Febrero 23. He iniciado una cuenta regresiva consciente, queriendo marcar ese día y no olvidarlo nunca, nunca, para desmenuzar, repasar, rumiar cada hora, cada segundo de la cadena de instantes que condujeron al horror prolongado de mi interminable cautiverio. (La noticia: la histórica sentencia de la JEP contra siete cabecillas de las Farc).
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(Sobre lo sucedido después de ser descubierta en uno de sus intentos de escape)
No los vi llegar. Aparecieron sorpresivamente. Uno de ellos empezó a dar vueltas a mi alrededor, la cara roja, como la de un marranito, y de pelo rubio y erizado. Sostenía en alto su fusil con el brazo estirado; saltaba y gesticulaba, entregado a una danza guerrera ridícula y violenta.
Un golpe en las costillas me hizo comprender que había otro más, un hombre de baja estatura, de pelo oscuro, con los hombros anchos y las piernas corvas. Acababa de clavarme el cañón de su fusil un poco más arriba de la cintura y hacía el ademán de contenerse como para no repetir el golpe. Gritaba y escupía, insultándome con palabras soeces y absurdas.
Al tercero no podía verlo: iba empujándome por la espalda. Su risa perversa parecía excitar a los otros dos. Me arrancó el morral y lo desocupó en el suelo, escarbando con la punta de la bota entre los objetos que él sabía eran valiosos para mí. Se reía y los hundía entre el barro con el pie, para obligarme a recogerlos y volverlos a meter en el morral. Estaba arrodillada cuando percibí entre sus manos el brillo de un objeto metálico. Distinguí entonces el repiqueteo de la cadena y me puse de pie de un salto para mirar al hombre a la cara. La joven seguía junto a mí, agarrándome con fuerza del brazo y obligándome a caminar. El pelado que se reía le hizo una seña para que se fuera. Ella se encogió de hombros, evitó mi mirada y me abandonó.
Yo estaba tensa y ausente. Sentía en las sienes los latidos de mi corazón. Habíamos avanzado algunos metros; la tormenta había hecho subir el nivel del agua y había transformado el lugar. Se había convertido en un embalse lleno de árboles obstinados en quedarse allí. Al otro lado, más allá de las aguas estancadas, se adivinaba la violencia de la corriente por el temblor constante de los arbustos.
Los hombres daban vueltas a mi alrededor aullando. El repique de la cadena se hacía cada vez más insistente. El pelado jugaba con ella para darle vida, como a una serpiente. Me prohibí cualquier contacto visual, intentando mantenerme por encima de esta agitación, pero mi visión periférica alcanzaba a captar gestos y movimientos que me helaban la sangre.
Yo era más alta que ellos. Caminaba con la cabeza erguida y el cuerpo tenso de indignación. Sabía que no podía hacer nada contra estos hombres, pero que ellos todavía lo ponían en duda. Tenían más miedo que yo, podía sentirlo. Más ellos tenían a su favor el odio y la presión del grupo. Bastaba un gesto para que se rompiera este equilibrio en el cual la ventaja todavía seguía siendo mía.
Oí al tipo de la cadena dirigirse a mí. Repetía mi nombre con una familiaridad insultante. Yo decidí que no podrían hacerme daño. Pasara lo que pasara, no tendrían acceso a la esencia de mí misma. Debía agarrarme a esta verdad fundamental. Si podía mantenerme inaccesible, podría evitar lo peor.
La voz de mi padre me llegó de muy lejos, y una sola palabra me vino a la cabeza, en letras mayúsculas. Descubrí con horror que la palabra había quedado vaciada de su significado. No se refería a ninguna noción concreta, salvo a la imagen de mi padre, de pie, con los labios apretados, con la mirada íntegra. La repetía una y otra vez en mi cabeza como una oración, como un conjuro mágico que podría, tal vez, deshacer el maleficio. DIGNIDAD. No significaba nada, pero repetir esta palabra me era suficiente para adoptar la actitud de mi padre, como un infante que copia las expresiones de un adulto, y sonríe o llora no porque sienta alegría o dolor sino porque las expresiones que reproduce, despiertan en él las emociones que sus gestos están supuestos manifestar.
Mediante este juego de espejos comprendí, sin que mi reflexión participara en ello, que había ido más allá del miedo y murmuré: «Hay cosas más importantes que la vida».
Mi rabia me abandonó, abriéndole campo a una frialdad total. La alquimia que se obraba en mí, imperceptible desde el exterior, había sustituido la rigidez de mis músculos con una fuerza del cuerpo que se preparaba para hacer frente a los golpes de la adversidad. No era resignación, ¡para nada! Tampoco era una fuga incontrolada para terminar metida en la boca del lobo. Ahora tenía la atención fija en mi actitud, observándome desde dentro, midiendo mi fuerza y mi resistencia, ya no por mi capacidad para dar golpes, sino para recibirlos, como una embarcación martirizada por el embate de las olas, pero que no naufraga.
El muchacho se acercó y con un gesto veloz trató de ponerme la cadena al cuello. Yo lo esquivé instintivamente y terminé un paso de lado donde no podía alcanzarme. Los otros dos, sin atreverse a avanzar, lanzaban invectivas para animarlo a que volviera a intentarlo. Herido en su orgullo, se retenía como una fiera, calculando el momento preciso para atacar de nuevo. Nuestras miradas se cruzaron. Él debió de leer en la mía la determinación que tenía de evitar la violencia, y debió interpretarla como insolencia. Se me abalanzó y me dio un golpe seco en el cráneo con la cadena. Caí de rodillas. El mundo me daba vueltas. Me agarré la cabeza con las manos y vi todo negro; luego aparecieron estrellas bailando de manera intermitente ante mis ojos, antes de recuperar una visión normal. Sentía un dolor intenso, duplicado por una tristeza enorme que me invadía por pequeñas oleadas a medida que iba tomando conciencia de lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo había podido hacer eso? No era en absoluto indignación lo que sentía. Era algo peor: la pérdida de la inocencia. Mi mirada se cruzó de nuevo con la suya. Tenía los ojos inyectados de sangre y un rictus que le deformaba las comisuras de los labios. Mi mirada le resultaba insoportable: quedaba puesto al desnudo ante mí. Lo sorprendí mirándome con el horror que le producían sus propios actos, y la idea de que yo pudiera ser un reflejo de su propia conciencia lo volvía loco.
Retomó compostura y, como para borrar toda huella de culpabilidad, volvió a iniciar la tarea de ponerme la cadena al cuello. Yo repelía sus movimientos con firmeza, evitando hasta donde fuera posible el contacto físico. Cogió impulso y de nuevo me asestó la cadena encima, con un gruñido ronco que duplicaba la fuerza del golpe. Caí inerte en la oscuridad y perdí la noción del tiempo. Sabía que mi cuerpo estaba siendo objeto de la violencia de estos hombres. Escuchaba sus voces a mi alrededor cargadas con el eco de los túneles.
Me sentía víctima de un asalto, entre convulsiones, como si estuviera metida en un tren a gran velocidad. Me parece que no perdí el conocimiento, pero aunque creo haber mantenido los ojos bien abiertos, los golpes que me dieron me impidieron ver. Mi cuerpo y mi corazón permanecieron congelados durante el breve espacio de una eternidad.
Cuando finalmente logré sentarme, tenía la cadena alrededor del cuello y el tipo me halaba dando tirones para obligarme a seguirlo. Babeaba cuando me gritaba. El regreso al campamento me pareció interminable, bajo el peso de mi humillación y de sus sarcasmos. Un guerrillero, delante de mí, los otros dos, detrás, iban hablando fuerte e intercambiando gritos de victoria. No tenía ganas de llorar. No era una cuestión de orgullo. Era simplemente un desprecio necesario para verificar que la crueldad de estos hombres y el placer que obtenían de ella, no habían arruinado mi alma.
Durante el tiempo suspendido de este recorrido sin fin, sentí que me fortalecía a cada paso, pues era más consciente de mi extremada fragilidad. Sometida a todas las humillaciones, llevada de cabestro como un animal, atravesando todo el campamento en medio de los gritos de victoria del resto de la tropa, incitando los más bajos instintos de abuso y dominación, acababa de ser testigo y víctima de lo peor.
Por ello, sobrevivía en una lucidez recién adquirida. Sabía que, de cierta forma, había ganado más de lo que había perdido. No habían logrado hacer de mí un monstruo sediento de venganza. Del resto no estaba muy segura. Suponía que el dolor físico llegaría con el descanso y me preparaba para la aparición de los tormentos del espíritu. Pero ya sabía que tenía la capacidad de liberarme del odio, y veía en ello mi conquista más preciada.
Llegué a la jaula, vencida, pero sin duda más libre que antes, habiendo tomado la decisión de encerrarme en mí misma, de esconder mis emociones. Clara estaba sentada de espaldas, mirando a la pared, delante de un tablón que hacía las veces de mesa. Se dio media vuelta. Su expresión me desconcertó, adiviné un brote de satisfacción que me hirió. La rocé al pasar, sintiendo de nuevo, la enorme distancia que nos separaba. Busqué mi rincón para refugiarme bajo el mosquitero sobre mi estera, evitando pensar mucho, pues no estaba en condiciones de hacer evaluaciones certeras. Por el momento, me aliviaba ver que no habían considerado necesario asegurar el otro extremo de la cadena a la jaula con un candado. Sabía que lo harían más tarde. Mi compañera no me hizo ninguna pregunta y yo se lo agradecí. Al cabo de un largo momento de silencio me dijo simplemente: «A mí no me van a poner ninguna cadena al cuello».
Me desplomé en un sueño profundo, enroscada sobre mí misma como un animal. Las pesadillas habían vuelto, pero habían cambiado de esencia. Ya no era Papá con quien me reencontraba cuando me dormía; era yo, completamente sola, ahogándome en un agua estancada y profunda. Veía los árboles que me miraban, con las ramas arqueándose hacia la superficie trémula. Sentía el agua palpitar como si estuviera viva, y luego perdía de vista los árboles y sus ramas, hundiéndome en el líquido salobre que me aspiraba, cada vez más profundamente, mi cuerpo dolorosamente extendido hacia la luz, hacia ese cielo inaccesible, a pesar de mis esfuerzos para liberarme los pies y ascender a la superficie a tomar aire.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Ingrid Betancourt (Bogotá, 1961) es una política colombo-francesa. Durante la década de 1990 se desempeñó primero en la Cámara de Representantes de Colombia, donde alcanzó un alto reconocimiento por su actividad contra la corrupción política, abogando por una salida pacífica del conflicto armado de su país. Después de renunciar al Partido Liberal tras haberlo denunciado en la crisis conocida como Proceso 8.000, postuló por el Partido verde Oxígeno al Senado en las elecciones legislativas del año 1998, siendo electa con la primera mayoría nacional. Renunció a su escaño en el año 2001 para postularse a la presidencia de su país en las elecciones del año 2002.