Fabián Ulcué contesta el teléfono desde una carretera en el departamento del Cauca. Del otro lado, un comando del Ejército, que lo llamó desde un teléfono satelital, le dice: “Gracias. Gracias a su acompañamiento en la selva, damos por encontrado el objetivo. Es una alegría para el país”. Dice que eran las seis y diez de la tarde del pasado 9 de junio. A Fabián se le escurren las lágrimas y pregunta si encontraron a los niños. “Los cuatro, y con vida”, le responden. Recibió la noticia cuando se dirigía hacia el municipio de Páez (Cauca), de donde es oriundo, a reencontrarse con su familia después de casi 20 días de haber salido con una promesa: no volver hasta encontrarlos.
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Han pasado siete días desde que Fabián salió de la selva para apoyar en la búsqueda de Lesly Jacobombaire (13 años), Soleiny Jacobombaire Mucutuy (nueve), Tien Noriel Ronoque Mucutuy (cuatro) y Cristin Neriman Ranoque Mucutuy (un año). Todavía tiene la voz ronca y bajita y el sueño acumulado de los 13 días que permaneció internado en el Guaviare, y en los que apenas podía dormir de pie por turnos cortos recostado sobre los árboles, o algunas veces, cuando corría con suerte, acurrucado sobre alguna roca. “El sol, en esa selva, solo alcanzaba a impactar las copas de los árboles”, dice.
Junto a él, unos 150 hombres y mujeres, indígenas y militares, emprendieron la búsqueda por una selva virgen en el departamento del Guaviare para apoyar en la búsqueda de los cuatro niños que permanecieron perdidos por 40 días, luego de que la aeronave en la que viajaban se accidentara el pasado 1.° de mayo. A Fabián lo contactaron con otros líderes del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) y la Organización Nacional de los Pueblos Indígenas de la Amazonia (OPIAC) para consolidar un equipo que se sumara a la búsqueda con los militares.
En contexto: La operación que trajo esperanza desde el corazón de la selva
Desde ese primer llamado, Fabián, de 34 años, sabía que esa iba a ser una de sus misiones en la vida. En los casi 20 años que lleva de guardia indígena, ha tenido más certezas que dudas sobre su labor por proteger a los suyos. Y lo dice con una convicción: él se salvó de ser una “cuota de guerra” y, en su momento, tuvo un círculo de familiares y amigos que lo protegieron. “Mis padres me sacaron a tiempo del Cauca, a mis 15 años”, recuerda. A esa edad, logró zafarse de sumar a las filas de un grupo guerrillero y entró a una escuela de formación de guardias indígenas.
Él dice que no fue suerte, sino el destino. Y por décadas, sin saberlo, se estuvo preparando en territorios rurales, selváticos, montañosos y rocosos cuando atravesaba el nudo cordillerano andino en el Cauca, en territorios que por décadas han estado en control de actores armados como las FARC y grupos residuales. Aunque conoce el monte, dice que ningún otro ecosistema es como esa selva amazónica, que está ubicada a una hora y 47 minutos en helicóptero desde la capital de ese departamento, San José. Pasó 13 noches buscando a los niños. “Me tocó ver caer enfermos a muchos compañeros de la guardia y del Ejército, que teníamos que sacar de emergencia de la selva”, recuerda.
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Durante esos días, su labor y la de los otros 39 indígenas del Cauca que iban con él fue bordear y abrir camino a orillas del río Apaporis. Se dividieron en cuatro grupos de 10, para cubrir varios puntos. En sus maletas llevaban brújula y relojes para no perder la noción del tiempo, y algunas plantas sagradas como la coca para mambear, de la que obtenían energía y sabiduría. Antes de cada jornada, según cuenta, se encomendaban a la madre Tierra y a Dios para que se les abriera el camino.
El 18 de mayo, ese grupo de indígenas del CRIC encontraron las primeras huellas de los niños. Dice Ulcué que, delante de esos pequeños rastros de zapatos de niños, estuvieron siempre las huellas de un canino. Siguieron las pistas y se toparon con un tronco que tenía restos de mojojoyes, que son larvas amazónicas comestibles. Junto al tronco, más huellas que los conducían al río Apaporis y les indicaban que los menores habían estado recogiendo agua.
“Por la frescura de las huellas determinamos que nos llevaban de ventaja apenas dos días. Eso lo determinábamos según la lluvia. Si había llovido mucho, sabíamos que la huella debía estar muy llena; si había llovido poco, debía estar medio fresca y si no había llovido, el rastro debía estar más consistente”, asegura.
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Fabián también fue testigo de los pasos de Wilson, uno de los 10 perros que guiaron la búsqueda. Dice que hubo tres días en los que el animal se perdía en medio de la selva, pero regresaba al amanecer junto a los comandos. Sin embargo, el sexto día de búsqueda, no regresó. “Pareciera como si el perrito se hubiera vuelto un perro salvaje, porque varias veces lo vieron de lejos los comandos y cuando él veía personas, corría asustado”. La búsqueda de Wilson, que además fue uno de los caninos clave para encontrar la avioneta, no cesa.
La selva era tan espesa, que a veces era imposible abrir camino con el machete y salir ilesos. Fabián tiene en su mente dos casos: el de un compañero indígena que se chuzó los testículos y el de un comando del Ejército que se lastimó el ojo con una rama. “Esos casos fueron los más difíciles. El soldado salió con el ojo infectado porque la rama le tocó la retina. A otro soldado se le enterró una rama y se le rasgó el labio, la nariz y los ojos”. En esos momentos, el ánimo y la esperanza parecían extraviarse.
Los últimos dos días de la búsqueda, el 1.° y 2 de junio, los indígenas del Cauca los pasaron en vela. A su alrededor escucharon rugidos de jaguares toda la noche. Nunca tuvieron la certeza de qué tan cerca estuvieron, pero el miedo y la ansiedad por sobrevivir enfermaron a muchos de ellos. “Teníamos compañeros que nunca habían oído el sonido de un jaguar ni habían visto culebras tan grandes. Toparse con esos animales les generó mucho estrés y desespero”.
Fabián está convencido de que los comandos y los indígenas siempre estuvieron cerca de los niños. “Todos los días encontrábamos pistas que nos decían que habían estado allí 12 o 24 horas atrás”. Antes de salir de la selva, la última pista que encontró fue un pequeño cambuche improvisado con hojas de palma. Ese, dice, fue su amuleto para pedir salida hacia el municipio de Calamar y solicitar el relevo con la certeza de que, antes de volver al departamento del Cauca habría buenas noticias. “La madre Tierra nos lo dijo”. Y no se equivocó.