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El legado culinario de las abuelas y madres: recetas que cruzan generaciones

El Día de la Madre es un recordatorio de cómo los sabores creados por estas mujeres dejan una huella imborrable en la memoria gustativa. Desde sus preparaciones, ellas han comunicado tradiciones, relatos y sentimientos que se mantienen vivos con el paso del tiempo.

Tatiana Gómez Fuentes

09 de mayo de 2025 - 12:00 p. m.
Cocinar recuerdos y servir afecto: el legado gustativo de madres y abuelas.
Foto: Getty Images - PeopleImages
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Según el Atlas Mundial de Cocina y Gastronomía: una geografía gastronómica de Gilles Fumey y Olivier Etcheverria, “la lengua dispone de aproximadamente 500.000 receptores gustativos reunidos en un grupo de 50 a 80 en las yemas del sabor”, lo que significa que cada papila gustativa es capaz de identificar variedad de sabores, sin enfocarse en uno solamente. De este modo, más que enfocarse en lo dulce, salado o amargo, la lengua es el hilo conductor para formar la memoria del gusto, convirtiéndola en un eje que va más alla de lo neurocientífico, explicando también una relación directa con factores sensoriales.

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La memoria gustativa permite al cerebro revivir sabores del pasado, trayendo consigo las experiencias que los acompañaron. Y es que más allá de identificar ingredientes por su textura y olor, lo que hace es traer consigo emociones, vivencias y experiencias sensoriales ligadas a la cocina de infancia, a un viaje, a un momento de felicidad e incluso a una ruptura amorosa.

Su construcción está dada por la repetición y la asociación: “cuanto más veces probamos un sabor en situaciones significativas, más fuerte se graba en la mente porque en ella intervienen procesos neurológicos, como la conexión entre las papilas gustativas y el sistema límbico, es decir las emociones y la memoria”, afirma Mauricio Amaya, médico de la Universidad Javeriana. Así las cosas, la memoria gustativa también está ligada a factores culturales, personales y afectivos que cargan de historia y significado la vida de los comensales.

Madres y abuelas: arquitectas invisibles del recuerdo gustativo

Las abuelas y las madres son las primeras encargadas de nutrir la memoria gustativa. En sus cocinas los aromas cobran protagonismo, y a la par de los bocados, fueron tejiendo recuerdos que se quedaron en la mente de sus familiares sin necesidad de usar una sola palabra. Fueron sus manos las que se encargaron durante milenios de preparar alimentos que hoy por hoy se asocian con un momento familiar, una enfermedad, un postre para salir de la tristeza o una sopa reconfortante después de una fiesta o un pretexto para reunir a todos alrededor de la mesa. Cada receta que se creaba en sus fogones era muestra de un amor que transformó el concepto de alimentar.

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Ellas son las principales maestras del sabor, enseñando en cada plato que los ingredientes que se han saboreado en casa también son herencia, que un bocado puede ser refugio, y que, incluso cuando ya no están, su sazón se mantendrá vigente en el paladar de sus familias para que sus costumbres perduren. Esta memoria gustativa es lo más cercano a los sabores conocidos, instantes donde la lengua es la brújula para que no se apague la llama de lo conocido.

Karim Ganem Maloof, en el texto La vida láctea, que forma parte de su recopilación de crónicas y ensayos culinarios Calor residual, afirmaba que, al pensar en su sitty Suad, su bisabuela, “recordaba el olor ácido de sus manos, como si toda la vida las hubiera tenido sumergidas en leche —maniobrando ese caudal lácteo para hacer labneh (yogur griego), y el labneh para hacer queso—”. Un relato que demuestra cómo el sabor de las primeras cuidadoras se transmite a través de la lengua, el paladar y el olfato, y cómo ese recuerdo no se desvanece con el tiempo, sino que conserva las historias invisibles que solo las cucharas maternales conocen.

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Foto: Getty Images - skynesher

El arte de alimentar con historia: relatos de sabor

Nelly Moreno

La abuela de Nahomi Ruíz ha sido su inspiración en la cocina. Para ella, las arepas ocañeras con queso son el sello inconfundible de una de las portadoras de sabor de su familia. Cuenta que con solo harina, sal y agua, logra hacer magia, dejan como resultado unos círculos suaves que se inflan al contacto con la sartén caliente, “sencillas, pero profundamente reconfortantes”. Afirma que nadie ha logrado igualarlas, y aunque ella ha intentado replicar muchas de sus recetas, siempre hay algo que le queda faltando.

Bastan algunos aromas —el comino, el olor de las hallacas, las tortas de plátano con mucho queso— para que su memoria la lleve de nuevo a esa cocina, donde aprendió que cocinar era una forma de amar. Doña Nelly no sigue recetas estrictas ni complicadas; cocina rápido, con intuición, y sobre todo con afecto. Si Ruiz tuviera que compartir una receta suya, no sabría cuál elegir: las arepas, las hallacas o ese sancocho lleno de ingredientes y memorias, porque en cada plato que hace habita la esencia de quien cocina para cuidar, reunir y quedarse presente en el sabor de cada recuerdo.

Hermelinda Aya Sánchez

La cocina de la mamá de Edwin Bohórquez estaba llena de gestos simples que hoy, en la memoria, tienen el peso de lo eterno. Nadie prepara como ella esos huevos revueltos con maíz peto y finas tiras de cebolla larga, con un guiso salado que parecía hecho solo para él. No dejó recetas escritas; su manera de enseñar era conversada, entre risas, paciencia y una sazón que hablaba por sí sola. El aroma de las arepas hechas desde cero —con maíz molido a mano o con harina venezolana mezclada con agua, leche y sal— lo transporta de inmediato a su infancia.

Recordar cómo su madre moldeaba la masa como una orfebre, con manos firmes y amorosas, le devuelve una escena que guarda con cariño: él, de niño, sobre un banquito, haciendo sus primeras arepitas bajo su guía, aprendiendo mucho más que una receta. Ella también le enseñó a hacer arroz, fríjoles, garbanzos, y sobre todo, a no depender de nadie para alimentarse. “En una casa con cuatro hijos varones, esa enseñanza era también una forma de empoderamiento”, manifiesta.

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Hoy, aunque existen decenas de arepas listas en los supermercados, él quiere enseñarles a sus hijas a hacerlas como su madre: con las manos, con tiempo, y con el amor que convierte lo cotidiano en una herencia viva. No es alta cocina, pero es la tradición más valiosa que puede dejarles: una memoria que no se enfría.

Aura María Mesa de Moreno

El dulce de leche con coco rallado era el plato que la mamá de Mónica Moreno preparaba como una chef experimentada. Encima llevaba una capa firme de merengue, la “espumilla”, como ella la llamaba, hecha con claras de huevo y azúcar batidas hasta que, decía con orgullo que el plato podía voltearse sin que se derramara. Aquel postre no solo era delicioso; era un acto de dedicación. El recuerdo de verla batir sin descanso, con una paciencia infinita, mientras el coco recién partido y rallado llenaba la casa de aroma, sigue tan vivo como el sabor que quedaba al raspar el fondo del molde.

Su madre no solo cocinaba, creaba momentos únicos con cada plato. De ella conserva una de sus recetas más queridas, la de carne de cerdo con papa, leche, cebolla y queso al horno, un plato cálido, lleno de tradición, que hablaba del cariño familiar y de la belleza de lo simple. Entre los olores que la transportan de inmediato a su infancia, está el del sancocho que doña Aura, hacía cada sábado como ritual familiar, acompañado de melao y cuajada, que significaba el sabor del hogar, el fin de semana y la unión.

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Si tuviera que pasar una receta a alguien más, elegiría la turmada: una torta de pan, papa, huevo y queso bañada en changua, porque en esa mezcla estaba el ingenio, el gusto y el amor con que ella cocinaba. Aura, una santandereana madre de ocho hijos y abuela de diecinueve nietos, esposa de Chepe, sabía que la comida no era solo alimento: era un acto sagrado que protegía a la familia, que tejía recuerdos y unía generaciones alrededor de una mesa.

Edilma López

“Mi madre tiene un don especial para transformar ingredientes cotidianos en platos memorables. Siempre recuerdo las arvejas dulces en leche que servía con arroz blanco y cerdo asado”, así empieza Sandra Medina a recorrer su memoria gustativa. La combinación de sabores —lo dulce, lo tostado y lo suave— evoca para ella momentos de familia reunida, risas sencillas y días sin distracciones alrededor de la mesa redonda de su infancia.

Aunque su madre nunca escribió sus recetas y cocinaba “hasta que supiera bueno”, las arepas de los domingos se convirtieron en una tradición profunda, un vínculo con el territorio y con las raíces campesinas del maíz nativo. Los aromas del desayuno dominical —chocolate caliente, huevos pericos, arroz con leche, ajiaco— la transportan de inmediato a esa cocina. Cocinar junto a su madre es poco frecuente, pero suficiente para entender que la comida es un reflejo del estado del alma: con sal de más o de menos, se adivinaban emociones.

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De ella aprendió que cocinar es, más allá de una vocación, una forma de cuidar y amar. Y si tuviera que cargar con una sola en el baúl de sus gastronómicos, sin duda serían las arepas “porque abrazan tristezas y celebran alegrías”.

María Antonia Cortés de Villamarín

Mónica Pulido cierra los ojos cuando le preguntan por las recetas de su abuela y recuerda sin pensarlo dos veces el bagre sudado, el sabor ligado al olor de laurel y tomillo que siempre flotaba en el aire, y el ritual de sentarse todos juntos a la mesa, sin dejar nada en el plato.

Aunque su abuela nunca dejó recetas escritas —ni sus nietos pensaron en anotarlas a tiempo—, esos sabores viven hoy en todos con una nostalgia profunda. La cocina era su forma de acercarse a la familia, y aunque no cocinaban juntas con frecuencia, los momentos compartidos —como desgranar arvejas en las mañanas— fueron suficientes para enseñarle que cocinar también es reunir, cuidar y crear memoria. Recuerda entre risas el arroz con leche de María Antonia, un postre que preparaba con tanto esmero que “no dejaba que nadie se acercara a la olla”. Más que un dulce, ese postre tradicional es un bálsamo para su familia: consuelo en la tristeza, evocación de la infancia, y un recordatorio de que “dentro de todos nosotros aún habita un niño que merece ser cuidado”.

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Aura María Díaz de Mora

Desde niña, los fines de semana de Ana María Lozano eran su momento favorito porque significaban quedarse con la abuela Aura y, con suerte, probar su sopa de plátano, un sabor que hoy guarda como sinónimo de hogar, refugio y amor incondicional. Aunque no sabe cuándo empezó, su abuela escribe cada receta a mano, incluso las que ve en televisión, como si con cada línea construyera un legado.

Su caligrafía es tan única como sus platos, y ella bromea con que solo le falta escribir cuántos kilos de amor y cucharadas de paciencia se necesitan para que sus recetas salgan igual. El aroma de la torta de piña —con caramelo, ciruelas y dulce de fruta— parece habitar siempre su casa, incluso cuando no la está horneando. Cocinar con ella es ver cómo el tiempo transforma los gestos pero no el corazón: aunque sus manos se muevan con más lentitud, no omite ni un paso, porque “la cocina es paciencia que sabe a amor”.

María Deisy Bogotá de Sánchez

“Marujita era una apasionada de la cocina. Amaba los programas culinarios y anotaba cada receta con una caligrafía impecable”, asegura Ana María Cubides. Una de las memorias más vivas que guarda es la tarde en que prepararon juntas kibbes, siguiendo una receta televisiva paso a paso, desde la compra de ingredientes hasta saborear el resultado: “una experiencia sencilla pero profundamente significativa”.

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El aroma del chocolate caliente sigue siendo el lazo más fuerte con su cocina, pues en su familia tomarlo es un ritual sagrado, un símbolo de unión y cariño. Los domingos eran una fiesta de sabor: ella, su abuela, tías y primas cocinaban juntas mientras compartían cuentos y risas; no importaba tanto la receta como el tiempo compartido. El ajiaco, los fríjoles y las lentejas, siempre serán un legado para compartir y recordar a su amada Maruja.

Cada uno de estos relatos expone la cocina dinamizadora que ha expuesto el investigador bogotano Carlos Sánchez en varios de sus discursos, y que para él está presente en las artes, en la música, y en el día a día y asegura que todos aprendemos a hablar de diferentes formas desde ese recinto por sus colores, sus texturas y por los sentidos que se despiertan en un solo bocado. “Soy un amante de los platos caseros y honro a mi madre saboreando con solo cerrar los ojos, el sancocho de carne que dejaba de un día para otro dentro de la nevera para sumergirse en unas mezclas de ingredientes imperdibles, eso para él mí era interactuar con el plato y una oportunidad para recordarla desde los sabores”.

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Las madres y las abuelas han sido pilares silenciosos en la construcción de la memoria gustativa, tejedoras de sabores que se heredan más por el corazón que por la palabra escrita. Con cada preparación, han enseñado que cocinar es también una forma de cuidar, sostener y dejar huella. Sus recetas, muchas veces transmitidas de forma oral o simplemente imitadas con los ojos, son parte esencial de la identidad familiar y cultural.

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Foto: Pexels

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Desayuno para celebrar el día de la madre.
Foto: Pexels

¿Cuál es ese plato que le recuerda a su abuela o mamá? Los leemos en los comentarios.

Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧

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Por Tatiana Gómez Fuentes

Comunicadora Social - periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana de Bucaramanga, con maestría en gestión y dirección comercial con énfasis en comunicación, publicidad y ecommerce de la Universidad Complutense de Madrid.@tagy_petustgomez@elespectador.com

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