COVID-19 y el laberinto venezolano

El régimen venezolano emprende una batalla contra un enemigo invisible, altamente destructivo y con múltiples tentáculos. El virus tiene todo el potencial para mostrar, con toda crudeza, la degradación social y humana en que está sumida hoy Venezuela.

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Truman Percales / especial para El Espectador
27 de marzo de 2020 - 01:28 p. m.
Nunca antes la Venezuela del presidente Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, había enfrentado una amenaza tan poderosa.  / EFE / Prensa de Miraflores
Nunca antes la Venezuela del presidente Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, había enfrentado una amenaza tan poderosa. / EFE / Prensa de Miraflores
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Dicen que fue Nikolái Gavrílovich Chernyshevski, filósofo y revolucionario socialista ruso del siglo XIX, y cuyos escritos inspiraron a Vladimir Lenin, quien acuñó la expresión “cuanto peor, mejor”, con el propósito de deteriorar las condiciones de vida de los obreros y campesinos rusos y así precipitar la exitosa revolución y la caída de la dinastía de los Romanov. Es difícil saber si, frente a la amenaza del COVID-19, la retórica revolucionaria rusa de antaño tiene encaje en el laberinto ideológico del régimen venezolano.

Se percibe una seria preocupación en el madurismo frente a la pandemia que golpea el mundo. De su evolución puede depender el futuro del régimen. Por si había alguna duda al respecto, la primera señal ha llegado desde el fiscal general de los Estados Unidos acusando al presidente Maduro y a su círculo más próximo de ser parte de un entramado narcoterrorista. Su cabeza vale hoy 15 millones de dólares.

Hay que reconocer que Caracas se ha movido con velocidad ante la pandemia. A través de su Ministerio Popular de Salud (asesorado por Cuba) y de las Fuerzas Armadas, ordenó medidas drásticas con el objetivo de contener la llegada y expansión del virus. Cierre de fronteras, restricción de vuelos nacionales e internacionales, cuarentena obligatoria en todo el país y definición de planes y protocolos. A priori, todas ellas medidas homologables en otras latitudes y contextos.

La rápida reacción pretendió, por un lado, transmitir un mensaje de protección y certeza hacia sus bases populares empobrecidas y desgastadas hasta la extenuación. Y por otro lado, cerrar el paso a cualquier conato de incertidumbre y conspiración dentro del complejo laberinto de poderes que componen el poder en Venezuela a día de hoy.  

Sin embargo, las medidas tomadas son un auténtico brindis al sol a la luz del desafío. Con un sistema de salud pública agonizante, un 80 % de la población viviendo por debajo de la línea de pobreza, un petróleo en mínimos históricos y muchos activos congelados por las sanciones, el régimen venezolano sabe que emprende una batalla contra un enemigo invisible, altamente destructivo y transversal. Frente a COVID-19 no serán útiles ni la escenografía, ni la fanfarria, ni la manipulación de las cifras. No habrá ideologías que valgan.

Entonces ¿qué puede hacer el Gobierno venezolano para frenar la amenaza?

Resulta difícil vislumbrar de manera realista alguna estrategia en materia de salud pública que pueda contener la expansión del virus sin un sistema hospitalario. Los Hospitales Centinelas, designados por el Ministerio de Salud como lugares de referencia para la remisión de casos sospechosos, son a día de hoy estructuras sanitarias fantasmagóricas, sin agua, sin luz, sin insumos, sin medicamentos (la Federación Farmacéutica Venezolana estima un déficit del 85 % en fármacos) y sin unas mínimas condiciones. Las unidades de cuidados intensivos, que son esenciales en esta crisis, carecen de los mínimos estándares.

En un país donde la mortalidad neonatal se sitúa en algunas maternidades sobre el 25 %, en donde al menos el 70 % de la asistencia médica disponible se ha perdido progresivamente desde 2011 y en donde hay un 31 % en el incremento en muertes maternas, un 21 % de mortalidad infantil, 140.000 enfermos de cáncer y 300.000 cardiópatas severos, todos ellos sin acceso a diagnósticos, tratamientos y/o cirugías, parece difícil imaginar que exista la capacidad para manejar el COVID-19. 

Y si miramos hacia los profesionales de la salud, más de 20.000 médicos han abandonado el país. Venezuela tiene un alto déficit de personal médico y sanitario cualificado para hacer frente a la demanda que el COVID-19 va a generar. Solamente un decidido y gigantesco apoyo de China podría mitigar los devastadores efectos del virus en la población.

¿Pero cómo es posible llegar a este nivel de destrucción? El sistema de salud venezolano ha desaparecido como sistema. Ha sido socavado lentamente en estos años, bajo una visión politizada del derecho a la salud. Sobre la lógica de una visión comunitaria de la atención primaria (muy válida como principio), el chavismo pretendió solucionar las inequidades en el acceso a los servicios de salud promoviendo como alternativa la Medicina Integral Comunitaria, importada de Cuba (pero Venezuela no es la Cuba de los Castro), a la vez que destruía conscientemente el sistema nacional existente, otrora referencia en la medicina latinoamericana por sus grandes profesionales y servicios, tachándolo de entramado burgués al servicio de la oligarquía. El resultado hoy es la nada.

Uno de los problemas de fondo es la pérdida del sentido de realidad que ha demostrado el régimen, tomando decisiones en salud y en muchos otros ámbitos, que hoy, ante la llegada de COVID-19, ponen un riesgo su propia supervivencia. Es curioso observar cómo permanece en el consciente de la jerarquía (enchufados, boliburgueses, altos miembros del partido y militares de alto rango) una sensación de inmunidad de rebaño permanente (utilizando la terminología epidemiológica tan en boga hoy), de inviolabilidad divina, de indiferencia ante la miseria creciente, como si esta nunca pudiese volverse en contra. Sin embargo, el virus ha puesto en cuarentena los restaurantes de alta gama, los bodegones de productos importados, los gimnasios de lujo, los prostíbulos exclusivos y demás santuarios de la cultura del exceso, característicos en la dolce vita caraqueña, y del cuanto peor, mejor, acuñado por Nikolái Gavrílovich. Y además y mucho más determinante, ha servido como detonante para que los Estados Unidos le pongan precio a la cabeza del presidente Maduro.

El virus además tiene todo el potencial para mostrar, con toda crudeza, la degradación social y humana en que está sumida hoy Venezuela. Sería esperpéntico observar a los millonarios del régimen acudiendo en masa, con sus dólares, a las carísimas clínicas privadas caraqueñas, como el Ávila o la Trinidad, en busca de un tratamiento contra la neumonía bilateral, o verlos embarcar en sus jets privados hacia destinos seguros, mientras en los hospitales públicos la clase media y los pobres agonizan en los pasillos sin ningún medio posible que los alivie.

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En paralelo, la crisis humanitaria sigue su curso y convendría que la comunidad internacional no la pierda de vista. Además de la crisis en el sector de la salud, el ámbito de la seguridad alimentaria es muy preocupante y será un factor determinante en el impacto del virus.

Según una macroencuesta del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, desarrollada en el año 2019, en unos 8.000 hogares, se estima que el 7,9% de la población (2,3 millones) están en situación de desnutrición severa y 24,4 % (7 millones) en desnutrición moderada. Además, la falta de acceso al agua, según el Observatorio de los Servicios Públicos, afecta al 70 % de la población, siendo este un grave condicionante para las medidas higiénicas a nivel del hogar. 

Finalmente, la violencia subyacente, que siempre acompaña estos escenarios en descomposición social, está muy presente y la COVID-19 puede ser una bomba de tiempo. Algunos saqueos empiezan a verse en Caracas ante la escasez de suministros. 

Viendo la foto completa, es evidente que las sanciones y las nuevas medidas de la Administración Trump (con la aquiescencia de Colombia) solo generarán más daño en una población diezmada, cercenarán cualquier opción de diálogo, desviarán el foco de lo importante e incrementarán la inestabilidad. Usar el caos de la pandemia y la ayuda humanitaria con fines políticos y económicos es especialmente despreciable en estos momentos.

Nunca antes la Venezuela del presidente Chávez y su sucesor había enfrentado una amenaza tan poderosa. Ni Guaidó, ni la grave crisis humanitaria que vive el país habían generado tanta preocupación e incertidumbre en el seno de un régimen acomodado y acostumbrado a navegar entre la propaganda y la represión, bajo el manto protector de Rusia y China, curiosamente este último, origen de un virus con tentáculos y ramificaciones suficientes para socavar la revolución bolivariana y llevárselos a todos por delante.

¿Amistades que matan o cuanto peor, mejor?

Por Truman Percales / especial para El Espectador

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