Anderson Murillo, de 22 años, trabajaba como psicólogo del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en Guaviare, una zona de conflicto en donde la violencia desconoce la infancia y los grupos armados reclutan sin distinción de edad. Su labor era llevar a las veredas información sobre campañas psicosociales con un objetivo primordial: prevenir el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes. Justamente eso hacía el 2 de noviembre de 2024 cuando fue asesinado en la noche de ese lunes en la vereda Caño Cumare, en San José del Guaviare. Apenas llevaba un año como profesional del ICBF, el primer trabajo que consiguió luego de graduarse de la Universidad Cooperativa en Villavicencio (Meta) en marzo de 2023.
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Su caso hace parte de la trágica radiografía que implica la batalla por evitar que más menores de edad lleguen a las filas de la guerra. A orillas del río Guaviare, en un sector conocido como Barranco Colorado, a las 7:15 p. m. comenzaron a escucharse disparos en la casa donde estaban Anderson y tres funcionarias más. Corrieron a esconderse debajo de las camas, pero minutos antes, Anderson había salido hacia el baño. Cuando el tiroteo se escuchaba más cerca, él se refugió tras la cortina de la ducha. Lo que pasó luego lo sabemos porque los vecinos le contaron lo sucedido a la familia del psicólogo. Después de un aguacero, personas armadas entraron a la casa y comenzaron a disparar contra todos los hombres presentes.
Luis Murillo, hermano de Anderson, le relató a El Espectador más detalles. Contó que los asesinos se detuvieron frente al baño y dijeron: “Acá hay alguien, ¿qué hacemos? y otro respondió: Mátenlo”. Así fue: sin descorrer la cortina, sin verificar la identidad de la persona que estaban a punto de asesinar, abrieron fuego. Esa noche, otros tres hombres también murieron, entre ellos, un menor de edad, y una mujer resultó herida. El 3 de diciembre de 2024, la Corporación Amazonía Verde señaló que la masacre habría sido cometida por grupos paramilitares, pero las autoridades declararon que en la zona solo hay presencia de las disidencias de las Farc de alias “Iván Mordisco” y las de alias “Calarcá Córdoba”.
“En el caso de Anderson hay unas circunstancias muy particulares de enfrentamientos de grupos armados en una vereda. En muchas ocasiones nuestros funcionarios, junto con la Defensoría y las comunidades indígenas, arriesgan su vida por el rescate de niños y niñas”, manifestó Astrid Cáceres, directora del ICBF. De acuerdo con cifras del Instituto, a corte de octubre de 2025, 370 menores ingresaron al programa de atención para el restablecimiento de derechos de víctimas de reclutamiento. De esta cifra, Guaviare ocupa el quinto lugar con 22 casos. Pero este balance está lleno de subregistros, pues incluso el mismo ICBF no tiene claro el número total de menores que estuvieron o están reclutados actualmente en el país.
Dimensionar el panorama de este fenómeno es uno de los cuestionamientos que más se ha hecho al Gobierno desde que el país conoció que siete menores reclutados murieron en un bombardeo contra las disidencias de “Mordisco”, en las selvas de Calamar (Guaviare), el pasado 10 de noviembre. Este hecho destapó que, durante el gobierno de Gustavo Petro, se han autorizado 13 bombardeos contra grupos armados y que, de acuerdo con Medicina Legal, 15 menores de edad han muerto en estos operativos. No obstante, la cifra total sigue siendo desconocida. En palabras de la defensora del pueblo, Iris Marín, estas muertes son una muestra del “fracaso de nuestra política de prevención del reclutamiento”.
La funcionaria advirtió, el pasado 19 de noviembre, que tan solo en 2025 la Defensoría del Pueblo emitió 19 alertas sobre el reclutamiento forzado y la utilización de niños, niñas y adolescentes en el conflicto, y señaló que la respuesta estatal sigue siendo fragmentada y con baja coordinación entre las distintas instituciones del Gobierno. Un escenario de por sí complejo que se recrudece con los riesgos que enfrentan en terreno las personas que trabajan por mostrarles a los niños y niñas que existen otros sueños y proyectos de vida más allá de ingresar a las filas de un grupo armado, incluso sorteando la amenaza de perder la vida. La directora del ICBF señaló que, además del caso de Anderson Murillo, hay otros peligros.
“Tenemos conocimiento que en Arauca hay funcionarios que se han puesto en riesgo; en Cauca y en Catatumbo, les han robado los carros y amenazado. Hace poco se llevaron una camioneta del ICBF en Cauca y los trabajadores sociales los dejaron ir, aunque al conductor sí lo dejaron unos días más. Esas son las realidades de algunos territorios. Sin embargo, en la mayor parte de ocasiones, se respeta mucho a los funcionarios del ICBF y así esperamos que siga siendo”, afirmó Cáceres. Con las precauciones que quedan tras un asesinato, en diciembre de 2024 la directora del Instituto ordenó el retiro de todo el personal de Guaviare mientras no existieran las condiciones de seguridad para realizar su trabajo.
Sobre las nuevas medidas que ha tomado el ICBF para que estas labores de prevención no paren, pero se garantice la integridad de quienes están en campo, la directora Cáceres resaltó que han estado “hablando con los equipos de respuesta inmediata en los territorios y las mesas departamentales de prevención de reclutamiento. Ellos son los que tienen el primer contacto directo para el rescate; muchos también son autoridades indígenas. Aquí hemos encontrado algunas rutas de protección, no solamente poder brindar acompañamiento psicosocial y entrenamiento de rescate de emergencia, sino también derecho internacional humanitario y asegurar a sus familias con seguros de vida solventes”.
El recuerdo de Anderson Murillo
A un año del crimen, el avance de la Fiscalía ha sido nulo y su familia todavía espera que se reconozca, por lo menos, quién lo asesinó. Una pregunta que se ha sostenido en el tiempo y cuya respuesta es difícil cuando las autoridades no han aclarado a qué grupo pertenecían los hombres que ingresaron con armas a la casa donde él estaba. Su hermano, Luis Murillo, fue quien recibió la noticia a través de una llamada. “Una muchacha me llamó llorando y me dijo: ‘Es que mataron a su hermano’. Se me hizo raro porque mi hermano nunca fue una persona de problemas. Todo el tiempo se la pasó estudiando, y ya el tiempito que alcanzó a trabajar. Se me hacía difícil creer que estaba muerto”, relató Murillo a El Espectador.
Esa noche del 2 de diciembre de 2024, Luis llamó al coordinador de trabajo de Anderson “y me dijo que todavía no sabían nada. Incluso, me alcancé a molestar porque unos me decían que estaba muerto y ellos que no sabían. Es más doloroso que, uno ya sabiendo algo, traten de ocultarlo”. Luego le pidió a un amigo que lo llevara en moto desde el caserío El Capricho, donde se encontraba, hasta la casa de sus padres, Antonio y Luz, en la vereda Rosal, para darles la noticia a ellos y a Martina, la pareja de su hermano, quien cumplía seis meses de embarazo. “Cuando llegué, mis papás estaban llorando porque ya un vecino les había dicho que Anderson estaba herido. Fue muy duro decirles y aceptar que, de verdad, estaba muerto”.
Al día siguiente, los padres se fueron para San José del Guaviare a esperar que llegara el cuerpo de su hijo desde la vereda Caño Cumare. “En un caso de esos por aquí no hay Fiscalía, porque son unas zonas de difícil acceso. De buenas que lo dejaron sacar y lo trajeron en una camioneta, porque el presidente de la Junta de Acción Comunal hizo las vueltas para que le entregaran los cuerpos”, recordó don Antonio Murillo, el papá de Anderson. También dijo que fue a pedir ayuda al Ejército, pero le dijeron que demoraba dos días en llegar. “Entonces yo dije: ‘A mí no me pueden hacer eso, que llegue todo descompuesto’. El dolor de que le quitan un hijo a uno y enseguida tener que verlo ya en un estado terrible”.
En la tarde del viernes 6 de diciembre de 2024, su familia y amigos se despidieron por última vez de Anderson en el cementerio del corregimiento El Capricho. “Mi hijo era un hombre maravilloso. A veces pienso que por eso se fue tan pronto, porque él era demasiado bueno para este mundo tan cruel”, agregó don Antonio, y señaló que, antes de ser asesinado, su hijo estaba pagando dos lotes en San José del Guaviare para construir una casa para sus padres, y una para su pareja y su hijo. “Él decía que iba a hacer una puertita pequeñita para que su bebé pasará de casa a casa. Ahora esos lotes los estamos pagando nosotros para que su hijo tenga una casa. Ese era su sueño”.
Un colega de Anderson en el ICBF, quien pidió no mencionar su nombre por seguridad, lo recordó como un joven “apasionado por el tema comunitario y el trabajo con comunidades. Diría yo que esto es producto de sus raíces ancestrales y de que creció en una vereda de San José del Guaviare. Era un pelado que se estaba dando a conocer en el territorio y siempre trataba de cumplir con todo lo que se le asignaba sin reprochar. Muy atento al aprendizaje, siempre estaba muy pendiente de lo que uno hacía”. Relató que Anderson, en sus últimos meses, “estaba muy entusiasmado por el embarazo de su novia. Así que se encontraba muy ansioso con el tema de ahorrar para que, cuando su hijo naciera, no le faltara nada”.
La noche antes de su asesinato, su hermano Luis narró que toda la familia se encontraba reunida en la finca de sus padres. “Él nos estaba mostrando que le había comprado una mudita de ropa al bebé. Le dije: ‘¿Ya tan rápido está comprándole ropa al niño?’, y me dijo: ‘Sí, hermano, porque uno no sabe más adelante’”. En esa misma casa también tiene presente el recuerdo de su hermano sentado en un corral intentando tener señal en su teléfono, esperando recibir una llamada de empleo. “Luego de pasar varias hojas de vida, se mantenía pendiente cada día hasta que lo llamaron y pues ahí empezó el trabajo con el ICBF. Me había dicho que estaba muy amañado y feliz de empezar a ejercer la carrera”, sostuvo Luis.
El 11 de marzo de 2025 nació su hijo, a quien su madre decidió llamar como su padre: Anderson David. En su nieto, don Antonio Murillo ve a su propio hijo: “El papá tenía un genio tan hermoso, no le daba rabia. El niñito es así, no llora, no hace pataleta. Es una bendición de Dios”. Por varios meses, en la vereda Rosal, en el hogar de sus padres, “esperamos que apareciera en la casa, porque él llegaba todos los viernes en la tarde. Pero nunca volvió. Anderson era un hombre especial, nació quizá para que su caso dejará un legado”, concluyó su padre. A un año del crimen, su familia aún exige justicia. La historia de Anderson Murillo revela otra dimensión del reclutamiento: el costo silencioso que pagan quienes dedican su vida a impedir que los niños entren a la guerra. Una violencia que, como la selva del Guaviare, no perdona ni a quienes buscan protegerlos.
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