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Ypres: primera víctima de armas químicas, hoy ciudad de la paz

Fue en sus alrededores que el gas de cloro y gas mostaza fueron usados por primera vez como armas, en la Primera Guerra Mundial. Ypres se ha hermanado con Hiroshima, donde se usó por primera vez la bomba atómica hace 78 años.

Olga Gayón | Espectador para El Espectador

07 de agosto de 2023 - 08:00 a. m.
Imagen de la trinchera de Yorkshire, de la Primera Guerra Mundial, en Ypres.
Foto: Getty Images - JurgaR
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Al finalizar la Primera Guerra Mundial, el 11 de noviembre de 1918, en Ypres (Ieper, en neerlandés, idioma de la región flamenca belga), solo quedaban ruinas sobre ruinas de la hermosa ciudad medieval que fuera una de las más importantes de Flandes junto con Brujas y Gante durante siglos. Se salvaron parte de la torre de la Lonja de Paños, el más extenso edificio medieval de Bélgica, y algunas torres de las iglesias. Ypres, en cuyos campos se libraron cinco cruentas batallas de la llamada Gran Guerra, hubo de recuperar de sus escombros, piedra tras piedra, para poder reconstruirse.

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En los campos de Flandes, como ha sido denominado por los historiadores este lugar del noroeste de Bélgica, se libró por primera vez la batalla de trincheras, y durante cuatro años (1914-1918), unos de los más feroces enfrentamientos, en los que apenas los aliados pudieron avanzar unos cuantos kilómetros; se calcula que sobre sus tierras dejaron la vida cerca de 600.000 soldados de ambos bandos, el 80 % jóvenes no mayores de 28 años. Cuando el visitante recorre sus calles, casi cada casa, cada iglesia, cada esquina, le recuerda que allí se libraron unas de las más despiadadas batallas de la historia europea. La memoria reconstruida, cuyo símbolo son una amapola y un alambre de púas, se encuentran a cada paso que das y en cada mirada que posas sobre sus ahora reconstruidos lugares públicos.

La ciudad debe cargar sobre sus hombros el protagonismo de la primera guerra química de la historia. Allí, el 22 de abril de 1915, durante la segunda batalla, los soldados alemanes liberaron en el frente de Legenmark, al norte de la ciudad, 160 toneladas de cloro repartidas en 5.730 cilindros. El viento arrastró el químico hacia las trincheras francesas y argelinas. Los soldados vieron primero una gran nube grisácea, que, pensaron, sería una gran cortina de humo que serviría de escudo para un gran ataque. Pero no; inmediatamente los jóvenes se percataron de que era algo peor que les impedía respirar y les producía ahogamiento y fuertes dolores en la garganta. Dejaron abandonadas las trincheras y en el instante se dice, cayeron fulminados unos 90. Pocos días más tarde los muertos llegarían a 5.000. La huida dejó libre cuatro kilómetros de trincheras que los soldados alemanes no supieron aprovechar porque no estaban preparados para avanzar. Además, a pesar de portar máscaras antigases, temían sufrir los efectos letales del gas de cloro. Los soldados canadienses tomaron el relevo de las tropas francesas, portando en sus bocas paños humedecidos con agua y orines: pudieron paliar los efectos del arma química, y sin embargo, unos 1.500 dejaron su vida esos días en las trincheras.

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Los alemanes arrojaron más gas letal en tres ocasiones durante esta batalla, que llegó a su fin hacia junio de 1915, y causó la muerte, además, a soldados británicos, australianos, indios, sudafricanos, zelandeses y belgas; dejó ciegos o mutilados a cientos más. Sería en la tercera batalla de Ypres, en julio de 1917, cuando del frente alemán liberarían el gas mostaza, que sería todavía más mortífero que el anterior y dejó impactos mucho más crueles sobre el cuerpo humano, los animales y la naturaleza; la muerte, según cuentan, era lenta y muy dolorosa. El objetivo de este nuevo gas era quemar los pulmones y los ojos y causar grandes destrozos en la piel. Si no mataba, el efecto que se buscaba sobre los heridos era causar espantosos dolores con el fin de que la logística del campo de batalla se empleara en su mayoría en sus cuidados, para así conseguir que desatendieran las trincheras. Este gas mostaza, estrenado en Ypres como arma de destrucción masiva, ahora es conocido como iperita, aludiendo a la ciudad de Ypres. Fue emitido numerosas veces en la batalla de Paschendaele de 1917, en la que murieron alrededor unos 300.000 soldados de ambos bandos, 40.000 de ellos, directamente, por los efectos de esta arma química.

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Tras el empleo por primera vez de los gases de cloro y mostaza, ya los dos bandos, alemanes y aliados, y de estos últimos especialmente los franceses y los británicos, también lo utilizarían contra los soldados alemanes. Estos invasores de Bélgica fueron víctimas de su propio veneno en grandes proporciones porque el viento, que muchas veces iba en favor de los aliados, hacía que los gases se devolvieran, creando así un efecto bumerán.

La batalla de Paschendaele, que comenzó el 31 de julio de 1917 y terminó el 6 de noviembre de ese mismo año, devino en un verdadero suplicio para los soldados de ambos frentes. Aparte de que las trincheras se habían convertido en un infierno de barro en el que morían por miles y ninguno de los enemigos avanzaba, los efectos de las armas químicas destrozaron el ánimo de los soldados porque temían ser víctimas de una muerte espantosa; cientos de ellos salían de sus trincheras sin armamento, arrojándose contra el bando enemigo para que los mataran, y así poner fin a su suplicio. Al final, los vencedores de esta batalla fueron los británicos, que tras casi 600.000 bajas entre muertos y heridos de los dos bandos, y 120 días de encarnizados combates, tan solo lograron avanzar ocho kilómetros.

En los alrededores de Ypres, durante la Primera Guerra Mundial cayeron abatidos unos 200.000 soldados británicos, 80.000 franceses, unos 50.000 canadienses, sudafricanos, australianos, zelandeses, indios, argelinos y belgas, y más de 250.000 alemanes. En las cinco batallas que se libraron en la zona durante la Gran Guerra, quedaron heridos o mutilados unos 700.000 hombres. Al finalizar el conflicto, en Europa, habrían fallecido diez millones de soldados, seis millones de civiles, y quedarían viudas tres millones de mujeres y más de seis millones de niños huérfanos. La población de Ypres regresó tras la derrota de Alemania, que firmó el armisticio el 11 de noviembre de 1918; los hombres jóvenes y adultos prácticamente habían desaparecido.

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Ypres, ciudad de la paz y la memoria

Esta urbe belga se ha convertido en un gran centro para promocionar la paz en el mundo. Se ha hermanado con Hiroshima, solidarizándose con su población, que hace exactamente 78 años, el 6 de agosto de 1945, sufrió un ataque descomunal, el primero con una bomba atómica, por parte de Estados Unidos con el que pretendía acabar con la Segunda Guerra Mundial; y lo consiguió a costa de decenas de miles de muertos y lisiados de por vida. Los ciudadanos de Ypres entienden, como pocos en el mundo, el suplicio de Hiroshima. La crueldad de aquel acto de 1945 hizo que la ciudad europea se acercara a la japonesa. Treinta años atrás, en su región, los soldados aliados habían sido los primeros en el mundo en padecer los efectos de las armas químicas. Aunque los tormentos que sufrieron las víctimas de estas dos armas de destrucción masiva, el dolor generado en las víctimas y sus familias no podría equiparase, al menos, sí está emparentado.

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Ypres fue reconstruida por sus sobrevivientes cuando regresaron tras ser refugiados en Francia, Holanda y Gran Bretaña. Con los fondos que debió girar Alemania para tal efecto, sus ciudadanos, de la mano de ingenieros y arquitectos se dieron a la labor de reedificar su ciudad. Los grandes edificios de la Grand Market, donde ahora están la Alcaldía y el Museo de la Guerra, el Museo de los Campos de Flandes, y las casas de ese espacio, siempre público, al parecer, han sido levantadas como una fiel copia de lo que fueron durante siglos. Su catedral, iglesias y otros lugares históricos, también. La torre de la Alcaldía ha sido designada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco por la Unesco.

En el entorno de la ciudad hay al menos unos 150 cementerios en los que están enterrados miles de soldados británicos, canadienses, australianos, zelandeses, sudafricanos y algunos alemanes. Los cuerpos de los belgas y franceses fueron llevados a sus lugares de origen. Recorrerlos ayuda a entender la importancia de la memoria histórica. Cada tumba lleva el nombre de la víctima, su nacionalidad, edad y fecha de fallecimiento. Impresiona ver que la gran mayoría eran jóvenes, casi niños. Una de las tumbas más visitadas por turistas y familiares de las víctimas es la del soldado británico Valentine Joe Strudwick, quien cambió su fecha de nacimiento para ir a combatir: murió a los 15 años en el campo de batalla.

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La ciudad, que durante la Edad Media fue una de las más pobladas de Europa (80.000 habitantes), cuando se libró la Gran Guerra contaba con una población de unas 18.000 personas, cuyos jóvenes y hombres murieron en el frente de batalla mientras que las mujeres y los niños se convirtieron en refugiados. Hoy es habitada por casi 36.000 personas que desde que nacen hasta que mueren sienten el compromiso de su historia con la paz local, regional y mundial. La Alcaldía cuenta con programas educativos y divulgativos para que su gente, sus visitantes y el resto del mundo no olviden las atrocidades de las guerras. Todos los días a las 8 de la noche, en la Puerta de Menin, levantada por los británicos en honor a los 54.896 soldados de la Commonwealth muertos que no fueron encontrados tras la guerra, suena el “Último mensaje”, entonado en vivo por una pequeña banda de militares, en memoria de los soldados del Imperio británico que lucharon y murieron allí, y de todas las víctimas de las cinco batallas de Ypres.

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Fritz Haber, el orgulloso padre de las armas químicas (1868-1934)

Pese a que el empleo de las armas químicas estaba prohibido tras la Convención de La Haya de 1907, el ejército alemán llevó al campo de batalla al químico judío-alemán Fritz Haber, entonces director del Instituto Kaiser Wilhem de Física, Química y Electromagnética de Berlín, para dirigir el primer ataque de armas químicas letales en un conflicto. Bajo la supervisión de este científico el ejército alemán lanzaría primero el gas de cloro en 1915 y luego el gas mostaza, en 1917, que causaron casi 100.000 muertes y que dejaron heridos graves, con consecuencias irreparables para su salud, a miles de soldados. Tras la derrota de Alemania en la guerra, Haber fue condecorado por ese país como un héroe nacional. Los aliados lo declararon como criminal de guerra.

Justo en 1918 le fue concedido el premio Nobel de Química por haber conseguido el primer fertilizante artificial, que libraría a cientos de millones de hambre en el mundo. Así, el científico alemán se convertiría en el responsable de miles de muertos bajo el empleo de armas químicas, y al mismo tiempo, el gran descubridor de una gran solución para la agricultura mundial.

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En paralelo, Robert Oppenheimer, considerado el padre de la bomba atómica, tras ver el sufrimiento causado a miles tras el empleo de esta arma nuclear en Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, tuvo que convivir con el arrepentimiento, además de aceptar que sería tratado como un apestado por el presidente Truman, que fue quien dio la orden de lanzar la bomba atómica. Como consecuencia de su oposición a crear más armas nucleares, fue apartado de los institutos científicos de investigación en Estados Unidos. Fritz Haber, al contrario que Oppenheimer, hasta el último de sus días, se sintió muy orgulloso de ser el padre de las armas químicas y de haber generado en el mundo la carrera armamentista química. Durante la ceremonia de aceptación de su premio Nobel en 1918, declaró que “de ahora en adelante” las guerras serían mucho más económicas y rápidas, porque gracias a su arma letal, el gas mostaza, “las muertes en combate” serían más numerosas y veloces.

De su laboratorio saldría el gas Zyklon A, empleado en la agricultura y que fue perfeccionado por los nazis en el Zyklon B, para asesinar a seis millones de judíos durante la Segunda Guerra Mundial en las cámaras de gas. Pese al orgullo que sentía por ser el pionero de las armas químicas en el mundo, su primera esposa, la también química, Clara Immerwahr, supuestamente tras una discusión con él, por lo inmoral del empleo de armas químicas en el frente de batalla en 1915, se suicidó con el arma de dotación de él. Ella no murió inmediatamente y sería su hijo de 12 años quien tendría que llamar a los servicios médicos para ayudarla, sin que pudieran hacer nada por ella. Se dice que el hijo no pudo soportar la vergüenza de los “logros” de su padre, y se suicidó también, en 1946. La hija de él se quitaría la vida unos años más tarde.

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Quien fuera el héroe alemán durante la Primera Guerra Mundial y premio nobel de Química en 1918, en una mañana de 1933, con Hitler en el poder, no pudo entrar a su laboratorio que dirigía en Berlín: habían puesto un letrero, “prohibida la entrada a judíos”. Se exilió en Gran Bretaña, luego estuvo unos meses en Palestina. Se fue a vivir a Basilea, donde murió en 1934. Parte de su familia, sobrinos, primos y un hermano político, años más tarde, morirían gaseados en los campos de concentración alemanes, con el gas que él había ayudado a crear mientras dirigía su instituto químico en la capital alemana.

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Por Olga Gayón | Espectador para El Espectador

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