Conocí a Eduardo Umaña personalmente por primera vez en Bogotá en el año de 1987, durante mi primera visita a Colombia como investigadora de Amnistía Internacional.
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Mis impresiones en esa ocasión fueron de una persona que no claudicó en su compromiso en favor de las víctimas de violaciones de los derechos humanos; una persona que era exigente e intransigente tanto consigo mismo como con otros; de una persona que nunca dudó en acusar y confrontar públicamente a los responsables por el sufrimiento de las víctimas a quienes asistía. Me acuerdo de que aprovechó ese primer encuentro para reprenderme por lo que consideraba el fracaso de las organizaciones internacionales de derechos humanos de reconocer la gravedad de la situación colombiana y me dijo, en términos inequívocos, que esperaba que yo hiciera algo para remediar la situación. Pero, al tiempo con las críticas, hubo calidez y hospitalidad.
Esas primeras impresiones, de una persona cuya vida dedicó a la búsqueda de la verdad, la dignidad y la justicia, fueron confirmadas durante los muchos años de colaboración conjunta apoyando a las múltiples víctimas de violaciones graves de derechos humanos en los casos que él llevaba ante la justicia. A raíz de esta dedicación, las amenazas en su contra fueron un constante de su vida.
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La última vez que me reuní con Eduardo Umaña fue unas pocas semanas antes de su asesinato. Estaba muy consciente del inminente riesgo que corría su vida. Nos contó de las más recientes amenazas y de la información detallada que había recibido sobre el complot de asesinarlo. Sabía, además, quiénes estaban detrás del plan criminal. A pesar de que durante años había asistido a muchas personas cuyas vidas corrían riesgo inminente a buscar refugio en el exterior, él no estaba dispuesto a contemplar para sí una salida que lo llevara fuera del país porque alejarse de la lucha por los derechos humanos en Colombia no era para él una solución.
Su vil asesinato fue un duro golpe para todos aquellos que lo conocían y lo admiraban por su tenacidad, su humanidad y su coraje, incluyendo las muchas personas y organizaciones internacionales con quienes colaboraba.
En reacción al asesinato de Eduardo Umaña, el secretario general de Amnistía Internacional dirigió una carta abierta al entonces presidente Ernesto Samper Pizano, en la cual condenó enérgicamente el crimen y expresó la indignación y horror de la comunidad internacional por “lo que es a todas luces una campana sistemática concebida para silenciar a los defensores de los derechos humanos colombianos, quienes aún siguen creyendo, a pesar de los hechos que lo contradicen, en la justicia, la verdad y la inviolabilidad fundamental de la vida humana”. En la carta, acusó al Estado colombiano de tener responsabilidad en el crimen a raíz de su indiferencia, negligencia e inacción, a pesar de estar informados de la inminencia del atentado.
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Desgraciadamente, la campaña de persecución en contra de los defensores de los derechos humanos continúa sin cesar. Es ciertamente penoso tener que reconocer que 20 años después de su brutal asesinato, la impunidad que siempre ha caracterizado las violaciones a los derechos humanos en Colombia está aún vigente en el caso de Eduardo Umaña, ya que los responsables no han sido llevados ante la justicia.
Sin embargo, un testimonio de la magnitud del legado de Eduardo Umaña fue que su asesinato no logró el efecto buscado de silenciar y acabar la lucha de los defensores de los derechos humanos en Colombia. Al contrario, su muerte fortaleció el compromiso y la determinación de todos los que creen en el derecho de defender los derechos fundamentales y nuevas generaciones de jóvenes se han unido a la lucha. Su coherencia, coraje y tenacidad siguen como ejemplo para todos. Sigue siendo una luz en la oscuridad que inspira, alienta e ilumina a los demás. Es un legado poderoso y formidable.
*Susan Lee fue directora del Programa para América de Amnistía Internacional.