Justicia Inclusiva
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Violencia sexual en el conflicto: retos y pendientes en la búsqueda de justicia

La Jurisdicción Especial para la Paz tiene un verdadero reto para hacer justicia a más de 35.000 personas, casi todas mujeres, que fueron agredidas sexualmente en el conflicto. El macrocaso 11, que fue el último en abrirse por este tribunal, debe resolver la forma en que haya un efectivo reconocimiento, verdad y reparación para la no repetición.

Tomás Tarazona Ramírez
25 de mayo de 2024 - 06:17 p. m.
Mujeres que sufrieron violencia sexual en la guerra le exigieron en 2022 a la JEP que abriera una investigación y les dé respuestas sobre sus casos, en el marco del día de la dignidad de las víctimas de violencia sexual en el conflicto.
Mujeres que sufrieron violencia sexual en la guerra le exigieron en 2022 a la JEP que abriera una investigación y les dé respuestas sobre sus casos, en el marco del día de la dignidad de las víctimas de violencia sexual en el conflicto.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

El día que haya justicia en el caso de mi agresión sexual va a ser el día que yo me sienta reparada”, le han dicho las víctimas una y otra vez a Julia Cogollo, cuando llega a los territorios a sanar los cuerpos que la guerra desgarró. Como psicóloga, Cogollo ha atendido a cerca de 800 mujeres que fueron violadas por diferentes grupos armados y que, tras esa agresión, “empezaron a morir en vida”.

Pero, ¿qué es la reparación en las vidas de mujeres y niñas que, por años, algunas incluso por décadas, han permanecido en silencio viendo cómo la historia de violencia sexual se sigue repitiendo?

Este 25 de mayo se cumple un año más del Día de Dignidad de Víctimas de Violencia Sexual en el Conflicto Armado; una fecha creada gracias a la lucha de la periodista Jineth Bedoya por acceder a justicia tras la agresión sexual que sufrió a manos de paramilitares en el 2000.

También es un día en que organizaciones se preguntan cómo hará el Estado, en especial la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), para que una sentencia justa intente sanar el dolor que quedó en los cuerpos de más de 35.000 personas.

El Espectador habló con expertas en temas de género sobre cómo puede haber un escenario de justicia para las mujeres y miembros de la comunidad LGBTIQ+ que tras las agresiones sexuales en medio de la guerra sufrieron estigma, secuelas psicológicas, lesiones físicas y continúan buscando espacios para que sean reconocidas como víctimas del conflicto.

Reconocer lo evidente

Durante décadas las víctimas han sufrido, además, el ser silenciadas y no poder denunciar. Así lo ha documentado la JEP, Justicia y Paz, la Comisión de la Verdad y organizaciones sociales que aseguran que uno de los patrones de esta violencia consiste en hacer un pacto de silencio sobre los agresores para nunca más hablar de lo que sucedió.

Viviana Rodríguez, directora jurídica de Humanas, una ONG que trabaja por los derechos de las mujeres, explica que “el macrocaso 11 puso a hablar al país de algo que mucho tiempo se quiso mantener en silencio y era cómo la sociedad, las poblaciones y el Estado sabía que existía esa violencia y aun así la permitió”.

Una lideresa del Pacífico también reconoció en la Comisión de la Verdad que, durante años “hablar de violencia sexual contra nuestras mujeres era un tabú. No se hablaba de este delito”. Y de allí surge ese pedido de justicia de que estas violencias sean reconocidas.

En los hallazgos que recogió la Jurisdicción Especial de Paz se registran al menos 35.000 casos de agresiones sexuales. De estos, miles han sido estigmatizadas socialmente por sus familias, vecinos e incluso revictimizadas por la justicia ordinaria cuando intentaron denunciar. “Cuando decidí contarle a mi esposo lo que sucedió, su reacción fue dejarme”, reza uno de los cientos de testimonios.

Los agresores, que hoy tienen un lugar en los estrados de justicia transicional, ofrecen detalles minuciosos sobre cómo perpetraron masacres, desmembramientos u ordenaron decenas de muertes, pero no hacen referencia a su papel en las violencias de género que ejecutaron en la guerra, dice Rodríguez. “Y esa es una deuda que aún persiste”.

Julia Cogollo asegura que un pedido generalizado que ha visto al acompañar a las mujeres víctimas es que “el Estado reconozca que no estuvo cuando ellas lo necesitaron; los grupos reconozcan que hicieron la violación por alguna razón y, además, que la sociedad reconozca que frente a sus ojos, cientos y cientos de mujeres fueron violentadas sexualmente. Eso es un paso para darle legitimidad y credibilidad a lo que vivieron y hasta hoy les duele”.

Pero el escenario de reconocimiento aún está en “veremos”. Si bien la JEP detalló hace ocho meses que “no se trata solo de investigar conductas o crímenes (como sucede con los otros macrocasos), sino de encontrar las lógicas que se sustentaron en relaciones dominantes de género”, las expertas coinciden en que aún faltan varios escalones para alcanzar el reconocimiento.

Rodríguez y Cogollo aseguran que es casi seguro que sean más víctimas de las que se tiene registro. Y es que, en cada uno de los episodios de la guerra (masacres, desplazamientos, tomas guerrilleras), hay indicios de mujeres que fueron separadas del resto de la población y agredidas.

“La violencia sexual se convirtió en un secreto doloroso para todos. Las comunidades sabían que sucedía, los comandantes de la guerra o lo ordenaron o toleraron y las mujeres lo sufrían. No solo significó una estrategia de guerra y utilizar el cuerpo como botín, sino que se convirtió en un secreto, que aunque duela, lo mejor era tenerlo guardado”, comenta Rodríguez.

A esto se suma la dificultad que tiene la justicia transicional de que haya reconocimiento sin revictimizar a quienes durante años, ya sea por su cuenta o por ayuda de ONG, intentaron sanar lo que les sucedió.

“Hay ancianas que ya vivieron lo que les pasó y lo único que quieren es que sus nietas no lo vuelvan a vivir. ¿Cómo llega la justicia una vez más a preguntar lo que, o bien han contado con dolor muchas veces, o han callado hasta ahora? Y sin ese primer paso de verdad, pues no va a haber reconocimiento”, cuestiona Cogollo.

El reto de restaurar

El propósito de crear la JEP, cuenta Rodríguez, era aprender de los errores y oportunidades que dejó el proceso de Justicia y Paz con los paramilitares desde 2007. Una de esas enseñanzas es que todos los casos conduzcan a la reparación.

Pero aquí hay un nuevo escalón pendiente cuando se habla de justicia. Cogollo asegura que si no hay verdad y alguien acepta la responsabilidad de los hechos, el camino de reparación va a ser muy complicado. “¿Quién va a pararse frente a las personas y pedirles perdón si no se dicen sus nombres o no se conocen los casos?, ¿Qué comandantes o combatientes van a identificar sus hechos y luego repararlos si mencionarlos, una vez más, causa dolor y recuerdos que aún no sanan?”.

Además, cada una de las violaciones, lesiones físicas, o estigmas de por vida que sufrió la comunidad LGBTIQ+, debe tener un acto reparador dependiendo del contexto. En desaparición forzada, la entrega digna de los cuerpos a familiares que buscaron durante décadas es un requisito generalizado; en el desplazamiento lo es el retorno o la restitución de tierras. Pero Cogollo y Rodríguez resaltan que para la violencia sexual este pedido de justicia no es el mismo.

La abogada de Humanas explica que quizá el Estado debe empezar, aunque tarde, a ofrecer justicia con los pedidos más mínimos de justicia, como lo es atención psicosocial, jurídica y médica. Pero bajo su experiencia, esto no garantiza que una mujer que fue excluida, estigmatizada, violentada físicamente y con evidentes secuelas psicológicas, sienta que es suficiente. ONU Mujeres, por su parte, habla de la violencia sexual en Colombia como un escenario de “reparar lo irreparable”, pues el daño no solo es de una sola ciudadana, sino que impactó a toda la sociedad en conjunto.

“La mayoría de las víctimas fueron víctimas de comunidades étnicas, en especial mujeres negras del Pacífico. Y aquí estamos hablando no solo de un daño psicológico individual; sino de una herida comunitaria que afectó la forma ancestral de vivir en los consejos comunitarios, y eso debe tenerse en cuenta”, acota Cogollo.

Y la cárcel, si se habla de un enfoque de justicia más punitivo, puede que tampoco sea una solución, explican las expertas. Por ejemplo, la psicóloga cuenta que, en su experiencia: “Ellas no quieren ver a nadie tras las rejas ya. Después de tantos años, quieren sanar lo sucedido y que su historia no sea identificada únicamente con el hecho de violencia que sufrieron, sino con un proyecto, la capacidad de construir algo, de sanarlo y poder vivir con ello”.

Búsqueda de esperanza

Rodríguez considera que, aunque el macrocaso fue el último en ser abierto y hay una carrera contrarreloj para que no pasen décadas mientras se soluciona, “conecta a Colombia sobre una violencia que observó y lleva a entender que la violencia sexual, así como el secuestro, tuvo motivos políticos. Creemos que los agresores son monstruos y encajan en cierta figura, pero son personas normales y tiene el respaldo social de lo que les sucede a diario a otras mujeres en el conflicto, y ese es el principal reto, pero también el mayor avance”.

Cogollo tiene una perspectiva más esperanzadora. Ella considera que aunque pasen años de dolor, hay posibilidad de que la justicia llegue, siempre y cuando esté articulada con el reconocimiento y el acompañamiento psicosocial. La experta cuenta que en su experiencia ha logrado “cambiar y salvar vidas (...) nunca es muy tarde para llegar y ofrecer lo que el Estado permitió, los grupos armados hicieron y la sociedad calló”.

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Tomás Tarazona Ramírez

Por Tomás Tarazona Ramírez

Periodista de investigación con énfasis en conflicto, memoria y paz.ttarazona@elespectador.com

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