El año pasado, en Bogotá, 2.868 mujeres fueron valoradas por el Instituto Nacional de Medicina Legal en riesgo de feminicidio. De ese total, 1.378 siguen hoy en condición de riesgo extremo. A esto se suma un estudio reciente de la Universidad Nacional, que advierte que los casos de feminicidio tardan, en promedio, entre cinco o seis años, después de haber ocurrido, en ser tipificados y reconocidos como tal. Estas cifras revelan un panorama preocupante: la respuesta del Estado frente a las violencias basadas en género es lenta, mientras que los casos no dejan de aumentar.
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La investigación “¡No es un crimen pasional, es un feminicidio!”, de la historiadora Carolina López Durán, magíster en Estudios de Género de la Universidad Nacional, analizó tres casos emblemáticos en Bogotá ocurridos entre 2012 y 2020. Dos de ellos tuvieron alta visibilidad mediática; el tercero, recoge el testimonio de una sobreviviente de tentativa de feminicidio. Su investigación apunta a una falla estructural del sistema de justicia, en el que jueces, fiscales, policías y personal psicosocial operan sin una perspectiva de género clara ni con protocolos eficaces de atención.
“A veces no es el crimen lo que más duele, sino que el Estado actúe como si no hubiera pasado nada”, dice la investigadora, en entrevista con El Espectador. Esta afirmación de López Durán revela una verdad incómoda: en Colombia, la justicia para las víctimas de feminicidio no solo es tardía, sino que muchas veces nunca llega. “El desconocimiento sobre las violencias de género, sumado a la falta de formación de los operadores judiciales, lleva a que los procesos se vuelvan revictimizantes”, advierte.
La Ley 1761 de 2015, mejor conocida como la Ley Rosa Elvira Cely, tipificó el feminicidio como delito autónomo, diferente al homicidio, y que se entiende como el asesinato de una mujer por su condición de mujer o por motivos asociados a su identidad de género. No obstante, su aplicación sigue enfrentando dificultades. “El tipo penal es difícil, probatoriamente complejo, porque implica explicar vulnerabilidades que aún no son plenamente entendidas por fiscales y jueces”, explica la historiadora feminista. Por ello, muchos casos continúan siendo tipificados como homicidios agravados.
A través de los casos de Rosa Elvira Cely, Ana María Castro y Kelly Méndez – —sobreviviente a un intento de feminicidio—, la historiadora señala que el sistema judicial colombiano, por su carácter garantista, exige pruebas excesivas para clasificar un crimen como feminicidio. Esta exigencia retrasa el proceso y puede tomar años para que el delito sea tipificado correctamente. También denuncia que muchas audiencias se aplazan reiteradamente. En el caso de Ana María Castro, por ejemplo, su madre, Nidia Romero, relató que se aplazaron en cuatro ocasiones por cambios de fiscal y demoras en los nombramientos. A esto se suma la escasa atención psicológica ofrecida por las EPS a las familias afectadas.
La investigadora también cuestiona los prejuicios en la interpretación de los casos. “En el imaginario social persiste la idea de que solo morimos a manos de nuestras parejas, lo que erróneamente se llama ‘crimen pasional’, y esto limita el acceso a la justicia. Por ejemplo, en el caso de Ana María, el juez dijo que no era feminicidio porque no eran novios”, afirma la experta. De esta manera, la revictimización se manifiesta en la dilación de los procesos, la indiferencia institucional y la carga emocional y económica que deben asumir las familias para sostener los casos.
La falta de enfoque de género también se evidencia desde el levantamiento de la escena del crimen. “Los primeros respondientes, que son la policía, no identifican señales clave. Las pruebas no se interpretan dentro del contexto ni con perspectiva de violencia de género, lo que lleva a errores judiciales y obliga a las familias a contratar peritos y abogados por su cuenta”, explica la historiadora. Por ejemplo, el caso de Kelly Méndez evidencia los vacíos del sistema. El agresor fue privado de la libertad gracias a la presión ejercida por la propia víctima, pero fue liberado poco tiempo después. A diez años de los hechos, el crimen continúa registrado como tentativa de homicidio agravado y no de feminicidio.
“La justicia no es justa cuando obliga a una familia a esperar nueve años para una sentencia. No es justa cuando cambia cinco veces de fiscal y cada uno empieza desde cero. No es justa cuando el agresor ya huyó para cuando llega la condena”, denuncia López Duran. Actualmente, ella lidera una fundación que acompaña a familias víctimas de feminicidio, ofreciendo apoyo legal y ayudando a visibilizar sus casos. Desde esa experiencia, ha evidenciado fallas graves: muchas veces se rompe la cadena de custodia, los cuerpos no se examinan adecuadamente y los testimonios se recogen de forma incorrecta. Por ello, hace un llamado a la formación de las autoridades vinculadas a estos crímenes.
En 2019, Colombia ocupó el quinto lugar en América Latina en feminicidios, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). El año pasado, las cifras de la Defensoría del Pueblo y de organizaciones independientes como el Observatorio de Feminicidios Colombia registraron más de 800 casos. La situación no solo refleja una falla en la prevención, sino también una omisión en la atención y reparación a las víctimas, reflexiona la investigación de la Universidad Nacional.
Ante este panorama, López Durán hace un llamado urgente a fortalecer la prevención desde los colegios: enseñar a niños, niñas y jóvenes a rechazar la violencia como respuesta a los conflictos, y brindar herramientas a niñas y mujeres para identificar contextos de violencias basadas en género. Además, resalta que aún está en deuda la implementación de la cátedra de género, que fue formulada en la Ley de Feminicidio, para generar una mayor sensibilización social y erradicar esta forma de violencia machista estructural. “La violencia contra las mujeres no puede seguir tratándose como un asunto privado. Es público, nos compete a todos y todas, y requiere acción inmediata”, concluye.