John McCain no era moderado. Ganó el escaño de Barry Goldwater en Arizona en 1986 y fue, por lo general, un heredero adecuado de Goldwater.
McCain apoyaba un gobierno federal más pequeño, una política exterior de línea dura y las típicas posturas republicanas relacionadas con el aborto, las armas y otros asuntos.
No obstante, McCain buscó sus fines conservadores a través de medios que son tristemente escasos en el Partido Republicano actual. McCain creía en los ideales estadounidenses de la democracia pluralista.
Despreciaba la autocracia y estaba dispuesto a aceptar la derrota cuando su bando perdía una batalla política. Insistió en que hubiera un sistema electoral que no estuviera dominado por los ricos. Llegó a rechazar el racismo como una estrategia política. Y en los meses antes de su muerte, McCain fue uno de los pocos republicanos que se opusieron al presidente Donald Trump no solo con sus palabras, con su voto.
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En un ensayo reciente de The New Yorker sobre Charles de Gaulle, Adam Gopnik describió al dirigente francés en formas que me dejaron pensando en el legado de McCain. “Su vida es una prueba de que la política de derecha sin arrepentimientos no necesariamente se inclina hacia el absolutismo”, escribió Gopnik. “Algunas veces también puede reforzar la columna vertebral de la democracia liberal”.
El absolutismo y radicalismo del Partido Republicano actual son la mayor amenaza para el país al que McCain sirvió y amó. Ha dejado a Estados Unidos en una situación de impotencia para enfrentar nuestros mayores desafíos: desigualdad, marginación, cambio climático y desviación global hacia la autocracia. El Congreso, como dijo McCain el año pasado, “no está logrando nada”. Mientras tanto, crecen las amenazas al poder y los intereses estadounidenses.
Creo que la presidencia de Trump terminará mal para los republicanos, en alguna combinación de deshonra, impopularidad y derrota. Desearán un antídoto para el Trumpismo, una serie de ideas que logren ser conservadoras y antiTrump.
Les podría ir peor que con una versión del McCainismo. Soy muy consciente de que McCain podía ser desquiciantemente inconsistente y fallido. Habló con evasivas acerca de la bandera de combate confederada en el año 2000. Con demasiada frecuencia consintió los perjuicios de Mitch McConnell sobre las normas del Senado. McCain decidió que Sarah Palin debía ser vicepresidenta, por el amor de Dios.
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Como él mismo admitió, debería haber hecho mucho más para combatir el extremismo republicano. Pero la suma total de su carrera todavía representa una alternativa trascendente a Trump, McConnell y el resto de los dirigentes republicanos actuales. En el mejor de los casos, como dijo Barack Obama este fin de semana, McCain mostró una “lealtad a algo más alto: los ideales por los que generaciones de estadounidenses e inmigrantes por igual han luchado, marchado y sacrificado”.
¿Cómo luciría un Partido Republicano más al estilo de McCain? En primer lugar, dejaría de intimidarse por Trump y defendería la seguridad nacional de Estados Unidos. Investigaría los ataques cibernéticos de Rusia y la posibilidad, como dijo McCain, “de que el presidente de Estados Unidos fuera vulnerable a extorsiones rusas”. Muchos de los compañeros de McCain que lo recordaron como un valiente patriota están demostrando que no son ninguna de las dos cosas.
En segundo lugar, un Partido Republicano más al estilo de McCain entendería que el racismo es inmoral y, a largo plazo, políticamente desastroso.
McCain tenía una familia multirracial, del tipo que conforma cada vez más al futuro de Estados Unidos. En vez de convertir en chivos expiatorios a los inmigrantes, se arriesgó a aprobar la reforma de inmigración. Después de lo sucedido en Charlottesville, declaró: “Los defensores de la supremacía de la raza blanca no son patriotas, sino traidores”.
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En tercer lugar, McCain creía en la democracia y sus instituciones vitales y frágiles. Aceptó dignamente sus dos inolvidables derrotas presidenciales. Se dice que eligió a los vencedores en esas campañas —Obama y George W. Bush— para que hablaran con elogios en su funeral. Aún más importante,
McCain peleó por leyes de financiamiento para las campañas a fin de reducir la influencia de los plutócratas.
En cuarto lugar, McCain entendía que algunas veces la democracia significa seguir adelante. Votó en contra del Obamacare, un reflejo de su conservadurismo de gobierno pequeño. Pero también votó, fundamentalmente, contra su revocación, un reflejo de su conservadurismo menos extremo.
Finalmente, McCain reconoció que el Ejército no era la única vía con la que Washington podía emplear su asombroso poder para siempre. Cuando lo entrevisté durante la campaña para la presidencia de 2008, dijo que su héroe en materia económica era Theodore Roosevelt, un “capitalista a favor de la libre empresa, a todo lo que da” que se percató de que la prosperidad dependía de las agencias gubernamentales “que también tienen que hacer su trabajo”. Las perspectivas lo llevaron a apoyar políticas (aunque muy esporádicamente) para combatir el cambio climático y ampliar las universidades comunitarias.
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Imaginen lo diferente que podría ser nuestra política si al menos algunos republicanos —al estilo T.R.— ocasionalmente tomaran el bando del hombrecito en contra de los gigantes corporativos. Y aun si ustedes no estuvieran de acuerdo con McCain en tantos temas como yo lo estaba, imaginen si el Partido Republicano llegara, en última instancia, a asemejarse más a él que a Trump.
Sobre todo, McCain creía en la grandeza de Estados Unidos, como una realidad, no como un lema. Sabía que Estados Unidos podía representar un papel excepcional en el mundo como defensor de la libertad y de la dignidad humana. También sabía que ese papel no estaba asegurado. Se necesitaba mucho trabajo, buenas decisiones, consenso y sacrificio.
El mensaje final de McCain para su país fue una advertencia: nuestra grandeza está en riesgo.