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Carlos Lehder en su libro: “Así terminó mi profesión de narco”

A propósito del regreso a Colombia de uno de los fundadores de esa agrupación narcoterrorista, fragmento de “Vida y muerte del cartel de Medellín”, libro publicado el año pasado por el sello editorial Debate, en el que reconstruye el día que lo capturaron y extraditaron a EE. UU.

Especial para El Espectador

01 de abril de 2025 - 11:00 a. m.
Carlos Lehder fue detenido el fin de semana pasado a su regreso a Colombia y quedó en libertad en la mañana del 31 de marzo.
Foto: Policía Nacional
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Guarne

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Rafico, algunos de sus familiares y yo, junto con sus jóvenes amigas, pasamos la Navidad de 1986 al estilo tradicional antioqueño: deleitados con típicas comidas paisas, navegando el río Magdalena, pescando bagres, montando a caballo y disfrutando de la tranquilidad que nos trajo la decisión de la Corte. (Este fue el historial criminal de Carlos Lehder).

En enero contacté a mi amigo Guillermo Lara y le pedí que me consiguiera alquiladas dos casas cerca de Medellín. Beltrán vino a visitarme y me anunció que las casas estaban seguras y listas para yo habitarlas. Le ordené que reuniera a todos los de seguridad allí, y así Pajarito y los tres guardias que ahora permanecían conmigo nos trasladamos a la vivienda situada cerca del barrio Rosales.

La otra casa, situada en Rionegro, la dejé como plan B, de emergencia. Envié a Beltrán a que me comprara ropa de civil. Pronto guardaríamos los fusiles, ametralladoras y granadas, y solamente portaríamos pistolas. Según la Corte Suprema de Justicia, ya no habría extradición.

Ya Lulú, que permanecía en Armenia, estaba empacando maletas para volver a vivir conmigo. Esa tarde, al sonar el teléfono, un guardia contestó y me dijo que era para mí. Sorprendido, cogí el auricular, y cuando contesté escuché la voz de mi amigo Pinina:

—Llave, piérdase que la policía le va a caer en dos horas.

Cuando fui a responder, oí que colgaba. De inmediato empacamos todo lo importante, subimos a los dos jeeps y nos fuimos para la casa de Rionegro. Me pregunté cómo Pinina sabría ese nuevo número telefónico mío. Si ya no me podían extraditar, ¿por qué me seguía persiguiendo la Policía? Llamé por teléfono a mi pareja y le dije que pospusiera su viaje.

Intenté comunicarme con el Mexicano en Bogotá, pero no estaba; sin embargo, más tarde me llamó muy cordial y se preocupó mucho cuando le comenté que me estaba persiguiendo la Policía, pese a que ya no había tratado de extradición vigente. Me dijo que me fuera para una de sus fincas en Cundinamarca, pero por seguridad me era muy difícil desplazarme en ese momento.

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Era el 3 de febrero. Tipo cuatro de la tarde, una cuadra antes de la casa, el guardia de seguridad gritó por radio: «Alarma 33». Tomé los binoculares y observé dos camiones cabinados de la Policía Nacional y dos jeeps detrás de ellos. Di la orden de huida y pronto corrimos en línea para el monte. Pedí que dispararan unas ráfagas al aire para detener un poco el avance de los policías, que nos respondieron disparando sus fusiles Galil. El eco de las ráfagas de fusiles retumbaba en la cañada. Nos atrincheramos en el monte de pinos, hasta que cayó la noche. Ya tarde, envié a un guardia a traer a Beltrán, pues no teníamos vehículos.

A eso de la una de la mañana, apareció el guardia con Beltrán en una camioneta Chevrolet. Nos encaminamos hacia otra casa, en Guarne, que ninguno de nosotros conocía; craso error. Allí nos estiramos en el suelo y descansamos. Recé mis plegarias y quedé profundo tras ese derroche de adrenalina y semejantes carreras.

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De repente, me despertó una balacera. Me asomé por uno de los ventanales y comprobé que la casafinca estaba completamente rodeada por la policía. Detrás de la chimenea había dos placas metálicas, una de las cuales se abría; allí escondimos todos los fusiles y ametralladoras. Estábamos atrapados.

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El 4 de febrero de 1987 llegó en calidad de extraditado a EE. UU. y fue condenado a 137 años de prisión, por delitos relacionados con narcotráfico. Una pena que se redujo a 30 años, pues negoció con la justicia y entregó información sobre el expresidente panameño Manuel Antonio Noriega.
Foto: AP

—Vamos a entregarnos —les dije por radio a los guardias.

Ellos obedecieron y abrieron la puerta principal. Los policías, apuntando sus fusiles, comenzaron a entrar sigilosamente. Uno de mis guardias había sido herido de bala, por lo que bajé las escaleras con las manos en alto e identificándome:

—Yo soy Carlos Lehder, aquí está mi pasaporte alemán.

Inmediatamente, uno de los policías me esposó y todos ellos empezaron a lanzar gritos de felicidad; nos habían ganado la partida ese día.

Mis hombres y yo permanecimos una hora esposados. La Corte Suprema había suspendido el tratado de extradición desde el 12 de diciembre de 1986, razón por la cual supuse que dentro de las siguientes cuarenta y ocho horas me entregarían a un juez de Medellín, quien decidiría mi situación jurídica, así como la solicitud de extradición hecha por el gobierno de Estados Unidos.

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Me trasladaron a la comandancia de la Policía de Antioquia, sobre la autopista, en un automóvil civil conducido por oficiales. Allí me sentaron en unas oficinas por cerca de dos horas, y de repente se escuchó el motor de un helicóptero grande que aterrizaba en el patio de la estación.

Varios militares entraron a la habitación en la que yo estaba y me preguntaron mi nombre.

—Carlos Lehder —les contesté.

De inmediato me sujetaron de los brazos y me llevaron hasta donde se encontraba el helicóptero con sus turbinas encendidas. Lo abordamos y poco después aterrizamos en el entonces nuevo aeropuerto, en Rionegro, el José María Córdova. De allí me trasladaron a un avión Hércules 130 de la Fuerza Aérea Colombiana, que despegó de inmediato.

Aterrizamos en el aeropuerto de Catam. Allí mis ojos se enfocaron en varios agentes rubios que estaban alrededor de un avión Turbo Commander 1000, de matrícula norteamericana.

Unos periodistas subieron al Hércules y me hicieron una serie de preguntas, hasta que llegaron unos oficiales del Ejército que me trasladaron al avión de la DEA. Allí me sentaron en el baño del avión, me encadenaron de cintura y pies y, cuando cerraron la cortina, quedé incomunicado. El avión aterrizó en Guantánamo, la base militar de Estados Unidos en Cuba, donde recibió combustible y continuó su vuelo hacia Tampa, en Florida.

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Durante el vuelo logré estar relativamente calmado porque mis sentidos aún se negaban a dar credibilidad al hecho de haber sido secuestrado en mi patria por agentes de otro país, con toda la complicidad del alto gobierno. Aunque los pies se me entumecieron, comprimidos por los grilletes y las cadenas, mi físico no estaba extenuado y mi corazón latía sereno. Después de haber aterrizado en Estados Unidos y al ser más consciente de que estaba bajo arresto en un calabozo extranjero de una prisión sin nombre, como único detenido, un torbellino de preocupantes escenarios empezó a embestir mi mente.

Esto no era una pesadilla transitoria, eran las consecuencias de haber fallado en mi obligación de escabullirme del enemigo. Mi profesión de narco había terminado bruscamente. Pero en medio de todo, había una cosa positiva: por lo menos, la policía no me había matado.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Carlos Lehder (Colombia, 1949) es un exnarcotraficante, cofundador del Cartel de Medellín. De padre alemán y madre colombiana, se convirtió en el primer narcotraficante colombiano extraditado a los Estados Unidos y el único de los líderes del Cartel de Medellín que sería capturado vivo cuando estaba operando.

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Por Especial para El Espectador

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