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Excarcelaciones en tiempos de COVID-19: ¿salvando vidas o incrementando el crimen?

La solución al problema de criminalidad del país resulta más compleja que simplemente aumentar el uso de la prisión, bien sea preventiva o tras una condena.

Ángela Zorro Medina
29 de octubre de 2020 - 11:00 a. m.
Carcel La Modelo, en Bogotá, una de las más antiguas del país.
Carcel La Modelo, en Bogotá, una de las más antiguas del país.

Visite aquí el especial completo de COVID-19 en las cárceles

*Investigadora del Laboratorio de violencia, derecho y política de la División de Ciencias Sociales de la Universidad de Chicago.

La llegada de la pandemia evidenció las precarias condiciones de las cárceles en Colombia. Los altos niveles de hacinamiento, el limitado acceso al agua y al jabón, y la falta de espacios abiertos que permitan tener una buena ventilación han generado preocupación sobre la tasa de contagios y supervivencia de las personas privadas de la libertad. Tras más de 6 meses de declarada la pandemia y a pesar de los esfuerzos para mejorar las condiciones de las prisiones, actualmente el 46% de los establecimientos penitenciarios presenta una tasa de hacinamiento superior al 20%, y solamente el 25% de las cárceles del país no presentan sobrepoblación. Bajo estas condiciones, a la fecha se cuentan 1.255 casos activos de COVID-19 en 46 centros penitenciarios del país (33% de las prisiones).

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Aunque puede pensarse que las condiciones extraordinarias de los tiempos que se viven no permitían anticipar la magnitud de lo que ocurriría, en el caso de los centros penitenciarios esta es una tragedia anunciada en repetidas ocasiones. Sin ir muy lejos en el tiempo, en junio del año pasado, cuando la COVID-19 era una realidad impensable, un brote de varicela en la cárcel “El Buen Pastor” activó las alertas sobre la incapacidad del sistema penitenciario para hacerle frente a un brote viral y de garantizar el derecho a la salud y la vida de las personas privadas de la libertad.

Ante los clamores de los defensores de derechos humanos por mejorar las condiciones de las personas privadas de la libertad durante la pandemia, la respuesta constante ha sido el gran costo en seguridad que suponen las excarcelaciones y las medidas alternativas propuestas para descongestionar las cárceles. Dentro del razonamiento de quienes abogan por el uso continuo de la prisión como principal herramienta para derrotar el crimen se encuentra la idea de que aquellas personas liberadas saldrán a cometer más conductas delictivas. Detrás de esta suposición está la idea que la única función que cumple la prisión es la de incapacitar a las personas que cometen delitos, por lo que al ser liberadas inevitablemente saldrán a inflar las cifras de criminalidad.

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Si se analiza detenidamente esta forma de entender la conexión entre la política criminal y la política penitenciaria, se encuentra que el argumento con el cual se justifica la continua violación de derechos humanos de las personas privadas de la libertad es uno de los mayores obstáculos para transformar la prisión en una institución que permita el desarrollo de un proceso resocializador exitoso. Sin una política efectiva de resocialización y reintegración de las personas liberadas resulta una profecía auto-cumplida que, tras años de vivir en condiciones inhumanas, sin ninguna capacitación laboral o educativa, aislados de la sociedad, y sin ninguna ayuda para retornar a esta, estas personas vuelvan a delinquir. En otras palabras, se han creado prisiones con un alto potencial para generar un efecto criminógeno, pero se escoge cuestionar la libertad de las personas en vez de las condiciones en prisión que aumentan la probabilidad de reincidir.

Es así como ese discurso, que contrapone falsamente la seguridad ciudadana y la vida digna de las personas privadas de la libertad, le apuesta a la capacidad estatal de incapacitar por largos periodos de tiempo al mayor número posible de personas. Sin embargo, la realidad es que la capacidad de encarcelamiento que tiene el Estado colombiano está desbordaba hace mucho tiempo. A pesar de los esfuerzos por ampliar la capacidad del sistema penitenciario colombiano en las últimas dos décadas, desde el año 2000 el número de cupos en las prisiones no ha sido suficiente para atender la demanda del país. Más aún, desde el año 2011, el número de cupos no es suficiente ni siquiera para albergar la población reclusa condenada, dejando así a la totalidad de la población sin condena como un excedente para el cual no hay cupos suficientes en las cárceles del país.

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A pesar de las altas tasas de hacinamiento que vive el país, los opositores de las excarcelaciones durante la pandemia argumentan que los efectos económicos de la crisis actual tienen el potencial de provocar un aumento en las tasas de criminalidad, especialmente las relacionadas con los delitos de alto impacto social más comunes: el hurto, el homicidio y las lesiones personales. Es por ello que argumentan que es necesario aumentar la eficiencia del sistema penal para poder incrementar las condenas de prisión, el uso de la detención preventiva y evitar el uso de mecanismos alternativos a la prisión que, según esta postura, permiten a las personas condenadas delinquir. Sin embargo, estos argumentos desconocen que la reforma penal procesal que fue llevada acabo en el 2004 realmente contribuyó a un aumento en la eficiencia de la administración de justicia del país que, sin embargo, causó al mismo tiempo un aumento en las tasas de criminalidad.

La entrada en vigencia del Sistema Penal Oral Acusatorio (SPOA) justamente ocasionó un aumento en el número de personas condenadas que entraron a prisión, generando un crecimiento de aproximadamente 18% de la población reclusa. Dentro de este aumento, el SPOA jugó un papel importante en el crecimiento de la población reincidente en prisión, la cual creció un 28%, mientras la población condenada por primera vez creció un 19%. Sin embargo, a pesar del crecimiento en el número de condenas y entradas efectivas a prisión, tras la implementación del SPOA se observó un aumento del 22% en los crímenes de alto impacto social más comunes, un 15% en crímenes violentos, y un 8% en crímenes contra la propiedad.

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Algunas personas han asociado el incremento en el crimen con la caída en el uso de la detención preventiva que generó el SPOA; sin embargo, al mirar con mayor detalle los cambios en el uso de esta medida se observa que, a pesar de decrecer en un 19%, las entradas de personas sindicadas a prisión aumentaron tras el cambio procesal penal. Una posible explicación de dicho aumento es el aumento en la eficiencia procesal que disminuyó considerablemente el tiempo que permanece una persona sin condena en prisión. Si bien a primera vista esto puede ser visto como un resultado deseable tanto para la lucha contra el crimen como para la protección de los derechos humanos, estudios realizados en Estados Unidos sugieren que una persona que es privada de la libertad durante el proceso penal tiene mayor probabilidad de cometer un delito en el futuro en comparación de aquellos que no son detenidos.

Esta evidencia sugiere que la dicotomía entre seguridad y derechos de los reclusos asume constantemente que los aumentos en crimen están asociados con un bajo uso de la prisión y que usar las medidas privativas de la libertad en las condiciones actuales de las prisiones colombianas no tiene ningún costo social en materia de seguridad una vez estas personas son liberadas por cumplir su pena. Sin embargo, el aumento en el número de personas reincidentes, el aumento en el número de personas que van a prisión por segunda vez, el aumento generalizado del uso de la prisión y el aumento de las tasas de criminalidad, todo al mismo tiempo, sugieren que quizás la mejor estrategia para luchar contra la inseguridad es atacar las condiciones que generan efectos criminógenos en las prisiones del país.

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Más aún, al comparar el perfil delictivo de las personas encarceladas y las tasas de delitos de alto impacto social, se observa que efectivamente el aumento en el número de condenas corresponde a aquellos delitos en cuyas tasas se observa un alza. De acuerdo con las cifras publicadas por el INPEC, los dos delitos más comunes por los cuales las personas en prisión han sido condenadas son homicidios y hurtos, principalmente hurtos a personas. Lo anterior refleja que el sistema penitenciario y el sistema penal han respondido con aumentos en condenas en aquellos puntos donde las tasas de criminalidad más impactan a la sociedad. Sin embargo, las limitaciones del modelo actual bajo el cual la única herramienta para enfrentar el crimen es la prisión se muestra insuficiente y requiere pensar nuevas formas de responder ante el aumento en la criminalidad.

Por supuesto, el sistema penal colombiano aún presenta bajas tasas de esclarecimiento de las noticias criminales y en el camino de la lucha contra la criminalidad se deberán abordar los diferentes problemas del sistema. Sin embargo, la idea que sostiene que el incremento en las tasas de criminalidad está asociado a un menor uso de la prisión no encuentra soporte en la evidencia empírica que muestra cómo desde 2004 la tasa de encarcelamiento de personas condenadas ha crecido hasta desbordar los esfuerzos de ampliación de la capacidad penitenciaria.

La solución al problema de criminalidad del país resulta más compleja que simplemente aumentar el uso de la prisión, bien sea preventiva o tras una condena. Los datos nos muestran que aún cuando Colombia ha aumentado su capacidad de usar la prisión, tanto en detención preventiva como tras una condena, estos esfuerzos parecen ser insuficientes e incluso incapaces de responder ante el fenómeno de la creciente reincidencia. Así que resulta lógico y necesario hacer un alto en el camino y comenzar a preguntarse si la prisión en vez de ser una herramienta en la lucha contra el crimen es pieza fundamental en la aparición de este nuevo fenómeno de la reincidencia.

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Pensar que las prisiones pueden aumentar las probabilidades de cometer crímenes en el futuro no es nuevo en los estudios criminológicos que hablan de cómo las circunstancias en las que las personas se encuentran recluidas pueden generar una desconexión mayor entre el individuo y la sociedad, provocando un aumento en la “desviación social”. Sin embargo, a la hora de evaluar la mejora de las condiciones de las personas privadas de la libertad, se deja totalmente de lado que la deshumanización que sufren estas personas en las prisiones colombianas trae un costo social enorme porque aleja la posibilidad de una reintegración exitosa en el futuro. Es entonces ahí donde reside la falsa idea de que mejorar condiciones y garantizar derechos a la población reclusa implica grandes costos en seguridad, pero violar sus derechos no tienen ningún costo social. Se debe entender justamente que un sistema penitenciario sostenible y financieramente viable implica abandonar la concepción que la prisión solamente funciona para incapacitar; más bien, esta se debe transformar en una institución pensada para resocializar y reducir la probabilidad de reincidencia.

Es así como debe pensarse cuál es el mensaje que quiere enviarse a la población privada de la libertad en medio de esta pandemia. No realizar grandes esfuerzos para mejorar las condiciones actuales en las prisiones colombianas envía un mensaje claro a las personas recluidas sobre el valor que como sociedad le damos a sus vidas. Si elegimos continuar el camino que venimos transitando, el mensaje que llegará a los oídos de los reclusos es que sus vidas importan menos que nuestra tranquilidad. Como sociedad podemos decidir que es más fácil dar la espalda al problema y postergar el momento en que tengamos que reintegrar a esas personas. Sin embargo, de escoger continuar por ese camino, debemos tener claro que en un futuro no muy lejano esas personas a quienes les dijimos que sus vidas no nos importaban saldrán a convivir nuevamente con nosotros, y tendremos que enfrentar los costos sociales de haberlos deshumanizado y haber devaluado su vida día a día.

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La alternativa a ese camino que no ha dado los resultados esperados frente a la reducción de la criminalidad consiste en abandonar la falsa idea que invertir en las prisiones para transformarlas en centros de verdadera resocialización y usar mecanismos alternativos a la prisión no tienen un retorno directo en mejores niveles de seguridad. De las decisiones que se tomen depende que se potencien los efectos criminógenos de las prisiones, ante el abandono de los reclusos frente a la COVID-19, o que se abra el camino para una política criminal y penitenciaria que entienda los costos sociales que generan las condiciones infra-humanas de los recintos penitenciarios colombianos.

Por Ángela Zorro Medina

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