
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
¿Por qué las filas del baño de mujeres son siempre más largas? ¿Por qué las calles rinden homenaje, casi exclusivamente, a próceres y figuras masculinas? A simple vista, estas preguntas pueden parecer detalles sin mayor relevancia. Sin embargo, cada una de ellas revela una verdad que ya está empezando a ser estudiada por algunas áreas del conocimiento: el espacio también puede discriminar.
Lea también: “Colombia necesita continuidad con los derechos de las mujeres”: CLADEM
Históricamente, los espacios han sido diseñados, administrados y representados desde una lógica masculina, que responde a sus necesidades, cuerpos y modos de habitar. Desde la Antigüedad hasta la Edad Media, las figuras que definieron los mapas y los límites del mundo conocido como Ptolomeo, Mercator u Ortelius eran hombres, y sus representaciones del territorio sirvieron a proyectos imperiales y patriarcales.
Más tarde, con la consolidación de las ciudades modernas, la planificación urbana y el diseño del transporte se comenzaron a priorizar los recorridos lineales de la casa al trabajo, pensados para los hombres productivos pero ignorando las múltiples rutas que realizaban las mujeres cuando sus tareas se reducían al cuidado. Según el informe “Cuerpos que se mueven” del Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe, este sesgo sigue presente en la mayoría de sistemas de movilidad urbana en América Latina.
La geografía feminista, una corriente crítica que surgió en las últimas décadas, parte de la premisa de que el espacio está atravesado por profundas relaciones de poder y de género. Para Selene Yang, investigadora costarricense y cofundadora del colectivo Geochicas, esta división empieza desde lo más cotidiano. “La distribución del espacio no tiene solo que ver con saber leer un mapa. Tiene que ver con el acceso mínimo a ciertos derechos: el acceso a servicios de salud sexual y reproductiva, la sensación de seguridad en el espacio público o la representación de mujeres y personas con identidades de género y orientaciones sexuales diversas”.
Desde su experiencia trabajando con cartografía, datos geoespaciales e investigación con enfoque de género, Yang ha observado cómo las exclusiones se reproducen incluso en factores que parecerían triviales como la disposición ineficaz de los baños de mujeres (que se llenan con más frecuencia que los de los hombres). “Estas situaciones tan comunes para nosotras responden a diseños y procesos que excluyen a las mujeres y ponen en un segundo plano sus necesidades”, afirma en entrevista con El Espectador.
Vea también: El feminismo ‘light’ detrás del vuelo espacial de Blue Origin
Otra observación que la investigadora hace para ejemplificar esta brecha es cómo a través de la historia se ha naturalizado la idea de que ciertos espacios —como la cocina o el hogar— son femeninos, mientras que los lugares públicos y productivos donde se toman las decisiones importantes y se mueve la economía le pertenecen a los hombres. “La cocina es el corazón de la casa, dicen.Pero lo dicen porque quien maneja ese corazón suele ser una mujer. Sin ella, la casa está descorazonada”, enfatiza.
Para Yang, estos espacios no fueron elegidos libremente, sino que fueron asignados históricamente como parte de un modelo funcionalista que invisibiliza el bienestar, la autonomía y las decisiones de quienes los habitan.
Sin embargo, la exclusión de las mujeres del espacio no solo es práctica, sino que también puede ser simbólica. A través del proyecto “Las Calles de las Mujeres”, Geochicas analizó los nombres de calles en ciudades de América Latina y España. El patrón se repite: la gran mayoría están dedicadas a figuras masculinas y se ubica en los lugares más centrales y relevantes para el relacionamiento (plazas, ayuntamientos, parques, etc.), mientras que los pocos nombres femeninos suelen estar dedicados a figuras religiosas.
En Bogotá, por ejemplo, apenas un 3,5% de las calles llevan nombre de mujer, haciendo referencia a figuras como Santa Bárbara o Santa Lucía, mientras que figuras relevantes para la historia, como Policarpa Salavarrieta, María Cano o Manuela Beltrán, siguen ausentes de la nomenclatura urbana.
“¿Qué es lo que nos sigue manteniendo a todas en el espacio privado y al resto en el espacio público?”, se pregunta Yang. Para ella, el olvido espacial también es una forma de exclusión, que da cuenta de la falta de reconocimiento de las mujeres como sujetas históricas y como habitantes legítimas del espacio público. “Eso lo puedes ver hasta en cómo se nombra una calle”.
¿Los mapas son neutrales? La mirada feminista
Desde una perspectiva feminista, la cartografía puede cuestionar estas prácticas, transformando la función de lo que se representa en los mapas. Yang menciona: “El mapa siempre fue un dispositivo de poder. La cartografía feminista lo que hace es reformularlo y ponerlo al servicio de nuestras necesidades”. Según datos de la propia comunidad de OpenStreetMap (OSM), menos del 5% de sus contribuyentes se identifican como mujeres. Esto implica que, incluso en plataformas colaborativas de datos abiertos, la representación sigue siendo desigual.
Desde Geochicas, un colectivo que reúne a más de 230 personas de 30 países entre maperas, geógrafas, antropólogas, programadoras y comunicadoras, se han impulsado proyectos que buscan visibilizar fenómenos ignorados por la cartografía tradicional: mapas de feminicidios, rutas de cuidado, exclusión laboral y académica, o movilizaciones feministas como la del 8 de marzo, fecha en la que se conmemora el Día Internacional de la Mujer. Estos mapas no solo sirven para mostrar lo que sucede, sino que también permiten registrar cómo cambian las condiciones políticas y sociales de las mujeres en distintos territorios, todo ello a través de plataformas digitales, gratuitas y colaborativas como OpenStreetMap.
Repensar el mundo desde el cuerpo
La geografía feminista no se limita a cambiar los nombres de las calles o a mejorar la señalización del transporte público; propone revisar la forma en la que se piensa y organiza el espacio, partiendo del reconocimiento de cuerpos diversos, con necesidades diferentes, y del impacto que tiene el entorno en la experiencia cotidiana. “Repensar el espacio es también reconocer quién ha sido históricamente marginado de su construcción. Y empezar a trazar, desde otras miradas, los límites de un territorio más diverso”, concluye Yang.
Por Valentina Guerrero Rojas
