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La historia de los seres humanos está marcada por la capacidad de cuidarse entre sí. Fueron esos gestos, los de proteger y acompañar, los que permitieron la supervivencia. La evidencia arqueológica lo demuestra, pues da cuenta de los primeros grupos cuidadores que surgieron hace más de 53.000 años. Un ejemplo es “Benjamina”, una homínida antecesora de los Homo sapiens, que nació con una lesión craneal y, aun así, vivió más de una década. Los estudios coinciden en que solo pudo hacerlo porque alguien la cuidó. Otro caso, el de “Miguelón”, revela a un individuo que sufrió infecciones severas en la mandíbula que le impedían masticar, pero investigadores descubrieron que fue asistido para que pudiera alimentarse y recuperarse.
Con el tiempo, esa práctica fue interpretada como una “vocación” y, más adelante, se profesionalizó con labores como la enfermería, la partería o el trabajo social. Sin embargo, pese a su importancia, durante siglos fue una tarea invisible. De hecho, hasta hace menos de tres meses se reconoció como un derecho humano.
Un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), emitido el 7 de agosto de 2025, reconoció que todas las personas deben tener garantías para cuidar, ser cuidadas y a autocuidarse. Y postuló que, si bien es una acción ampliamente conocida por propiciar el crecimiento y bienestar de los seres humanos, no estaba siendo considerada como un aporte social o económico.
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Y aunque las labores de cuidado están inscritas en la evolución misma de la humanidad, históricamente han recaído principalmente en las mujeres. Los estereotipos de género y los patrones culturales asociados a la maternidad les impusieron la idea de que “saben cuidar mejor”, lo que derivó en una carga desproporcionada. Solo en Colombia, las mujeres dedican el doble de tiempo que los hombres a estas tareas, según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo del DANE.
Esa desigualdad fue una de las razones por las que la Corte IDH reconoció que asumir el trabajo de cuidados de forma injusta y desequilibrada constituye un obstáculo para el acceso al empleo, la seguridad social, la educación en condiciones de igualdad, así como para desarrollar proyectos de vida autónomos. Situaciones que se agravan cuando se trata de mujeres empobrecidas, racializadas, migrantes, con discapacidad o de orígenes étnicos diversos.
Para profundizar en este tema, El Espectador conversó con Jenny Gallego, responsable de programa influyente de Oxfam Colombia, quien explicó que los movimientos feministas comenzaron a cuestionar cómo, en una sociedad civil, debía reconocerse y contabilizarse el tiempo que las mujeres dedican al cuidado. Señaló que, además de su carga laboral, muchas enfrentan una doble o incluso triple jornada, pues al salir del trabajo deben continuar en casa con tareas de cuidado que no se limitan a los hijos e hijas, sino que también incluyen a personas mayores o dependientes. “Esto nunca fue visto como un trabajo o actividad adicional, sino que era una actividad que se consideraba absolutamente ‘natural’”, añade.
Fue justamente ese conteo de las horas dedicadas al cuidado, impulsado por las organizaciones sociales de mujeres, lo que, según ella, permitió generar evidencias y argumentos para poner el tema sobre la mesa y demostrar su relevancia.
A partir de que el cuidado fue declarado un derecho humano autónomo por parte de la Corte IDH, se abrió también una nueva posibilidad para que cada país utilice este precedente y establezca obligaciones y compromisos legales. Por primera vez, los movimientos pueden exigir a los gobiernos que reconozcan el cuidado como una necesidad básica, de la cual depende tanto la vida humana como el funcionamiento mismo de las sociedades.
Por eso, en el contexto colombiano, el reconocimiento de este derecho empieza a abrir nuevos caminos. De acuerdo con Gallego, “esto permite empezar a hablar en términos financieros, por ejemplo, sobre como se espera que se haga el pago frente a los cuidados. Contabilizar económicamente el aporte que hacen las mujeres, especialmente a la economía del país. Discutir sobre la distribución de estas tareas y sobre cómo los gobiernos pueden legislar o crear acciones que permitan a las mujeres redistribuir el trabajo de cuidado”.
Una investigación realizada por Dejusticia en julio de 2025, evidencia que independiente del pronunciamiento emitido por la Corte IDH, en Colombia desde la década noventa se han promulgado diversas iniciativas legislativas en torno al cuidado. Entre ellas, la inclusión de la economía del cuidado en el sistema de cuentas nacionales, las medidas que promueven la autonomía de las personas con discapacidad y de quienes las cuidan o asisten, y la creación del Sistema Nacional de Cuidado desde el Ministerio de Igualdad y Equidad. Además, la Corte Constitucional ha reconocido el cuidado como derecho fundamental en más de veinte sentencias emitidas durante los últimos dos años.
Aun cuando este panorama parece alentador, el estudio también advierte que “su alcance y contornos jurídicos aún no han sido plenamente delimitados. Tampoco existe una norma que regule y desarrolle su contenido”. De acuerdo con el análisis, aún es necesario fortalecer la arquitectura legal que garantice la realización efectiva del derecho al cuidado en Colombia.
Una reflexión que tiene fundamento en las cifras que aún, pese a las implementaciones políticas, evidencian una carga de labores de cuidado desequilibrada por razones de género. A finales de 2024 la Defensoría del Pueblo registraba 3.3 millones de personas que se dedican al cuidado no remunerado en el país, de las cuales el 70 % eran mujeres.
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¿Cómo empezar a hablar de “cuidados” desde otros sectores?
Para la experta, es necesario comprender el cuidado como un ejercicio colectivo y comunitario. “Debe ser un trabajo compartido, parte de lo que somos como sociedad y como país. Tenemos que empezar a entender que el cuidado debe distribuirse entre las personas que formamos parte de la familia, la comunidad y el entorno, y generar redes que permitan esa redistribución real. Creo que ahí está la posibilidad de avanzar en este tema”.
En el informe “Hacia políticas y sistemas integrales de cuidados”, publicado por ONU Mujeres y otras organizaciones sociales, se plantea que “el debate entre la familiarización e institucionalización de los cuidados debe transitar hacia su socialización… promover un cambio cultural que redistribuya el trabajo de cuidados entre hombres y mujeres, así como entre los distintos sectores corresponsables: Estado, mercado, hogares y comunidad”.
Es decir, que si el cuidado se deja solo en el ámbito familiar o privado, se genera la crisis del cuidado, y la desigualdad de género se mantiene. El camino que allí señalan para “socializar el cuidado” es asumirlo como una responsabilidad colectiva, que interpele no sólo a la familia, sino también al estado, los sectores económicos y sociales.
En línea con esta idea, Gallego dice que se está gestando un ejercicio interesante, en el que los cuidados se discuten en términos de economía, deuda, tributación y justicia económica. “Es imposible pensar en una sociedad sostenible si no se incluye el tema del cuidado dentro de esa ecuación. Por eso se habla de justicia económica feminista, que implica pensar en presupuestos específicos para políticas de cuidado y, sobre todo, en voluntad fiscal. “Invertir en cuidados no es un gasto —afirma—, es una inversión en bienestar, equidad e igualdad, necesaria para avanzar hacia una redistribución real”.
Y pese a toda esta trazabilidad, la experta considera que aún falta un gran esfuerzo de sensibilización para que los hombres se sumen a esta conversación. Si bien reconoce que cada vez son más conscientes, advierte que “lamentablemente, en el sur global las mujeres dedican más del doble de tiempo que los hombres a las labores de cuidado. Existe una brecha clara en términos de género y en la distribución de estas tareas”.
Por su parte, Gallego también reconoce que este es un campo que apenas empieza a abrirse para incluir a otros grupos sociales. Si bien se ha avanzado en contabilizar el tiempo que las mujeres destinan al cuidado, aún existe poca información, por ejemplo, sobre la población con orientaciones sexuales e identidades de género diversas. Según el Center for Health Care Strategies, las personas LGBTQ+ tienen 3,5 veces más probabilidades que sus pares heterosexuales de cuidar a amigos o familiares elegidos.
Además, la fuente consultada explica que hoy en día la población diversa también está asumiendo el tema de los cuidados. “Por ejemplo, las mujeres trans enfrentan procesos de cuidado ligados a su identidad y a sus propias experiencias de vida, pero aún hay mucho por investigar sobre esa redistribución y sobre cómo se expresan esas formas de cuidado”, señala Gallego.
Estas reflexiones harán parte de un encuentro entre organizaciones sociales, feministas y académicas que se reunirán en Cali para debatir cómo los sistemas de cuidado pueden convertirse en una herramienta concreta para cerrar brechas de desigualdad. Las conclusiones de este espacio serán llevadas a la Cumbre América Latina, el Caribe y la Unión Europea (CELAC–UE), que se celebrará entre el 9 y el 10 de noviembre en Santa Marta, donde se discutirá cómo reconocer, redistribuir y financiar se convierten en estrategias para reducir las desigualdades socioeconómicas en la región.
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