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Valery llegó a Medellín con la esperanza de encontrar, por fin, un lugar realmente inclusivo. Venía de Segovia, Antioquia, de donde fue desplazada por el conflicto armado, un pueblo que según recuerda, era marcado por la violencia y el constante enfrentamiento entre grupos al margen de la ley. Imaginaba que una vez estando en Medellín, ciudad a la que tuvo que llegar, tendría más oportunidades no solo para tener mejores proyectos de vida, sino también expresarse libremente desde su identidad de género diversa. Había escuchado sobre las marchas del orgullo, sobre una Medellín diversa, donde se suponía que cada quien podía amar a quien quisiera.
Pero la desilusión llegó tan rápido como ella. Nada se parecía a lo que le habían prometido. Aun así, se rehusaba a aceptarlo. Ya, estando en esta ciudad, empezó a reconocer nuevos miedos y barreras a las que no se había enfrentado antes. Pero en vez de pensar que era una situación que solo la atravesaba a ella, comenzó a intuir que otras personas con experiencia de vida trans en esa ciudad podrían estar pasando exactamente por lo mismo. Fue esa intuición la que la llevó a buscar soluciones.
Su búsqueda siempre estuvo guiada por una idea: crear espacios más seguros, no solo para las personas trans que vivían en Medellín, sino para las generaciones que venían detrás, para que tuvieran herramientas y compañía en sus propios tránsitos. Así fue como empezó a convertirse en una figura materna para varias hijas trans, que encontraron en ella alguien que recordaba, una y otra vez, que tenían derechos y podían exigirlos.
El Espectador habló con Valery Sofía Arango Cadavid, directora del colectivo “Lo Mereces Trans”, en el evento “Enterezas construyendo Justicia” de Caribe Afirmativo, un congreso nacional de intercambio de experiencias que reunió a lideresas LBT (es decir, lesbianas, bisexuales y trans) de todo el país para compartir sus vivencias como mujeres.
¿Cuándo empezó a trabajar en el activismo para ayudar a la población LGBTIQ+?
Decido hablar y empezar a conectar con las organizaciones sociales y liderazgos hace más de 13 años. Soy trabajadora sexual desde más o menos ese tiempo y veía que, al ser una persona trans y haber elegido el trabajo sexual como un trabajo, se me había deshumanizado. Era como si se hubiera arrancado la humanidad de esta cuerpa y yo ya no tuviera acceso a ningún tipo de derecho por el trabajo y por la expresión de identidad que tenía.
Entonces, desde ahí empieza, y es como esa acción política de rehusarme a que me arrebataran esa humanidad. Era decir: “Ey, pero vení, es que mi corazón bombea, yo también lloro, yo también tengo emociones. ¿En qué momento me convertí en un aparato o en alguien extraño para la sociedad?”
Había dejado de tener unas garantías básicas como el acceso a la justicia, a la educación, a la salud y a la vivienda. Entonces empiezo a buscar aliadas porque, pues, a las personas de la calle, a las personas que ejercemos el trabajo sexual, nunca nos hablan o no se nos permitió acceder a la educación donde pudiéramos aprender todas estas cosas. Me encuentro con muchas compañeras y muchísimas amigas que, en el trayecto, también se sienten identificadas con mi lucha, con lo que yo sentía, con ese sentir que yo tenía. Y se volvió un sentir muy colectivo, y empezamos a buscar soluciones.
¿Cómo fue ese inicio en el que decidió buscar soluciones?
Yo empiezo a buscar personas aliadas que, de manera voluntaria, me compartían decretos, leyes y herramientas para poder defenderme ante un gobierno o un Estado que, pues, me había abandonado completamente.
Entonces, lo que hacía con esa información era traducirla al lenguaje popular, al lenguaje que una travesti pudiera comprender. Porque el sistema se ha llenado de tecnicismos para nombrar las cosas. Por ejemplo, me entregaban un texto y ese texto tenía un mundo de palabras que yo no conocía, y esas palabras que no conocía las buscaba. Lo que hacía era entender ese conocimiento y llevarlo a los territorios.
¿Cómo lo llevaba? Por medio de ollas comunitarias. A la población trans siempre se nos ha negado la comida, siempre se nos ha negado el techo, siempre nos han excluido a los suburbios, a los lugares más precarios de las ciudades, a los lugares más peligrosos, por pensar que no somos parte de la sociedad. En esto, pues, hay una carencia y unas necesidades, y el hambre es una de ellas.
Entonces, lo que yo hacía era como “eh, tú tienes 2.000, tú tienes 3.000, tú tienes 5.000, ¿ves? Reunamos todo, yo les hago el almuerzo”. Y en ese almuerzo empezaban a salir esos pesares, esas cosas, y en ese mismo almuerzo yo daba esa información. Información que, en ese momento, era súper valiosa.
¿En qué momento dijo “esto lo tengo que entender” y asumió ese liderazgo?
A pesar de que a mis compañeras les interesaba aprender sobre el tema, también tenían una preocupación mayor: pagar el hotel y tener con qué comer. Por eso no tenían el tiempo suficiente para sentarse a leer un decreto o una ley que las protegiera.
Pero para mí sí era muy importante, porque yo decía: “Yo no quiero vivir en un Estado que me ve vulnerable cuando soy una mujer tan fuerte. No quiero vivir en un Estado donde tengo tanto para dar y que me niega la oportunidad. Me rehúso a que cualquier persona se pueda sentir superior a mí”. Entonces, obviamente sí había esa necesidad, y con el tiempo empecé con la garantía de derechos humanos.
Usted también hace incidencia en temas como el VIH, ¿qué la llevó a involucrarse en la defensa de los derechos de las personas que viven con VIH?
Empecé a coger temas como el VIH, y es porque el VIH llega a mi vida. Yo soy una mujer que vive con VIH, y llega por medio de una violación. En un consumo de alcohol, esta persona abusa de mí y yo salgo positiva.
En el sistema de salud hubo un gran bache. Lo primero que me dijeron fue: “saliste positiva”, pero no me dieron un acompañamiento psicosocial, no me dijeron “mira, esto va a pasar”, no me dijeron “no te vas a morir”. Para mí, pues, la información que teníamos en la calle era VIH igual a muerte. Muerte total. Y para mí fue muy difícil.
Pero en el camino empecé a leer y empecé a encontrar personas que me dijeron: “Venga, esto tiene tratamiento, tienes que tomar medicamentos antirretrovirales”. “¿Pero es que eso no te lo dijeron en la EPS?”. A mí no me lo dijeron. Y ahí empecé a empatizar y a imaginar cuántas mujeres trans habían pasado por lo que yo había pasado.
O sea, cuántas veces el sistema les había dicho “tenga su prueba, salió positiva, y chao”. Como si no fueran personas merecedoras de información. Entonces empiezan esas necesidades y empiezo yo a hablar de esa conversación incómoda, porque tú hablas de la palabra VIH y todo el mundo se alarma, se congestiona, les genera una sugestión personal, porque parece que estuviéramos hablando de algo muy fuera de lo común.
Fue así como empezamos a contar nuestras historias. De ahí salían cosas como: “Yo sí lo tengo, pero no tengo cómo acceder al sistema de salud”; o “yo sí lo tengo, pero solo me dieron la prueba y no tengo cómo tomarme los medicamentos”; o “tengo los medicamentos, pero no tengo alimento para tomármelos hoy”. Y entonces empieza a crecer esta familia, como un “yo necesito más de las amigas, yo sola no puedo”.
Así fue que conocí a médicos, aliadas, organizaciones que trabajan con VIH. Por ahí empezaba a enrutar a personas que necesitaban ayuda. Entonces lo que yo he hecho, con toda esta información que he tenido, es poderla compartir con mis pares y también accionar en la ciudad. Y es como: no vamos a eliminar el estigma si no le damos esta información a la sociedad.
¿Cómo ha influido el trabajo sexual en su camino de activismo?
Yo no satanizo el ejercicio del trabajo sexual porque entiendo que hay personas que vivimos de él y que amamos ofrecer estos servicios sexuales por dinero. Y es importante dejarle claro a la sociedad que esto no es un ejercicio de “vender el cuerpo”. Yo estoy prestando unos servicios y, a cambio de ellos, estoy recibiendo una retribución económica.
Como cualquier trabajo, vos entregas tus saberes, tu inteligencia, tu capacidad, y por esa capacidad es que te están pagando. Lo único que nos diferencia es que nosotras, como trabajadoras sexuales, no tenemos garantías, como lo tiene un trabajo formal.
Entonces, yo me rehusaba a eso. Era como decir: listo, yo no satanizo el ejercicio del trabajo sexual, pero el día que yo no lo quiera hacer ¿Qué va a pasar conmigo? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a cotizar una pensión? Y eso me generaba gran preocupación.
Y empecé a entender que teníamos que ampliar esa plataforma, mostrar que no solo somos putas y peluqueras, sino que también podemos hacer otras cosas. Que, si bien el ejercicio del trabajo sexual es una opción y quien se quiera quedar allí está bien, también quien no se quiera quedar en el ejercicio pueda tener otras oportunidades. Y empiezo a pelear por la garantía del derecho a la educación, que me parece bastante importante.
Es como: no importa si yo soy puta o soy lo que tú quieras, pero yo tengo derecho a la educación, entonces dámela. Y estuve trabajando mucho tiempo en Medellín, en conjunto con muchas personas, y se logró la matrícula cero para personas trans en la ciudad.
En algún momento mencionó su trabajo con adultas mayores. ¿Nos puede contar más al respecto?
Para mí, las adultas mayores trans —o las personas trans que llegan a la adultez — son dignas de reparación. Porque el Estado ha tenido una violencia sistemática hacia sus cuerpos. Y si para mí, que soy una mujer joven, de 31 años, ha sido difícil caminar en este espacio, yo no me quiero imaginar lo que fue para nuestras madres travas y nuestros padres travas, que sobrevivieron a esa violencia machista, hegemónica, patriarcal y conservadora, que decía que si había un hombre vestido de mujer lo tenían que desaparecer y matar. Imagínate toda esa violencia sistemática.
Entonces, lo que he hecho es buscar cómo se puede incluir a las personas trans adultas mayores como personas sujetas de reparación. Porque sí han vivido violencias: una violencia paraca, una violencia guerrillera, que las ha matado, que las ha violentado. Y quienes subsistieron merecen ser sujetas de reparación y sujetas a las cuales se les pida perdón. Y es en lo que, en este momento, sigo trabajando.
¿Qué significa ”madres travas”?
La palabra travesti ha sido una palabra que, a través de los años, la han utilizado para insultarnos y humillarnos. Antes la palabra travesti era para describir a un hombre vestido de mujer o una mujer vestida de hombre. Entonces, el concepto de madre trava lo quisimos dignificar como una postura política, de decir: “Sí, soy una travesti”.
¿Cómo empezó su trabajo con personas trans privadas de la libertad y qué ha encontrado en ese camino?
Para mí todo tiene un nacimiento. Ha sido muy difícil ver cómo personas que trabajan conmigo entran a una cárcel y se ven expuestas a un mundo de violencias de las que nadie habla. Son poblaciones que nadie menciona, que parecen tiradas al olvido.
Esas alarmas también me las ha dado la edad. A los 20 yo no me cuestionaba sobre personas trans privadas de la libertad porque no me había atravesado, no conocía a nadie que estuviera pagando un canazo. Pero si me lo preguntan ahora, sí: tengo varias hijas privadas de la libertad. Y adentro hay una mafia grandísima. Ellas han prestado servicios sexuales por cinco minutos de teléfono para llamarme y decirme: “Madre, vea, esto pasa aquí”. Y eso me aterriza a una realidad muy dura. Imagínate el contexto de una mujer trans en una cárcel masculina.
Un pabellón de máxima seguridad, rodeada de matones, donde son explotadas sexualmente y laboralmente. Pero nadie lo menciona. ¿Por qué? Porque no somos una población que le importe al sistema político, que se mueve por estadísticas y votantes. Como la población privada de la libertad no vota, no es un número que ellos consideren.
Así nació mi necesidad. Yo decía: si afuera ya es violento e invivible para nosotras, imagínate para una persona adentro. Ahí empecé a ver los baches. Entonces busco ayudas para las personas que están allí. He logrado entrar a las cárceles para hablar de esas realidades. Y hago enlaces con el INPEC, con el Ministerio de Justicia, con Seguridad y con todos los ministerios que tengan la obligación de ver por esas personas. Porque, aunque hayan cometido delitos, siguen siendo seres humanos que necesitan garantías.
¿En este momento existe un panorama que le de esperanza?
Me da mucha esperanza poder tener ese sueño utópico de un país mucho más inclusivo para las personas trans. Que tengamos acceso a oportunidades. Sé que no son muchos los avances ni han sido agigantados en estos años, pero para mí cada medio milímetro que avanzo, sí es un avance.
Es muy esperanzador ver que vienen nuevas generaciones que la están teniendo muchísimo más fácil, que están pudiendo tener acceso a la educación, que están pudiendo acceder a la salud de una manera más tranquila. Ver cómo ha crecido la preocupación de las familias en acompañar tránsitos también, porque es pensar en esas infancias y adolescencias que vienen en camino y que ya se identifican como personas disidentes del género. Me genera muchísima esperanza ver que, de pronto en unos años —no sé si me toque o no me toque— podamos vivir en un mundo más tranquilo y más en paz para las personas disidentes.
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