El ministro de Defensa, Iván Velásquez, volvió a poner en la agenda del país el asunto del reclutamiento y las batidas que, al parecer, habría hecho el Ejército en Bogotá. Según denuncias de al menos 100 jóvenes, en un retén militar fueron reclutados forzosamente y obligados a practicarse exámenes físicos. Por eso, el jefe de la cartera de defensa publicó en su cuenta de Twitter un mensaje en el que advirtió que esa práctica era ilegal y debía suspenderse inmediato.
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Aunque las denuncias y el trino de Velásquez se conocieron durante los últimos días, el tema de fondo no es para nada nuevo. Por eso, El Espectador reproduce un texto que publicó hace 126 años, cuando el gobierno de Miguel Antonio Caro desterró periodistas, los multó o los puso en la cárcel, al tiempo que ordenaba la confiscación de sus impresos e imprentas. Lo hizo aplicando el artículo K transitorio de la Carta Política, otorgado para amordazar a la prensa mientras el Congreso no decidiera aprobar una ley de imprenta.
Cuando se publicó el artículo, el 25 de marzo de 1896, el periódico llevaba 11 días desde su reapertura, luego de siete meses de cierre y de la orden de meter preso a su director, Fidel Cano Gutiérrez por su férrea defensa a favor de las libertades y en contra de la represión del gobierno de turno. Tres meses después de la publicación sobre reclutamiento, El Espectador fue nuevamente suspendido. Hoy, las palabras del periódico de 1896 están más vigentes que nunca.
(En contexto: Denuncian presuntas “batidas” del Ejército en Bogotá)
“Ejército no puede retener y conducir a ningún ciudadano a cuarteles o distritos militares para incorporarlos al servicio.
Entre las prácticas reprobables de los Gobiernos colombianos (de las que algunos han usado y abusado bastante más que otros) ninguna más injusta, ninguna más depresiva de la libertad y de la dignidad humana, ninguna más infame y cruel, ninguna más injustificable, ninguna más merecedora de estigma y maldición que el reclutamiento.
¿Con qué razón, con qué derecho un hombre esclaviza a otro hombre; lo encierra en un cuartel; lo viste con traje inusitado; lo apalea para hacerlo sumiso, tal cual se apalea una fiera para domesticarla; le pone un fusil en la mano; lo obliga a desvelos a marchas forzadas y a durísimo aprendizaje de maniobras; y luego lo echa por delante, como animal de recua, para que vaya a herir o a ser herido, a matar o a ser muerto, sin saber por quién y a quién, contra su voluntad, contra su deseo, contra su interés? ¿Qué razón, qué pretexto siquiera puede alegar el reclutado para ejecutar la obra inicua de esclavizar a su semejante solo porque es pobre y desamparado? A las personas de superior o siquiera mediana posición social no las recluta ni el gobierno ni el revolucionario, y si, por casualidad, alguna de ellas cae en la conscripción, al punto que se devuelve su libertad, a menos de que se trate de ejecutar una venganza privada por algún poderoso. La humillante y envilecedora carga recae únicamente sobre el jornalero, sobre el artesano, sobre el labriego, esto es sobre las clases sociales que mayor protección merecen de las otras, tanto por ser las más débiles, cuanto por ser las más útiles.
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El gobierno que merece ser gobierno, por representar la opinión y el querer del mayor número de habitantes de un país, no necesita obligar a nadie a que lo defienda: esa mayoría volará, apenas se presente una amenaza, a defender a ese gobierno, a ese legítimo representate de la sociedad, a ese núcleo de ciudadanos encargado de velar por el derecho y por la libertad de los demás ciudadanos.
Si en un país la opinión pública se divide en dos bandos; si uno de estos cree que el gobierno, en vez de representar los interese del mayor número sólo representa y favorece los de insignificante minoría; si trata por todos los medios pacíficos de cambiar lo que cree pésimas prácticas, y luego por haberlo violado en las urnas la violencia o las artimañas oficiales se lanza armado a reivindicar los fueros de los que cree la mayoría, tampoco tiene derecho de reclutar a nadie para su empresa. Si esta es justa, brazos le sobrarán para apoyarla; si no lo es, debe sucumbir, porque el partido político que quiere hacer la guerra con elemento forzados, deja de ser partido político para trocarse en partido de bandolero. En cualquier clase de contienda armada colectiva, todo ciudadano tiene derecho para abrazar esta o la otra causa o para no abrazar ninguna, porque no siendo lo que cada bando reclama como bien público, sino la suma de lo que cada uno de los miembros del mismo bando estima como bien de él mismo, quien no tiene interés en que triunfe esta o la otra causa, tampoco tiene por qué ser compelido o derramar su sangre por ninguna de ellas. Esta verdad es de mero sentido común. Muchos esfuerzos de enmarañada dialéctica y de sutiles sofismas han tenido que hacer -y siempre en balde ante el solo criterio de la razón natural- los que han pretendido demostrar que exista para algún hombre la obligación de ser soldado de una cuasa cualquiera contra su voluntad.
Hay personas de muy bien juicio que cuando oyen expresar ideas como las anteriores, creen coger el cielo con las manos, arguyendo que el Ejército es necesario, y que si no hay quién quiera servir voluntariamente, a dónde irán a parar el orden, la propiedad, el derecho, sino se forma Ejército aun cuando sea reclutándolo. A esto se contesta que una de dos: o no es exacto que haya interés social en guardar y mantener incólumes esas cosas, en tal caso no hay para qué ir a defenderlas; o efectivamente existe tal interés social en mantenerlas y guardarlas, y entonces los interesados son los que deben ir a derramar su sangre, a arriesgar su vida por tales cosas, o buscar quién vaya voluntariamente a reemplazarlos en su obligación.
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Muchos colombianos, liberales y conservadores, preconizan para esta Nación el servicio militar obligatorio de todos los ciudadanos, a imitación de los que se hace en otros países. Es cierto que, comparado ese procedimiento con el de reclutar las tropas entre los pobres y desvalidos, es relativamente justo; pero justicia absoluta tampoco la hay en él. Dado que la ley decreta el servicio militar obligatorio, siempre quedaría en pie la objeción de que no hay derecho para forzar a un hombre a tomar una carrera para la que tenga pocas aptitudes o repugnancia, ni menos aún para hacerlo pelear, por lo que crea injusto, perjudicial o indiferente.
La prueba de que el reclutamiento es no solo inocuo sino innecesario, y de que si se necesita Ejército se puede conseguir de gente voluntaria, nos la suministra lo que ocurre en la misma actual época, cuando impera el gobierno más impopular que registran los anales patrios. Tanto en la capital de la Nación, como en los departamento, existen cuerpos numerosos de policía organizados militarmente. Los individuos de esos cuerpos han entrado a ellos por medio de un contrato celebrado voluntariamente, en el cual ellos se comprometen al servicio y a la defensa del Gobierno, y este se obliga a cierto pago y otras condiciones. Muchos de estos soldados harán el contrato probablemente por el incentivo de la ración, y aún no faltarán algunos (¡a tanto llega la insensatez!) que lo hagan por simpatía hacia el gobierno; pero en uno y otro caso pueden legítimamente ser obligados a ejecutar lo convenido, porque el cumplimiento de los contratos es la base de las sociedades. Pero no sucede lo propio con el pobre, a quien se enlaza como animal para sujetarlo a la horrible esclavitud del rifle y de una ración tan insignificante para él, que jamás quiso buscarla voluntariamente. No hay en la lengua palabras bastante enérgicas para maldecir tal procedimiento y el de obligar a esos infelices a ir a la muerte o a la invalidez por defender intereses muy distintos de los suyos.
Del mismo seno del partido hoy dominante, que es el que más ha abusado del reclutamiento, están saliendo voces de condenación para esa monstruosa práctica, y aun en documentos oficiales suscritos por sujetos adictos al actual régimen, se lanzan ya gritos de improbación que bien pueden ser palabras de remordimiento...
El servicio militar para el Gobierno debe ser como otro servicio cualquiera, de condiciones pactadas libremente entre el que va a recibirlo y el que va a prestarlo. ¿Se cree que es base esencial del Ejército una disciplina rigurosa? Pues publíquese el reglamento de esa disciplina, para que el futuro soldado vea antes de comprometerse cuáles son las obligaciones que va a contraer y que debe cumplir. Mas no se ponga, no, en ese reglamento la pena de palos, porque ni el más envilecido de los hombres la aceptará voluntariamente. Esa pena, o mejor dicho, esa infamia, que tanto se prodiga entre nosotros, es signo inequívoco de barbarie y salvajes, apenas comprable al reclutamiento, su antecedente forzado. En el actual Ejército francés -que es modelo de subordinación y moralidad- no existe esa pena ni otra semejante, y al superior, aunque sea un general, que golpea a su inferior, aunque sea el ínfimo soldado, se le castiga severamente. Así se procede en la Nación más civilizada de la tierra. En la misa recia España, de quien se heredó aquí la cuerda del fuerte con el débil, rigen hoy en el Ejército reglamentos semejantes a los franceses, lo que prueba que en el asunto aquel país progresa, al paso que nosotros estamos todavía es estado bárbaro. Salir de ese estado es necesidad apremiante, siquiera para complacer a muchos de nuestros conciudadanos que creen vivir en una Nación ventajosamente conocida en Europa. ¡Ventajosamente conocido un pueblo en que los que mandan se acuerdan diariamente de reclutar y de hacer apalear a los habitantes más desgraciados, y en que jamás se acuerdan de pagar algo siquiera de los que la Nación debe!
La venida de ideas liberales a dirigir la cosa pública en Colombia, es cosa que ya ven como necesaria, y acaso no muy remota, aun los mismos hombres que en calidad de minoría violenta la gobiernan hace años.
Cuando esas ideas imperen, ya se sabe cuáles serán las bases de la Constitución y de las leyes. Aunque cuando el liberalismo no ha tenido pontífice máximo que concrete en un documento esas doctrinas, sus escritores y tribunos, en los momentos del respiro que ha dejado la mordaza oficial, sí han estado durante diez años pregonando sus ideas. Y ha sido tal la conformidad en lo sustantivo de la doctrina, que cualquiera que revise la obra liberal de esta década, puede ver esa conformidad en las siguientes conclusiones, que afectan a las clases ínfimas, tan abandonadas hoy por las otras clases, especialmente por la oficial.
Igualdad ante la Ley y ante el gobierno para todos los colombianos, de modo que no sea nunca más el pobre la víctima obligada de los reclutadores.
Libertad para todos, liberales y conservadores, pobres y ricos, para hacer lo que no esté erigido por la ley en delito, o no constituya falta de cumplimiento de contratos celebrados voluntariamente; de manera que esa libertad cobije al desvalido para no ser soldado cuando no lo quiera.
Tolerancia efectiva para toda opinión, sea hablada o escrita, porque si esta opinión es errónea será combatida también de palabra o por escrito o despreciada por la sociedad y si es justa debe calar en el ánimo del público. Esa tolerancia incluye, desde luego, el derecho de todo hombre a no ser soldado a la fuerza, ni militar sin vocación.
Abolición absoluta del cadalso, de manera que en ningún caso ni por ningún motivo pueda imponerse la pena de muerte al que voluntariamente entre en la carrera militar, sea en paz o en guerra.
Abolición absoluta de la infame pena de azotes, aplicada especial y casi exclusivamente a los pobres cuando son soldados, como resto vivo de uno de los aspectos más horribles del estado bárbaro.
Erección de tal pena y del reclutamiento en delitos graves, castigados severamente por la ley, quienquiera que sea el que los ejecute.
Elevación a derecho tan alto como el de la defensa de la vida, del derecho a no dejarse reclutar ni apalear a nadie.
Completa libertad y tolerancia religiosa, de modo que no lastimando el gobierno en lo mínimo las creencias ni las prácticas religiosas de colombiano alguno, jamás haya motivo ni pretextos siquiera para que ninguno de ellos -ni el campesino, ni el artesano, que son las víctimas obligadas- vaya a la guerra por esa causa, ni se sienta nunca perturbado en su conciencia.
Etcétera”.