados y cántaros de chicha fermentada. Su legado perdura hoy en las mesas arequipeñas, en cada cucharón de adobo, cada rocoto relleno, cada sorbo de anisado.

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Nació en una familia arequipeña tradicional, creció entre conventos, chacras, cocina familiar y quedó huérfana a los 17 años. En aquellos tiempos, las mujeres solían tomar dos caminos, ingresar al convento —si podían costear la dote— o quedarse en el campo, trabajando. Lucila, engreída y muy unida a su madre, no fue enviada al convento, fue la pérdida repentina de sus padres la que cambió el rumbo de su vida.

Fue acogida por su tía Raquel, quien vivía en una chacra con su esposo Domingo Velázquez. Allí comenzó a involucrarse en los quehaceres de la casa, especialmente en la cocina. Su manera de aprender fue práctica, cocinaba para los trabajadores del campo, preparaba meriendas y elaboraba chicha para enviar a la chacra. Fue así como, casi sin quererlo, se inició en el oficio que la definiría para siempre.

Foto: Lucila Salas viuda de Ballón / Picantería La Lucila

Lucila era una mujer sencilla, de modales prudentes y alma generosa. Su cocina olía a humo y a ingredientes frescos del mercado. No usaba conservadores ni refrigeración, compraba a diario y cocinaba en el momento, la limpieza era su regla de oro.

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Entre sus platos más recordados está el cuy chactado, preparado con una precisión que casi era un ritual. “Primero, se cazaban los cuyes; luego se les limpiaba minuciosamente y se aderezaban solo con sal. En una sartén de hierro, los cuyes se doraban bajo el peso de una piedra o plancha para evitar que se encogieran. El aceite debía estar limpio y frío al inicio, luego hervía hasta dorarlos por completo. Cada paso era realizado con calma, paciencia y respeto por el alimento”, cuenta su hija Ruth.

Ella no cocinaba por negocio, sino por amor. Para la peruana, la cocina era una forma de dar. Su hija recuerda que en vida siempre decía: “Hagan que el comer sea un goce hijitas”. Servía con gusto, y al final de cada comida, ofrecía a sus comensales un vaso de chicha y una copita de anisado najar, en señal de gratitud.

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Foto: Ruth Ballón, hija de Lucila Salas trabajando en un libro sobre la picantería de su madre/ Tatiana Gómez Fuentes

Desde su casa en el Morro de Arica, en lo alto de un cerro, su fama fue creciendo. La calidad de su sazón y la calidez de su trato la convirtieron en una figura entrañable. La gente llegaba por recomendación, no había anuncios, ni redes sociales, ni estrategias de marketing, solo el voz a voz bastó para que Lucila se convirtiera en una referencia culinaria de Arequipa.

“Mamá siempre decía que la cocina era un acto de amor, no un trabajo. Ella no buscaba fama ni dinero, sino que sus platos dieran alegría a quienes los probaban. Siempre nos enseñó a respetar los ingredientes, a cocinar con el corazón y la paciencia que cada receta necesita.”

Sobre la famosa técnica del cuy chactado, Ruth Ballón dice que ella sabía que la receta no era solo cuestión de seguir pasos, sino de entender la textura, el calor del aceite y el momento justo. “A veces, nos hacía esperar horas mientras preparaba todo con calma, eso me enseñó que la buena comida lleva tiempo y dedicación”.

Un legado de más de 150 años

Lucila fue un pilar en su familia y en la comunidad. Les enseñó a quienes la rodeaban que mantener viva la tradición era un honor y una responsabilidad y gracias a ella, la picantería no solo es un oficio, sino una forma de preservar la identidad arequipeña, un legado de sabor que hoy habita en las manos de su hija Gladys, quien heredó la sazón de su madre.

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Foto: Gladys Ballón / Picantería La Lucila / Tatiana Gómez Fuentes

La picantería de Lucila no comenzó con ella. Su madre, Andreita, ya cocinaba para sus hermanos en la chacra y enviaba chicha a los trabajadores. Lucila, inicialmente testigo, se convirtió en protagonista tras la muerte de su madre. De la necesidad nació su vocación.

La tradición ha continuado por más de 150 años y es un testimonio de cómo, desde la humildad y el amor por el oficio, “se puede construir algo eterno”. Hoy, su voz ya no resuena en los mercados, pero su esencia permanece en cada plato servido con orgullo, en cada aroma que emana de una cocina bien encendida, y en cada persona que, al sentarse a la mesa, siente que comer puede ser, en efecto, un goce.

Fogones que cuentan historias: la picantería como corazón cultural del Perú

En el corazón de Arequipa, donde la chicha se sirve aún en jarras de barro y el adobo humea desde cocinas centenarias, la picantería resiste como un espacio vivo de tradición, identidad y memoria. “Mucho más que un restaurante, la picantería peruana es un territorio simbólico donde la cocina no solo alimenta el cuerpo, sino también la historia de un pueblo”, así lo asegura Fiorella Arteta Penna, especialista en Patrimonio Cultural Inmaterial del Ministerio de Cultura del Perú, quien ha dedicado parte de su carrera a estudiar y promover estos espacios.

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“El patrimonio inmaterial es esa gran diversidad cultural que se transmite de generación en generación. Y en ese sentido, la lengua es importantísima, la lengua es el territorio”, explica con convicción.

Para Fiorella, la picantería representa un núcleo comunitario donde convergen distintas manifestaciones del patrimonio, la tradición oral, la música, la danza, la literatura y, por supuesto, la cocina. “Es un espacio cultural completo. No solo transmite identidad, también emoción y amor. Las mesas grandes, por ejemplo, promueven el compartir, el conocerse, el intercambio. Eso es algo que se ha ido perdiendo en los restaurantes modernos”.

Foto: Chupe de camarones / Andrea Quevedo Vibert

Pero las picanterías no se tratan solo de Arequipa, desde 2014, cuando la picantería arequipeña fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación, otras regiones del Perú comenzaron a reivindicar también sus propios espacios culinarios tradicionales. En 2015, se sumaron las picanterías de Lambayeque, Piura, La Libertad y Cusco, cada una con sus particularidades según el territorio: “En el norte, donde están más cerca del litoral, se cocina más pescado y chancho. Aquí en el sur, predominan el adobo, el chicharrón, las torrejitas… pero si el turista o el mismo lugareño va más al norte de Arequipa, donde hay pescadores artesanales, ya cambia totalmente”, cuenta Fiorella.

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Gastronomía que define una nación

Hablar de picanterías es hablar de la identidad regional peruana, pero también de cómo el Perú se presenta ante el mundo. “Cuando pensamos en comida tradicional, solemos enfocarnos en los platos, pero ahora estamos tratando de cambiar esa visión y poner la atención en las personas que están detrás: las cocineras, los agricultores, los pescadores artesanales. Todo un sistema culinario con conocimientos transmitidos en contextos muy familiares”, sostiene Arteta Penna.

Frente a otras expresiones culturales que se manifiestan en fechas específicas, la picantería tiene la particularidad de estar abierta todo el año. A diferencia de una danza que se presenta en una fiesta patronal, las picanterías son accesibles todos los días. Eso las hace únicas como espacios culturales vivos.

Una de las imágenes más entrañables de la tradición picantera son las banderas de colores que cuelgan a la entrada de las casas o negocios, indicando que hay pan o chicha para vender. “No solo en picanterías, también en casas familiares era común. Cuando el pan o la chicha estaban listos, se sacaba una bandera. Caminabas por el barrio y sabías dónde podías comprar”. Los colores varían según la región, pero el mensaje es claro: hay algo por compartir.

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Las mujeres del fuego

El papel de la mujer en las picanterías es central, tanto en la cocina como en la transmisión de saberes. “Las picanteras no son solo cocineras. Son guardianas del conocimiento, de técnicas, de la diversidad culinaria de su región, y cada una guarda sus secretos. Hay quienes comparten sus recetas y quienes no, pero no por competencia negativa, sino por respeto a la historia familiar que hay detrás”.

Fiorella resalta el valor emocional y afectivo que tiene la cocina en este contexto. “Es una identidad familiar, además de cultural. Cada plato es una historia y cada sabor, un recuerdo”.

A diferencia de otras regiones, Arequipa ha logrado una organización sólida en torno a sus cocineras tradicionales. La Sociedad Picantera de Arequipa agrupa a más de 30 picanterías tradicionales, todas ellas con estándares específicos para ser reconocidas como tal. “No es algo cerrado, pero sí se cuida mucho que las picanterías mantengan su autenticidad. Eso permite que se articulen con estrategias turísticas y culturales de forma organizada”.

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En barrios como Yanahuara —parte del centro histórico de Arequipa y Patrimonio Mundial de la Humanidad—, las picanterías forman parte de los circuitos turísticos, no obstante, lo que las diferencia de un simple restaurante es su capacidad para narrar. “Las picanteras no solo cocinan, cuentan historias, explican sus fogones, comparten sus vivencias y eso no tiene precio”.

El Encuentro Iberoamericano de Cocinas Tradicionales, cuya tercera edición se realiza en Arequipa por estos días, es uno de los espacios donde se reivindica el valor de estos saberes. Para Fiorella, su importancia radica en que se realiza en ciudades que no son capitales nacionales, como Pasto en Colombia, “esto permite que otras cocinas regionales también brillen y no queden eclipsadas por los centros urbanos”.

Para Fiorella, la comida también es identidad migrante. “Cuando un peruano vive en otro país, el 28 de julio se junta con otros, aunque no los conozca, y lo hace para comer ceviche, pollo a la brasa, chifa. Esa es una forma de reencontrarse con lo que somos, la comida nos reúne”.

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La diversidad peruana no solo proviene de sus regiones, sino también de su historia migratoria japonesa, china y africana. “La comida es lo que somos. En cada cucharada de adobo, en cada sorbo de chicha, en cada mesa compartida, se cuece la historia de un país entero. Las picanterías no son solo espacios para comer. Son templos donde el fuego sigue encendido, narrando sin cesar las historias que no se deben olvidar.

La Dorita: sabores de antaño que resisten en Arequipa

Gracias a las picanterías, las tradiciones hierven en ollas de barro y los recuerdos se condimentan con ají colorado y estas son mucho más que un restaurante, son una receta de refugio de memoria viva. Lili Pauca de Salas, heredera de una larga línea de mujeres cocineras, lleva adelante otra de las picanterías más emblemáticas de la ciudad: La Dorita.

Desde la entrada, el aroma a guisos de antaño inunda la calle y guía a los comensales hasta las mesas. “Mi picantería sabe a tradición. Desde la calle se siente ese olorcito que atrae. Ese es el aroma de la comida tradicional”, afirma Lili, mientras sus manos curtidas por años de cocina continúan preparando los platillos del día.

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Foto: Picantería La Dorita / Chanchito con pastel de papa / Tatiana Gómez Fuentes

La herencia culinaria no se limita a los miembros de la familia. En La Dorita, cada integrante del equipo aprende con rigor la manera de preparar los guisos tradicionales. “A mis hijos les he enseñado mis raíces, aunque tengan otras profesiones, y también formamos a nuestro personal. El día que ellos decidan abrir su propio negocio, van a estar a la altura, así se conserva el legado.”

Este acto de compartir saberes, incluso con quienes no llevan la sangre picantera, es una estrategia poderosa de resistencia. Mientras menos picanterías quedan en la ciudad —de las más de 300 de principios del siglo XX hoy sobreviven unas 30 o 40—, cada nuevo aprendiz representa una semilla que puede hacer florecer nuevamente esta cocina.

En La Dorita, una mesa especial expone diariamente los insumos con los que se cocinará. Es una suerte de altar gastronómico donde se rinde homenaje a la tierra y a sus frutos: maíces, harinas, papas secas, ajíes y granos que forman parte del recetario andino. “Esto también es para que el turista entienda con qué cocinamos, queremos que sepa que usamos productos locales, frescos, de calidad”, relata.

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Un sabor para cada día de la semana

Arequipa mantiene una práctica culinaria singular, cada día de la semana tiene su propio caldo. El lunes es de chaque, el martes de chairo, el miércoles de chochoca, el jueves de menestrón, el viernes se sirve chuño molido, el sábado puchero de rabo, y el domingo, pebre blanco. “Por eso nuestra comida siempre es diferente. El menú rota, es fresco, y se prepara al día, aquí no hay nada de precocidos.”

La Dorita se ha convertido en un espacio formativo para jóvenes cocineros. Muchos institutos gastronómicos invitan a la Sociedad Picantera a ser jurado en festivales internos. Así, las maestras del fogón como Lili, orientan a las nuevas generaciones, marcando la diferencia entre una receta bien hecha y una interpretación sin alma. “Les decimos cómo mejorar, en qué están fallando. Es nuestra forma de enseñarles y asegurarnos que el conocimiento siga vivo”.

Entre los platos más emblemáticos de la picantería está el americano, una receta que surgió de la improvisación. Cuenta Lili que cuando se construía el Puente de Fierro, unos ingenieros extranjeros llegaron a una picantería y ya no quedaba comida servida. La cocinera improvisó un plato con pequeñas porciones de lo que quedaba: locro, estofado, solterito, torrejas. Desde entonces, otros clientes pedían “lo mismo que el americano”. El nombre quedó para siempre. “Hoy lo servimos como un mini buffet, un solo plato con varios guisos”, explica.

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Foto: Americano / Picantería La Dorita / Tatiana Gómez Fuentes

También se destacan el chupe de camarones, el rocoto relleno, el pastel de papa, el lechón al horno, y el cuichajtado —plato que genera cierta controversia por la costumbre de comer cuy, pero que es parte integral de la cultura andina. “Para algunos son mascotas, para nosotros es comida. Son tradiciones que nos enseñaron los abuelos”, aclara.

El postre por excelencia es el queso helado. Su origen se remonta a los tiempos en que no había electricidad en Arequipa. Las monjas del convento de Santa Catalina, viendo que se desperdiciaba leche, idearon un sistema para enfriarla con hielo traído del volcán Chachani. Con leche hervida, canela, clavo de olor y azúcar, lograron un postre que, al ser raspado, parecía queso. De ahí su nombre. Hoy, este dulce se ha convertido en emblema arequipeño.

Y como digestivo, se ofrece un vasito de anís naja, un gesto ritual que cierra la experiencia de la comida picantera.

Una cocina empoderada

El atuendo de las picanteras también tiene un valor simbólico. El sombrero, el mandil tradicional y las botas no solo evocan a las abuelas: también representan el liderazgo de las mujeres en este oficio. “Cuando la gente me ve vestida así, dice: ella es la picantera, ella es la dueña. Es un acto de reconocimiento”, afirma Lili.

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Ella hace parte de la hermandad picantera que decidió organizarse hace una década, con el propósito de derribar viejas rivalidades y construir, en su lugar, una red de apoyo, aprendizaje mutuo y defensa del legado gastronómico arequipeño. “Antes entre las picanteras no nos podíamos ni ver. Era como una competencia constante, pero cuando formamos la sociedad, aprendimos a compartir, a respetar el sabor de cada una y a reconocernos como hermanas en la cocina.”

Foto: Lili Pauca de Salas / Picantería La Dorita / Tatiana Gómez Fuentes

Cada familia tiene su sazón, y cada picantería su sello. Aun así, en las reuniones mensuales, las cocineras intercambian recetas, debaten sobre técnicas y comparten secretos. “Una dice ‘yo hago el almendrado de pato así’, otra cuenta cómo prepara el estofado, siempre se aprende algo nuevo”, cuenta. Pero más allá de las recetas, se fortalece una red humana, una comunidad.

Para estas mujeres, preservar la cocina tradicional va más allá del sabor. Es una causa cultural. “Pedimos a gritos que la picantería sea reconocida como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO”, sostiene con firmeza. “Queremos conservar nuestras recetas, nuestras costumbres, la forma en que cocinamos. La picantería es comida de nuestras abuelas, y no queremos que eso se pierda.”

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Aunque la cocina arequipeña ya está reconocida como patrimonio cultural del Perú, el objetivo es internacionalizar esa protección y darle el lugar que merece en el mapa gastronómico del mundo.

De la chicha a la picantería: una transformación con identidad

En el corazón de esta tradición está la chicha, bebida ancestral que no solo ha resistido el paso del tiempo, sino que ha sido el pilar sobre el cual se construyó un universo culinario conocido hoy como la picantería arequipeña.

Cintia Valdivia, coordinadora adjunta de la Sociedad Picantera de Arequipa, va desde el pasado hacia el futuro con recorrido por la historia y evolución de esta manifestación cultural única.

“La chicha es una bebida milenaria, una técnica ancestral que se aprendió desde la época preincaica y que hasta el día de hoy seguimos replicando”, asegura. Esta bebida no solo sobrevive, sino que conserva sus métodos originales: “usamos las mismas herramientas, las chombas de barro, las tinajas y el fogón a leña”.

Fue durante el siglo XVII, que surgieron en Arequipa las chicherías, tabernas donde la bebida fermentada era el producto principal y la comida, apenas una cortesía. Según Valdivia, “lo que se ofrecía era la chicha, y la comida era un gesto de cortesía para el cliente”. Pero cuando el virrey Toledo intentó prohibir su consumo por su nivel de fermentación, “impuso que estuvieran sujetas a tributos”, lo que obligó a las chicheras a diversificar su oferta.

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“La señora chichera ya no solo vendía chicha, sino que comenzó a acompañarla con platillos pequeños”, narra. Esa transición marcó el inicio de las picanterías, que “en el siglo XIX ya se reconocían como tal”, con una propuesta gastronómica más elaborada y variada.

Una tradición alimentaria que marca el calendario

Arequipa cuenta con más de 600 platos tradicionales, todos “siempre acompañados de su chicha” que lejos de ser solo una bebida, es también un alimento con beneficios probados, “tiene probióticos, vitaminas, minerales, ayuda a la digestión de comidas copiosas hechas con chuños, papas, chalonas”, manifiesta Cintia.

Y fue gracias a la chicha que las picanterías cobraron vida y sustento para quienes decidieron “echarlas a andar”, transformándose más que una práctica gastronómica, en una forma de expresar una cultura viva que se ha transmitido de generación en generación. “Seguimos haciéndolo igual que hace 100, 200 o 300 años”, dice Valdivia con orgullo.

Foto: Chicha / Tomada de IG: Sociedad Picantera de Arequipa

Ella desde su labor, también se suma a Lili y otras picanteras, a la misión de convertirlas en Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, asegurando que “si no hay políticas públicas que nos protejan, estamos en peligro de extinción. Necesitamos motivar a las nuevas generaciones, pero eso toma tiempo”, argumenta.

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La Sociedad Picantera de Arequipa para ella es el vehículo hacia el objetivo común y asegura que contar con portadoras del conocimiento y socios activos, que desde sus profesiones —arquitectos, historiadores, poetas, músicos— es posible lograrlo. Este enfoque interdisciplinario ha permitido formar un equipo que equilibra tradición y estrategia.

“Gracias a esa mezcla de habilidades, logramos convivir incluso en un ambiente competitivo”, reconoce. Entre las estrategias más efectivas está la educación gastronómica en los colegios. Cada agosto, durante el aniversario de Arequipa, los estudiantes de distintos niveles visitan picanterías como parte de su currículo. “Así conocen su identidad desde pequeños”, señala Valdivia. También trabajan con institutos de gastronomía, ofreciendo clases magistrales y buenas condiciones laborales para formar a los futuros portadores del legado.

El regionalismo como motor de orgullo

La identidad arequipeña está marcada por un fuerte sentido regionalista, algo que Valdivia no niega: “Sí, somos regionalistas, pero ese regionalismo es el que nos da identidad. Todos los arequipeños se sienten felices cuando se habla de la picantería” y la frase que resume este sentir es clara: “Sin chicha no hay paraíso y sin chicha no hay picantería.”

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La revalorización de la picantería ha tenido también “un impacto en el turismo. y ha aumentado de manera exponencial”, según cuenta Cintia. Los visitantes —tanto nacionales como extranjeros— llegan interesados en vivir una experiencia cultural auténtica, para ver “en vivo” cómo se mantiene una técnica milenaria.

La picantería no es solo un restaurante, ni la chicha una simple bebida. Juntas, representan un modo de vida, una historia colectiva, una resistencia cultural que hoy se fortalece gracias al trabajo incansable de guardianes como la Sociedad Picantera de Arequipa, una ciudad que no solo ha preservado su herencia, la ha elevado al nivel del arte culinario y el simbolismo del orgullo. Y en ese proceso, la chicha sigue siendo la chispa que enciende el fogón de la tradición picantera.

Foto: Propuesta tradicional de picantería en Arequipa / Andrea Quevedo Vibert

Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧

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Por Tatiana Gómez Fuentes

Comunicadora Social - periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana de Bucaramanga, con maestría en gestión y dirección comercial con énfasis en comunicación, publicidad y ecommerce de la Universidad Complutense de Madrid.@tagy_petustgomez@elespectador.com

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