Eduard Nazarski empezó a trabajar en el Consejo Holandés para Refugiados en la última década del siglo pasado. Presenció la necesidad que tuvo la Unión Europea de, como dice, “armonizar” las diferentes políticas al respecto, porque mientras los países actuaban por sí solos, en el fondo transcurría la guerra de Yugoslavia, y luego la Primavera Árabe, y Afganistán y Ucrania, y las cosas no han sido las mismas desde los años 90 para acá. “He visto el cambio hacia políticas más abiertamente hostiles, he visto intentos para disuadir a los solicitantes de asilo y a los refugiados. Eso ha ido en aumento en los últimos años. Ahora quieren mantener afuera a tanta gente como sea posible, quieren que los países fuera de Europa se ocupen de los migrantes, los solicitantes de asilo y los refugiados, para que no entren aquí”.
Y ahí recuerda el pacto que la Unión Europea y Túnez sellaron apenas la semana pasada: 1.000 millones de euros para frenar la migración irregular, algo en lo que mediaron la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, y su homólogo de Países Bajos, Mark Rutte, que está próximo a dejar su cargo tras el desplome del gobierno. Sus socios de coalición se negaron a restringir el derecho a la reunificación familiar de los refugiados de guerra, el gobierno se quebró y habrá elecciones el 22 de noviembre. El temor de unos y otros parece ser el mismo: la ayuda económica para quienes huyen de sus países de origen, pero de las fronteras para afuera.
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Túnez, de hecho, dijo que se rehúsa a ser un “centro de recepción” para el retorno de inmigrantes subsaharianos desde Italia o desde cualquier otro país de Europa. Unas 8.000 personas llegaron irregularmente desde allí hasta la Unión Europea desde abril, 1.000 en mayo y 5.000 en junio. Falta ver qué pasa con ellas. Mientras, Túnez se niega a ser lo que Ruanda podría ser para el Reino Unido: el receptor de las personas, que, tras cruzar el canal de la Mancha, serían forzadas a solicitar asilo desde tierras lejanas, desde suelo africano. Pero no solo eso: el Bibby Stockholm, un barco de 222 habitaciones dobles, cada una de ellas con cuarto de baño, ducha, ventana al exterior, televisión y armarios, es la más reciente carta de Rishi Sunak, primer ministro británico, ante la migración. 606.000 personas llegaron a suelo británico en 2022. Por ese entonces, más de 45.000 migrantes cruzaron el canal de la Mancha, sobre todo desde Francia, en pequeñas embarcaciones, marcando un récord. En lo que va de 2023, lo hicieron más de 13.000. La embarcación, que llegó el martes al puerto de Portland, albergaría hasta 500 solicitantes de asilo y migrantes irregulares, y permanecería atracada durante al menos 18 meses. Hay quienes dicen que es una “prisión flotante”, un “barco-prisión”.
Esa idea, la de mantener a distancia a los migrantes, aunque ha causado choques en la justicia británica, en el caso del plan de Ruanda, se ha expandido hacia otras latitudes del continente, y ha alcanzado los vientos nórdicos. Recuerdo estar sentada en un salón de Grundfos, en Dinamarca, y Pia Yasuko Rask empezó a hablar del cuidado del agua, de la necesidad de hacer eficiente su suministro y de usar tecnología para eso; del trabajo que la empresa realizó en un campo de refugiados en Uganda para que allí hubiera acceso equitativo al agua. Comentó que, en un principio, fue difícil: “Fue una comunidad hostil. Enviamos nuestros técnicos, pero las personas no estaban preparadas para recibirlos, no entendían qué estaban haciendo, por eso tuvimos que buscar cooperación”. El Consejo Danés de Refugiados, que ya tenía presencia en el campo, manejado por la ONU, fue un apoyo. “No somos expertos en eso, lo somos en sistemas de agua, por eso nos aliamos con una ONG”. Eso nos llevó a hablar de migración.
Mientras almorzábamos, cuando cada uno tenía en su mano un sándwich en el que resaltaba el color verde de las verduras y al frente un tipo de entrada con unas rodajas de pimentón rojo, empezamos a conversar sobre los venezolanos que han llegado a Colombia. Hablamos del reto que ha tenido el país de pasar de ser un emisor de migrantes, por el conflicto armado y la violencia, a acoger a más de dos millones de personas. Salió a relucir el Estatuto Temporal de Protección, con sus aciertos y desaciertos. Ella, por su parte, confesó que su país no es muy abierto a la migración, a pesar de que la hay y eso se ve en las calles: un turco manejó el taxi que me llevó del aeropuerto de Copenhague al hotel, cerca del ayuntamiento de la ciudad. Su papá llegó en los años 60 a territorio nórdico, cuando la escasez de mano de obra desencadenó un auge migratorio desde Turquía y Pakistán, especialmente. Un señor de Bangladés, que intentó vivir por más de una década en Polonia con su familia, pero no logró adaptarse allí, entre otras cosas, por el idioma, fue el que me vendió una postal y un bolso de mano en una tienda de souvenirs de la capital danesa. Llegó a probar suerte allá, a trabajar y ofrecer un servicio, como otros.
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Dinamarca es escéptica frente a los refugiados. En 2021, por ejemplo, aprobó una ley para reenviar a los recién llegados a terceros países, entre ellos, posiblemente, Ruanda o Eritrea, según la prensa local. Pero no solo eso: se anunció el retiro de los permisos de residencia a ciudadanos sirios, porque sus regiones de origen son consideradas “seguras” por el Gobierno de Copenhague, y una ley antiguetos que limita el número de habitantes “no occidentales” de los barrios.
“Pienso que esta actitud está aumentando”, dijo Nazarski cuando le pregunté su percepción sobre las restricciones de este tipo y si esto se puede considerar una tendencia en el continente. “Polonia y Hungría han sido muy francos, y Eslovaquia también, en su deseo de no recibir migrantes. Estoy viendo que Italia y los Países Bajos se están uniendo”, agregó mientras hablamos por teléfono, yo desde Bogotá, él desde Budapest, como consultor de Stichting Vluchteling (Refugee Foundation). Él ha estado en varios lugares, Grecia, Polonia, Bosnia, Italia, Túnez, Serbia, entre otros, y desde Hungría habla de lo que ha conocido de lo que sucede en Europa y sus fronteras.
El Gobierno de Países Bajos se derrumbó por desacuerdos sobre la migración. ¿Qué piensa de esto?
Es trágico que el Gobierno se haya quebrado y que no haya alcanzado un acuerdo con respecto a la migración, específicamente frente a la reunificación familiar, que era el punto sobre el cual se necesitaba lograr un consenso. Esto tiene un impacto importante en el bienestar y la integración de las personas reconocidas como refugiadas en los Países Bajos. Es extraño que decidieran no respetar el derecho humano a la vida familiar, pero me alegra que al menos algunos de los gobiernos partidistas se negaran a ello.
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¿Cómo cree que esto afectará a las elecciones que serán en noviembre? ¿Cree que la migración podría afectar el curso de los próximos comicios?
Hay otros asuntos en juego en el país, como el clima, pero creo que la migración estará al frente de la discusión. Si el gobierno de coalición se rompió por este tema, pues seguro será un asunto importante en las campañas de aquí a que se celebren las elecciones.
Si bien ese es el panorama en los Países Bajos, ¿cómo ve el de Europa? Se lo pregunto porque aquí en las Américas, con las migraciones centroamericanas y desde Venezuela, hemos visto las tensiones alrededor del manejo de este fenómeno. Estados Unidos modifica sus directrices, con México como caja de resonancia de ello, pero en la región no se ha logrado un consenso alrededor del desarrollo de una política migratoria regional, como se propuso en la pasada Cumbre de las América, realizada en Los Ángeles. ¿Cómo está afectando este tema la agenda pública y la coordinación entre los países europeos?
En la Unión Europea, al menos, los países no se ponen de acuerdo. Ahora, el bloque tiene un nuevo pacto que le permite hacer una selección en las fronteras. Aquellos que no tomen el número de refugiados deben pagar cerca de 20.000 euros. El primer ministro holandés, por ejemplo, es uno de los políticos que activamente ha querido que Europa tenga cada vez menos solicitantes de asilo. De hecho, tanto en el Parlamento como en su propio partido político, prometió hacer todo lo posible para tener un número menor de ellos en los Países Bajos. Su posición, la de Viktor Orbán en Hungría y la de Polonia se parecen más de lo que me hubiera gustado, o de lo que hubiera creído posible. Vemos que Europa, después de tantos años de intentar armonizar sus políticas, sigue luchando y todavía no está de acuerdo sobre lo que debe hacer. Esto dificulta las cosas y he visto un patrón a lo largo de las fronteras, por ejemplo, en Lituania, Polonia, Grecia, Croacia, Bosnia o Serbia: los policías de las fronteras empujan a las personas de regreso, tanto en mar como en tierra, y evitan que pidan asilo dentro de la Unión Europea.
Ya que mencionó a Hungría: usted estuvo a principios de esta semana en Budapest. ¿Qué impresiones tiene desde allá sobre lo que hemos conversado?
Orbán tiene una política de tres no: no migrantes, no guerra, no género, y recientemente tuiteó sobre eso: “Hungría ha encontrado la solución a la crisis migratoria: sin procedimiento de asilo terminado, sin entrada a la Unión Europea. Este es el sistema húngaro y funciona. Ahora, Bruselas quiere destruirlo. No dejaremos que esto suceda. ¡Bajo mi supervisión, no habrá guetos de inmigrantes en Hungría!”. Además, si alguien desea solicitar asilo allí, primero tiene que ir a una embajada en Belgrado o Kiev, y ahora es bastante difícil en Ucrania. Ahora, si te seleccionan para el proceso, debes viajar solo y todo el proceso se hace en húngaro, que es un idioma bastante difícil. Hay bastantes obstáculos, lo que significa que en la práctica solo muy pocas personas llegan a ser reconocidas como refugiadas aquí.
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