A un lado, dibujos de niños con banderas de Ucrania. Al otro, carteles con teléfonos y fotografías de familiares desaparecidos. En este centro de acogida de Zaporiyia desemboca el dolor de los ucranianos que huyeron de los territorios ocupados por Rusia en el sur del país.
A Angela Berg todavía se le quiebra la voz al recordar su salida de Mariúpol, en la que dejó a su madre y su cuñada inválida para poder salvar a su nieta de tres meses, que está enferma. “Fue la decisión más triste que jamás he tomado. Tuve que elegir entre mi madre y mis nietos”, afirma esta mujer de pelo corto y de 55 años, que antes de la guerra trabajaba como directiva en el mundo de la hostelería y la restauración. “Solo la gente que puede caminar puede escapar. Mi madre y mi cuñada no tienen adonde ir y no tenemos ninguna información sobre su suerte”, dice preocupada y todavía impactada por su huida precipitada del infierno de Mariúpol.
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“Un hombre armado con una metralleta nos forzó a tumbarnos en el suelo frente a nuestro edificio de doce plantas, sobre trozos de cristales rotos. Luego empezaron a disparar por encima nuestro con tanques. El edificio se incendió y el hombre de la metralleta disparaba a la gente que intentaba salir. No nos dejaron recuperar nada hasta que todo estuvo quemado: ni pertenencias, ni documentos. Incluso, la ropa que llevo es de voluntarios del centro de acogida”, añade Berg.
Esta gran tienda blanca instalada en el estacionamiento de un enorme centro comercial de Zaporiyia sirve de punto de tránsito para los desplazados de Mariúpol y de toda la franja de la costa sur de Ucrania, ocupada por los rusos. Allí pueden recuperar energía en largas mesas, recibir ropa, medicamentos o juguetes, mientras esperan autocares que los lleven a zonas menos expuestas.
“La gente se quemó viva”
Son muchos los habitantes de Mariúpol que han pasado por Zaporiyia, después de más de un mes de combates. Incluso, su alcalde, Vadim Boichenko, aseguró el martes que la situación de los 120.000 residentes que se han quedado es “insoportable”. “La gente no tiene calefacción, ni agua, ni electricidad, ni nada”, dijo a la AFP desde la ciudad. “Hemos superado el estado de catástrofe humanitaria”, estimó.
Llegado el 22 de marzo a Zaporiyia con su madre y amigos, Ivan Kosyan, de 17 años, relata escenas espeluznantes en Mariúpol. “En nuestro edificio, tres accesos estaban completamente tomados por las llamas. La gente se quemó viva, era horrible”, recuerda el adolescente, con un aparato de ortodoncia y cubierto bajo un abrigo negro. “Nos hicieron falta de 10 a 12 horas para llegar aquí”, afirma en un tono pausado, ante un té que le ofrecieron los voluntarios.
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Más de 3.800 personas fueron evacuadas el martes, de ellas más de 2.200 por un corredor humanitario hacia Zaporiyia, procedente de Mariúpol y Berdiansk, otra ciudad portuaria al sur, según las autoridades ucranianas.
En otra mesa, Natalia Babichuk, una profesora llegada de Polohi, entre Mariúpol y Zaporiyia, todavía no alcanza a entender lo ocurrido. Con los ojos enrojecidos detrás del maquillaje, no deja de mover nerviosamente su alianza. “A decir verdad, hace casi un mes que no dormimos”, asegura.
“Le pregunté a un militar ruso al que apodamos ‘vengador’, porque su hijo murió a manos de los ucranianos, qué querían de nosotros. Me respondió que era el cambio justo por lo que pasa en el Dombás”, la región del este del país donde el Ejército ucraniano se enfrenta desde el 2014 con separatistas prorrusos. “Tomaban los teléfonos de los niños y los nuestros, las tarjetas SIM, los ordenadores. Nos quitaban todo”, se indigna. “No comprendo cómo se pueden hacer llamar hermanos nuestros”.
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