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El día del Orgullo LGBTIQ+ es una conmemoración, celebración y espacio para visibilizar la diversidad sexual y de género. Su origen se remonta a los sucesos en el Stonewall Inn de Nueva York, cuando en la madrugada del 28 de junio de 1969, una redada policial desató una protesta que marcó un antes y un después. Esa resistencia dio lugar a la primera manifestación masiva, y a un acto conmemorativo que, con el tiempo, se convirtió en lo que se celebra hoy en todo el mundo. Sin embargo, este año, El Espectador decidió ir más allá y quiso indagar sobre el significado de envejecer siendo una persona LGBTIQ+ en Colombia.
En este fotorreportaje, adultos, algunos de ellos “veteranos” del movimiento LGBTIQ+ en Colombia, se presentan ante la cámara no solo como sujetos de orgullo, sino como narradores del tiempo. Todas las personas han vivido, a su propia manera, décadas de silencio, miedo, resistencia y transformación. Y, mientras algunas atraviesan la experiencia de ser adultos mayores, otras empiezan a preguntarse qué les depara el futuro.
Patricia Luna, una mujer lesbiana e intersexual —personas que nacen con características sexuales (como cromosomas, genitales o anatomía sexual) que no encajan completamente en las definiciones típicas de “masculino” o “femenino”— de 72 años, dice que no tiene ningún remordimiento en su vida, pero que incluso hoy el desconocimiento y los prejuicios son barreras para vivir tranquila. Manuel Velandia a sus 70 años reflexiona sobre lo mucho que se ha avanzado, desde que se fundó el Movimiento de Liberación Homosexual a finales de la década de los 70, pero también cree que muchos jóvenes desconocen la historia y que los derechos que hoy gozan son fruto de más de 40 años de lucha.
Para Juan Daniel Castro, lo mejor que le pudo pasar fue ser adulto mayor, porque le ha traído una mayor libertad y aceptación de sí mismo. Sin embargo, también sabe que puede ser muy complicado tener redes de apoyo; por eso, a sus 65 años, lidera el grupo Diversidad Senior Colombia. Por su parte, Marcela Sánchez y Elizabeth Castillo, ambas de 54 años y con más de dos décadas de trayectoria en el activismo, concuerdan en que todavía hoy es, para muchas mujeres, muy difícil enunciarse como lesbianas; pero que los años les han traído consigo más tranquilidad y el aprender a colocarse en el centro.
Jhonnatan Espinosa, de 51 años, está convencido de que no hay una edad “correcta” para empezar a vivir plenamente la identidad propia, y para él, como hombre trans, poder envejecer es una victoria. Finalmente, Miguel Barriga, a los 46 años, celebra el poder haberse casado y tener una hija, cosas que para él antes eran impensables.
Para las personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas, envejecer no es sólo volverse viejo: es sobrevivir a un sistema que no fue creado para ellas. Se trata de imaginar un futuro en un mundo que alguna vez les dijo que su existencia no era posible. Para las personas mayores, es ocupar un espacio y ser visibles en una sociedad que tiende a invisibilizarlas tanto por su orientación sexual como por su edad. Y, para los adultos de entre 40 y 50 años, significa cuestionarse qué tipo de vejez es posible, especialmente cuando los referentes diversos son escasos.
Y es que hablar del derecho a envejecer a partir de los 40 años no es decir que a esa edad la persona ya es anciana, sino reconocer que, históricamente, la vida de esta población nunca se pensó más allá. En la región, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señala que la expectativa de vida de las personas trans aún no supera los 35 años y, en Colombia, según datos de Caribe Afirmativo, la mayoría de personas LGBTIQ+ asesinadas tienen entre 29 y 59 años; por lo que llegar a la vejez no es una realidad para todos, sino un privilegio.
Patricia lo resume con claridad, “abrimos camino a golpes y con miedo, muchos no llegaron hasta aquí”, haciendo referencia a cómo varios de sus amigos y compañeros tuvieron que quedarse en el exilio, volvieron al “clóset” o fallecieron a raíz del VIH/sida. Mientras que, en palabras de Jhonnatan, “solo hasta ahora, las personas trans nos estamos preguntando cómo y en qué condiciones vamos a envejecer”.
Estos retratos y conversaciones muestran cómo envejecer no es perder la identidad, que ser LGBTIQ+ no es ni una moda ni, mucho menos, una etapa. Y, aunque con frecuencia la narrativa en torno a la diversidad sexual se centra en la juventud, los derechos que hoy esta población goza son gracias a quienes, desde hace más de cuatro décadas, se han parado y dicho abiertamente que merecen poder vivir sin ocultar quiénes son.
Al recordar su pasado, muchos hablan de una infancia y juventud marcadas por el silencio y la soledad, por el pensamiento de pensar que eran “las únicas personas en el mundo así”. Elizabeth buscaba la palabra “homosexual” en los ficheros de la biblioteca sin saber si era siquiera posible que una mujer lo fuera. Marcela leía en su colegio que la homosexualidad era una enfermedad y callaba sus sentimientos. Juan creció con la certeza de que era diferente, pero también con el temor de mostrarlo. Son recuerdos que muestran un tiempo en que vivir abiertamente era un riesgo, y que hoy, en su adultez y vejez, refuerzan el deseo de no volver a esconderse nunca más.
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Por eso, mientras la sociedad aplaude el progreso y la emoción de los jóvenes que salen masivamente a llenar las calles de banderas y colores, también se abraza la sabiduría que solo da el tiempo. Celebrar la adultez y la vejez diversa no es verlas como etapas separadas, sino entenderlas como un camino continuo de valentía y verdad. Como dice Manuel, “yo no le tengo miedo a ser viejo. Me da más miedo quedarme solo y que nadie recuerde quién soy”. Así, envejecer también significa ser visto, reconocido, respetado y acompañado hasta el final.
