*Estudiante de Derecho; **Psicóloga y estudiante de derecho; ***Asesor del Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes.
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En el escenario político de toda sociedad siempre habrá dos actores antagónicos: gobernantes y gobernados. Quienes están en posición de tomar decisiones y quienes no. En un tipo concreto de sociedad, integrado por la extensa y antigua familia de las dictaduras, los gobernados son meros actores de reparto o extras. Suelen estar a tal distancia de los gobernantes que, a veces, ni siquiera alcanzan a entrar a escena, pues no participan activamente ni de las decisiones que los afectan ni de las que fijan el destino de la sociedad. En otro tipo de sociedad, conformado por las modernas sociedades democráticas representativas, se busca que el escenario político responda a un reparto de roles distinto. Bajo este escenario, se reduce la distancia entre gobernantes y gobernados; los primeros bajan de reyes a meros servidores públicos y los segundos suben de siervos a ciudadanos con derechos, con un papel protagónico. Este les permite expresar una voz para idear, proponer, opinar, influir, controlar, vigilar, presionar y contrarrestar el poder de quienes gobiernan.
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Es de esa voz crítica, vigilante, recelosa, recia, controladora del poder, de la que queremos hablar en este artículo. Más concretamente, de los principales obstáculos con que nos hemos topado al tratar de ejercer nuestro deber democrático de mantener vigilados y controlados a los actores que toman las decisiones que –en medio de situaciones tan dramáticas y extraordinarias como las que han surgido de la pandemia derivada del Covid-19– definen la suerte de la población privada de la libertad. A los actores que, constitucionalmente, tienen la obligación de tomar todas las medidas necesarias para garantizar los derechos a la salud, la vida y la dignidad de dicha población.
Empecemos por ubicar el escenario en que nos movemos: el de la democracia colombiana y la relación entre el Estado –esa máquina poderosa pero necesariamente garantista, como lo establece la Constitución– y la población privada de la libertad. Recientemente, en el Congreso, en el marco del debate sobre la cadena perpetua, el Estado habló de la forma en que veía a la población privada de la libertad con inusitada franqueza. Se habló de los presos –o al menos cierta parte de ellos– como una “nueva clasificación de seres humanos”. Con estas palabras algunos congresistas fijaron con precisión la posición que suelen ocupar los internos en nuestra sociedad: un segundo plano; un vivir en silencio, en la sombra, lejos de los focos de lo público, sin los mismos derechos que el resto de nosotros.
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Así, la población privada de la libertad ha enfrentado numerosos obstáculos para hacer parte del escenario democrático. Uno de los más importantes es la falta de acceso a información pública y confiable sobre su situación, como lo evidencia la emergencia de este año. La pandemia del Covid-19 ha paralizado al mundo. Cifras y datos circulan en la red con información de contagios, muertes y recuperaciones de ciudadanos de todo el mundo. Esta información contrasta con el reinante silencio frente a lo que ocurre con los ciudadanos de segunda. Los motines y el “Decreto de Excarcelación” fueron las únicas noticias que tuvieron alguna relevancia en la opinión pública. Desde junio, sin embargo, las cifras sobre Covid-19 al interior de los centros de reclusión empezaron a escasear cada vez más. Quedaron limitadas a un tablero en la página web del INPEC en el que no se incluyen datos como las muertes de los internos y del personal penitenciario y carcelario.
Este silencio estatal ha dejado al derecho de petición como único camino para conocer el estado de la pandemia al interior de los establecimientos de reclusión, lo cual es insólito. Primero, para buscar información sobre la situación en las cárceles, se debe acudir a las entidades competentes que, se espera, tengan datos claros, completos, precisos y actualizados. Sin embargo, en la mayoría de los casos la respuesta que se obtiene por parte de estas ha sido el traslado de las preguntas a otras entidades. Estas a su vez se han limitado a responder que lo que se pregunta no es de su competencia. Segundo, si alguna entidad responde, su respuesta no siempre es tan clara, completa, precisa y actualizada como se esperaría. Datos incompletos, desactualizados, tablas infinitas que almacenan información poco útil, forman parte del panorama al que se enfrenta quien quiera saber sobre la situación de las prisiones en Colombia. Tercero, y aun más preocupante, está la diferencia alarmante entre los datos que dan distintas entidades sobre los mismos fenómenos.
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Vale la pena citar un ejemplo frente a un dato básico, mínimo, fundamental. El Instituto nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC), la Unidad de Servicios Penitenciarios y Carcelarios (USPEC) y la Fiduprevisora –esta última entidad encargada de la atención en salud de las personas privadas de la libertad– ofrecen cifras diferentes al referirse al número de personas privadas de la libertad. Para septiembre de 2020 el INPEC informa que había 99.074 personas privadas de la libertad, la USPEC reporta un total 113.838 internos y la Fiduprevisora dice que dicha población es de 121.187 reclusos. Otro ejemplo más reciente y llamativo: el alarmante aumento de adultos mayores privados de la libertad en menos de un mes: de 2.434 internos en agosto pasaron a 4.722 en septiembre. Estos ejemplos evidencian no sólo que dichas entidades no tienen claridad sobre lo que pasa al interior de los establecimientos a su cargo, sino que, dado que a la mayoría de los ciudadanos libres –o de primera– no le importa lo que ocurre en las cárceles, las autoridades competentes no sienten la obligación de recopilar información fidedigna y actualizada sobre la población que deben atender uy la situación en que se encuentra. Es decir, el Estado parece sentirse legitimado para desentenderse de la población privada de la libertad.
Existe aun otro ejemplo que muestra el deficiente acceso a la información sobre las prisiones y la población privada de la libertad: lo que ocurre en materia de tutelas. Es imposible hacer el seguimiento al cumplimiento de las medidas ordenadas por los jueces de tutela con respecto a la población reclusa pues la única información que se ha recopilado se limita a contar cuántas tutelas interponen los reclusos al año. El cumplimiento efectivo de las miles de tutelas y la garantía de los derechos fundamentales exigidos por los internos no parecen interesar al Estado, que tiene a su cargo la garantía de las condiciones de vida digna de los internos. Esta es una forma de evadir denuncias graves, como la dramática cifra que la Defensoría del Pueblo ha dado frente a la deficiencia crónica en la prestación de servicios de salud en las cárceles: las tutelas relativas a este fenómeno han aumentado un 40,04% en dos años. Es decir, aproximadamente 1 de cada 10 personas privadas de la libertad ha interpuesto por lo menos una tutela por violación de su derecho a la salud.
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Este desalentador panorama plantea al menos dos tipos de cuestionamiento frente a la posibilidad de vigilar y controlar a las entidades que se encargan de la población privada de la libertad. Por un lado, si las mismas entidades competentes no conocen, o no quieren conocer, el estado real de las cárceles, ¿cómo toman decisiones?; ¿en qué se basan para hacerlo?; ¿qué los motiva a tomar tales decisiones? Por otro lado, si el Estado se ha desentendido de la población reclusa, ¿quién está a cargo de las condiciones en que viven las personas privadas de la libertad y cuáles son estas condiciones? Estos cuestionamientos hacen necesario y urgente que la academia, las organizaciones no gubernamentales y las organizaciones sociales adopten un papel específico para vigilar y controlar al Estado: ser el megáfono que amplifique la voz de las personas privadas de la libertad, silenciada por la indiferencia estatal y de buena parte de la sociedad colombiana.
Como “megáfono” de los presos silenciados, el Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes ha realizado recientemente dos denuncias. Primero, a través de la intervención presentada ante la Corte Constitucional frente al Decreto Legislativo 546 de 2020, dictado por el Gobierno Nacional para enfrentar la pandemia en las cárceles. En esta intervención el Grupo de Prisiones argumentó que dicho decreto, lejos de fundamentarse en una emergencia grave frente a la salud y la vida de las personas privadas de la libertad, se guio por una cuestionable idea de política criminal. Según esta, buena parte de los internos (especialmente aquellos con condiciones delicadas de salud), considerados como un peligro para la sociedad por los delitos que habían cometido o de los que se les acusa, no eran dignos de estar fuera de cárceles que no están en condiciones de garantizar sus derechos a la salud y la vida. En su decisión, la Corte Constitucional no fue especialmente garantista: permitió que discutibles consideraciones político-criminales primaran sobre las medidas necesarias para proteger los derechos fundamentales a la salud, vida y dignidad de los internos.
En segundo lugar, por medio de la presentación de una acción pública de inconstitucionalidad en contra de la reforma constitucional que introdujo la pena de prisión perpetua en Colombia, el Grupo de Prisiones buscó evidenciar la incompatibilidad de este tipo de pena con los fundamentos y valores básicos de nuestro orden constitucional al considerar a los destinatarios como ciudadanos de segunda, con menos derechos y dignidad que los demás (la “nueva clasificación de seres humanos” a la que se referían algunos congresistas). En medio de esta actividad, el Grupo de Prisiones supo que dos internos de la cárcel Picaleña, en Ibagué, también habían presentado una acción en contra de esta reforma. Estas dos personas se dieron a la tarea de participar en el debate jurídico, presentando sus argumentos frente a la prisión perpetua a partir de su propia experiencia. Sin embargo, dados los altos estándares fijados por la Corte Constitucional para la admisión de este tipo de acciones, los argumentos de estos dos internos fueron desestimados prematura y tajantemente por el alto tribunal. Sus voces fueron silenciadas una vez más.
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¿Qué se puede concluir frente a estas dos situaciones? Que las personas privadas de la libertad no tienen los mismos derechos que el resto de la población y que al negarles sus participación en asuntos vitales para ellas, se les cierra la posibilidad de idear, proponer, opinar, influir en materias que las afectan. Es decir, que son ciudadanos de segunda, a la sombra de los ciudadanos de primera.
Los anteriores son solo algunos de los obstáculos con los que nos hemos topado al intentar realizar la tarea de vigilar y controlar a los actores que toman decisiones cuyas consecuencias recaen sobre las personas privadas de la libertad, que han sido degradadas a la condición de insignificantes extras del escenario democrático, ubicados en el fondo de este, en los que nadie se fija, que son dejados a su suerte y que no le importan a nadie. Sus voces han sido reducidas a simples murmullos, hasta hacerlas casi imperceptibles en la esfera pública pues nadie quiere oír sus reclamos. Las opiniones y críticas contra quienes toman las decisiones en materia penitenciaria y carcelaria sólo son, acaso, escuchadas si provienen de un pequeño y selecto grupo de personas y organizaciones privilegiadas que tienen los medios para ser oídas. Aun así, estas personas y organizaciones constantemente se topan con barreras para acceder a la información, en lo que parece ser una estrategia para desalentar sus denuncias.
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A pesar del escenario desolador que acabamos de presentar, las personas y organizaciones que trabajamos por los derechos de las personas privadas de la libertad permanecemos optimistas y creemos que, mientras tengamos espacios para ser escuchados y amplificar las voces de esta población, la situación podrá cambiar y el escenario democrático se ampliará para darle cabida y reconocer sus derechos, como los de cualquier ciudadano.