La brutal política de la guerra contra las drogas en Brasil

La violencia policiaca en las favelas de Río de Janeiro se basa en una estrategia que provoca la muerte de civiles inocentes: se trata de combatir las masacres con masacres, en vez de mejorar la calidad de vida de las personas.

Mauricio Santoro* / The New York Times
01 de noviembre de 2019 - 02:00 a. m.
 Civiles corren en medio de un enfrentamiento entre soldados brasileños y bandas narcotraficantes. / EFE
Civiles corren en medio de un enfrentamiento entre soldados brasileños y bandas narcotraficantes. / EFE

Durante el primer trimestre de 2019, la policía asesinó en promedio a siete personas al día en Rio de Janeiro, la segunda ciudad más poblada de Brasil. Esa es la cifra más alta registrada en dos décadas. Pero más atroz es el hecho de que las fuerzas de seguridad del Estado son responsables del 38 por ciento de las muertes violentas en la ciudad.

Muchos de estos asesinatos ocurren durante los operativos de la policía, que supuestamente tienen como objetivo ir tras los narcotraficantes, en las favelas más grandes de Río de Janeiro. La campaña, que se realiza con un arsenal que incluye autos blindados, helicópteros y francotiradores, ha provocado la muerte de muchos civiles inocentes. Entre los asesinados se encontraban seis jóvenes, de 16 a 21 años, que murieron en el transcurso de tan solo cinco días en agosto; uno era jugador profesional de fútbol; otra era una mujer que llevaba a su hijo en brazos. El 20 de septiembre, Agatha Vitória Sales Félix, de 8 años, recibió una bala de la policía en la espalda mientras iba acompañada de su abuelo a bordo de una furgoneta. Murió antes de que pudiera llegar a un hospital. Los transeúntes perplejos y furiosos dijeron que los policías militares le estaban disparando a una motocicleta cuando la furgoneta pasó por ahí.

Es difícil recordar que Río fue la ciudad anfitriona de los Juegos Olímpicos de Verano en 2016, cuando la urbe parecía estar en camino a una prosperidad que duraría mucho tiempo. Pero en tan solo tres años, esa imagen de Río se ha esfumado.

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¿Qué pasó?

Primero, una serie de crisis políticas, económicas y de seguridad en Brasil provocaron que sus ciudadanos desconfiaran profundamente de los políticos de siempre. Poco después, empeoró la violencia, que ya era intensa durante los años previos de prosperidad económica. En 2014, el año menos violento en dos décadas, se registraron 1552 homicidios en la ciudad, una tasa de 24 por cada 100.000 habitantes. En 2017, el total aumentó a 2131, y la tasa fue de 32,5 por cada 100.000 habitantes. Una de las muchas causas fue un declive de la política de “pacificación” para las favelas. Bajo esa doctrina, el gobierno trató de crear una fuerza policial comunitaria. El programa , llamado Unidades de la Policía Pacificadora, asignado para resolver los conflictos entre las pandillas del crimen organizado, al final fracasó debido a la falta de recursos.

Tanto en ese entonces como ahora, había una gran demanda para acabar con la corrupción desenfrenada de la clase política. En las elecciones de 2018, esto llevó a la victoria de políticos ajenos a la élite que prometieron una renovación drástica del sistema político para frenar la violencia. Los brasileños eligieron como presidente a Jair Bolsonaro, excapitán del Ejército, y los electores del estado de Río de Janeiro eligieron como gobernador al exjuez y exsoldado de la Marina Wilson Witzel.

Bolsonaro y Witzel son las versiones brasileñas de una ola global de políticos que llegaron al poder atacando el orden político establecido y presentándose como populistas que están del lado de los ciudadanos comunes que fueron traicionados por las élites corruptas. Brasil tiene un largo historial de políticos que aprovechan ese tipo de retórica, sobre todo en materia de seguridad. Sin embargo, nunca antes habían llegado a los niveles más altos del gobierno.

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La política contra las drogas está en el centro de los problemas de Río. Generalmente, hay dos posibles caminos para atacar este flagelo: el primero es pacificar a los proveedores y traficantes ofreciéndoles una entrada a la sociedad general, crear empleos que apoyen el comercio legítimo e invertir en proyectos sociales para mejorar la educación y la infraestructura de las favelas. El segundo es atacar a los criminales en sus guaridas, de manera violenta.

El gobernador Witzel eligió la segunda alternativa. Dice que los narcotraficantes y los demás criminales son terroristas y defiende el uso de francotiradores para atacarlos en las favelas. Se viste con uniforme de policía y una vezapareció en un helicóptero que disparó indiscriminadamente hacia una favela, un ejercicio que se ha vuelto común en Río. Un grupo de niños de las favelas de Río escribió cartas a los tribunales de la ciudad para pedirles que la policía dejara de realizar este tipo de operativos alrededor de sus casas.

De manera paradójica, el aumento de la violencia policiaca ocurrió mientras en Brasil se registraba una caída general del 25 por ciento en los homicidios, una tendencia que comenzó a fines de 2018, antes de que los nuevos gobiernos llegaran al poder. Los especialistas aún debaten por qué ha disminuido la violencia; una teoría popular dice que ese fenómeno está más relacionado con pactos y treguas entre las facciones del crimen organizado que con las políticas públicas.

¿Entonces por qué el estado de Río de Janeiro votó este año por Witzel y su retórica draconiana? Un factor es que Brasil está viviendo su peor recesión económica en la historia reciente; otro factor son los cismas políticos entre los partidos políticos que se acusan los unos a los otros de corrupción. Los efectos políticos de ambos problemas son muy evidentes en Río de Janeiro, donde todos los gobernadores electos entre 1998 y 2018 han sido procesados por delitos relacionados con el robo de fondos públicos.

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Al mismo tiempo, la ciudad de Río produce casi el 70 por ciento del petróleo de Brasil y no solo ha sufrido el impacto del declive global de la demanda de petróleo, sino también de las pérdidas de Petrobras, la compañía más grande de Latinoamérica, que protagonizó varios escándalos de corrupción. Los resultados de la crisis económica son dolorosamente evidentes en Río. En 2018, cerraron más de 10.000 negocios en la ciudad.

Además de las aflicciones económicas de Brasil, el ascenso de personajes como el presidente Bolsonaro y el gobernador Witzel es una consecuencia de años de abandono estatal de los pobres en las favelas, seguidos de políticas contraproducentes que tratan de frenar la violencia con más violencia, por lo que el resto de la sociedad solo puede observar la situación de manera indiferente.

La tragedia de Río de Janeiro no era inevitable. La calamidad de la ciudad es política, al igual que su solución, que depende de imponer políticas de seguridad pública basadas en datos, investigaciones y análisis, no en atizar la furia o el temor de la sociedad. Brasil debe aprender de las experiencias de Estados Unidos, Europa y algunos países latinoamericanos, y no repetir sus errores. Específicamente, los nuevos gobiernos debieron esforzarse en hacer que la vida sea más tolerable para las familias afectadas por la pobreza en las favelas financiando bibliotecas y escuelas, y construyendo un sistema de tránsito para que los padres puedan ir a trabajar a buenos empleos y regresar a casa.

Ese método se aplicó y se volvió un ejemplo práctico en Medellín, Colombia, que a finales del último siglo se consideraba una de las ciudades más violentas del mundo, pero desde hace poco ha prosperado como destino turístico. Desafortunadamente, los líderes brasileños han elegido atacar violentamente no solo a los narcotraficantes, sino también a las familias inocentes de las favelas. Además, esta nueva violencia solo ha producido más destrucción y dolor.

Desde hace tiempo, Brasil ha sido uno de los mayores mercados de cocaína en el mundo, pero no debió haber insistido en una estrategia bélica que ha fracasado en todos los países que la han usado, concretamente México y Colombia. Los brasileños, sobre todo en Río, deben encontrar otras maneras de abordar el narcotráfico y la inseguridad, comenzando con el diálogo sobre alternativas legales y humanitarias para la acción policiaca, por ejemplo, reforzando las Unidades de la Policía Pacificadora y llevando a cabo otras alternativas enfocadas en las comunidades.

La tragedia de Río es política. Las políticas nuevas y bien pensadas podrían ser su salvación.

*Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Estatal de Río de Janeiro.

Por Mauricio Santoro* / The New York Times

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