En una fallo de segunda instancia, que resalta los crímenes de la masacre de Trujillo, cometida en alianza entre estructuras paramilitares, miembros de la fuerza pública, el Tribunal Superior de Buga (Valle del Cauca) condenó a 35 años de prisión a los paramilitares y narcotraficantes Diego León Montoya Sánchez, alias Don Diego, y Diego Rodríguez Vásquez, por su responsabilidad en los crímenes de lesa humanidad ocurridos entre marzo y abril de 1990, en Trujillo (Valle del Cauca).
La sentencia, que también ordena la captura inmediata de los condenados, responde a un recurso de apelación interpuesto por la Fiscalía y el Colectivo de Abogados y Abogadas José Alvear Restrepo (Cajar), luego de que en 2021 el Juzgado Primero Penal del Circuito Especializado de Tuluá absolviera a alias Don Diego. El Tribunal consideró que esa decisión desconocía las pruebas que acreditaban la participación del acusado en los crímenes y revocó el fallo de primera instancia.
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Sin embargo, la condena enfrenta un reto adicional: en 2008, Diego León Montoya fue extraditado a Estados Unidos por delitos relacionados con narcotráfico. Las organizaciones que han acompañado el caso insisten en la necesidad de adoptar las medidas necesarias para que responda también en Colombia por estos crímenes.
La Masacre de Trujillo
Aunque los hechos por los que se profirió esta condena corresponden a una serie de homicidios, torturas, secuestros y desapariciones forzadas perpetradas entre el 23 de marzo y el 23 de abril de 1990 en Valle del Cauca, la masacre de Trujillo abarca desde 1986 y 1994, y se extendió a los municipios de Bolívar, Riofrío y Tuluá (Valle del Cauca).
La reciente sentencia reconoce 26 víctimas directas, aunque cifras de la comunidad —en su mayoría desplazada por la violencia— indican que el número real de personas asesinadas durante toda la masacre asciende a 342. Según esos testimonios, el 91% de las víctimas eran hombres; de ellos, el 51% tenía entre 26 y 45 años, y más de la mitad se dedicaban a labores del campo. El resto eran trabajadores del comercio local y conductores.
Los relatos recogidos durante el proceso, entre ellos el del campesino Daniel Arcila Cardona —quien colaboró como informante del Ejército antes de ser asesinado—, permitieron reconstruir parte del horror vivido en Trujillo. Según su testimonio, muchas de las víctimas fueron retenidas, sometidas a brutales sesiones de tortura y posteriormente ejecutadas en la hacienda Las Violetas, un predio de la familia de alias Don Diego. Algunos de los cuerpos fueron lanzados al río Cauca, buscando desaparecer cualquier rastro.
La llamada Masacre de Trujillo no fue un hecho aislado, sino parte de una estrategia sistemática de exterminio contra líderes campesinos y organizaciones sociales que operaban en el norte del Valle del Cauca a finales de los años 80 e inicios de los 90. Los narcotraficantes Henry Loaiza Ceballos, alias El Alacrán, y Diego Montoya se aliaron con miembros del Ejército, en particular con el mayor Alirio Antonio Urueña, para instaurar un régimen de terror.
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En esa alianza confluyeron métodos de extrema violencia: torturas con sopletes de gasolina, descuartizamientos con motosierra —entre los primeros documentados en el país—, desapariciones forzadas, desplazamiento y asesinatos colectivos.
Esta violencia fue justificada bajo el argumento de frenar el avance guerrillero en la zona, especialmente del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que había ganado presencia en los cañones de la cordillera Occidental. Sin embargo, tras esa narrativa contrainsurgente se escondían conflictos locales por el control político y económico, alimentados por venganzas personales y rivalidades históricas, muchas de ellas arrastradas desde los tiempos del cacique liberal Leonardo Espinoza.
En ese contexto, las organizaciones comunitarias, impulsadas en gran parte por la labor pastoral del sacerdote Tiberio Fernández Mafla, fueron catalogadas por los paramilitares y algunos sectores del Estado como brazos civiles de la insurgencia. El Viernes Santo de 1990, el padre Fernández fue secuestrado, torturado y asesinado. Su cuerpo mutilado apareció días después en el río Cauca. Las tres personas que lo acompañaban al momento del secuestro siguen desaparecidas.
El caso llegó hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que en 2015 formalizó un acuerdo de solución amistosa con el Estado colombiano. A través de este pacto, el país reconoció su responsabilidad internacional por la omisión, la tolerancia y la participación directa de agentes estatales en los crímenes.
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Como parte de ese reconocimiento, el Estado ha ofrecido disculpas públicas en dos ocasiones: la primera en 1995, durante el gobierno de Ernesto Samper, y la segunda el 23 de abril de 2016, cuando el entonces ministro de Justicia, Yesid Reyes, encabezó un acto simbólico en nombre del gobierno de Juan Manuel Santos. Sin embargo, las víctimas y sus familias siguen reclamando justicia plena y la identificación de todos los responsables, incluidos los militares y civiles que aún no han sido investigados ni juzgados.
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