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Otra vez, mientras que estoy pasando los meses del invierno en mi segunda patria, pasa algo grave en el mundo, algo histórico. Hace dos años, en marzo 2020, el COVID me retuvo en Colombia, atrasando mi regreso a Berlín que terminó efectuándose en un “vuelo de rescate” organizado por el ministerio de las relaciones extranjeras de Alemania.
Esta vez, en febrero de 2022, estalló la guerra. No estalló en el Oriente próximo, ni en África, de cuyos lugares –desde Siria, Yemen, Etiopía y Sudan hasta Mali y Burkina Faso– tristemente no queremos acordarnos con igual interés, sino en Europa. Admito que ni la filosofía ni el pensamiento político me proporcionaron la mínima duda sobre la convicción de que esto no podría suceder. ¿Una guerra en Europa, en el tercer decenio del siglo XXI? ¿Con toda la experiencia histórica de las dos Guerras Mundiales del siglo XX? ¡Imposible! Hasta el último día del despliegue de las tropas rusas alrededor de Ucrania –incluso cuando se extendió al oeste de Bielorrusia, que con el apoyo de Rusia se convirtió en una autocracia de índole militar después del fraude de las elecciones presidenciales en 2020–, me era imposible creer que se tratara más que de una amenaza, un ejercicio militar o “juego de guerra” (war game). (Recomendamos: Lea otro ensayo de Gernot Kameche para El Espectador sobre los tiempos de la pandemia).
Sin querer excusarme de la negligencia, sentí igual que muchos alemanes, tal vez tranquilizados por nuestra ex cancillera, duradera y longeva, que siempre tuvo excelentes relaciones con el presidente de Rusia. Angela Merkel ha sido reemplazada recientemente por Olaf Scholz y una coalición de “semáforo” (entre socialdemócratas, liberales y verdes) después de 16 años de liderar a Alemania. Si actuara todavía como cancillera, ¿hubiera podido impedir a su colega Vladimir Putin cometer esta agresión? A lo mejor lo hubiera frenado, aprovechándose de su imagen de instancia moral internacionalmente reconocida, como mujer que se hizo respetar hasta por Donald Trump. Pero probablemente no lo hubiera impedido. (Más: Siga en vivo los acontecimiento de la guerra en Ucrania).
Durante los últimos años, el gobierno alemán, bajo la dirección de Angela Merkel, siempre ha sostenido a Putin, en todas sus guerras o “intervenciones militares”, de Chechenia hasta Siria, en la formación de regímenes de represión política dirigidos por Moscú (de Bielorrusia hasta Kasachstan), en la intromisión violenta en asuntos ajenos (de Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Uzbekistán, Kirguistán, Tayikistán, hasta Afganistán e Irán), en la falsificación de las elecciones legislativas, en los atentados contra los opositores (de Anna Politkóvskaya hasta Alekséi Navalni, curado por envenenamiento de neurotoxina en el hospital Charité de Berlín), hasta en el cambio de la constitución, con que Putin, en 2018, se hizo elegir presidente vitalicio o, más oficialmente, anuló sus presidencias anteriores para poder gobernar hasta 2036.
El gobierno de Merkel sostenía a Putin por interés propio, económico, como Alemania recibe una gran parte de su energía fósil de Rusia, todavía necesaria después del abandono de la energía nuclear, y ha permitido, hasta comienzos del año 2022, el funcionamiento del gaseoducto “Corriente del Norte II” que debía enviar el gas directamente de Rusia, por el Mar Báltico, pasando alrededor de Ucrania. Pero también lo sostenía por un vago sentimiento histórico de que Rusia tenía que ser socio o interlocutor responsable para la paz en Europa, y en Alemania en particular.
Entonces, estalló la guerra. Nos despertó de la ignorancia que se pudo instalar en las relaciones con la “Federación de Rusia”, en los últimos años. De hecho, los indicios no faltaban para darse cuenta de la lógica imperial que tomó la política central más y más personalizada en Rusia, ya antes de la primera farsa constitucional, entre 2008 y 2012, cuando Putin “dejó” la presidencia a Dimitri Medvédev que se reveló ser, hasta hoy, su fidelísimo perro faldero. Basándose, en el interior, a la represión de las minorías (étnicas y sexuales), y en el exterior a un fortalecimiento de regímenes autócratas e intervenciones en guerras civiles, a través de la famosa armada “Wagner” de soldados privados, Rusia es una democracia de mera apariencia que incluye a unos “verticales del poder”, que son de hecho un grupo de “oligarcas” que dirigen las mayores empresas estatales, y una armada de agentes oficiales y privados productores de socialbots que tratan de “crear caos” en la infraestructura tecnológica de Occidente.
Se crearon, ya en los años 2000, unas “juventudes putinianas” que le sirven ahora al presidente –como se pudo observar recientemente en el Estadio Olímpico Luzhnikí de Moscú– de masa dócil y sumisa para la aclamación personal. ¿Cómo no pensar, en el contexto europeo, a las otras juventudes –hitlerianas– y al otro estadio allá en Berlín, a finales de los años 1930?
Con todo esto, no hay que olvidar que la guerra ruso-ucraniana llamada “del Donbás” empezó desde 2014, cuando Rusia anexionó la Crimea, después la Revolución Naranja – que terminó con el régimen (sostenido por Moscú) de Víktor Yanukóvich– y empezó a mandar soldados camuflados para desempeñar el papel de “luchadores para la independencia” en las provincias de Lugansk y Donetsk.
Cuando empezó la invasión, las noticias desde Europa me llegaron en medio de la noche. El impacto del miedo –que deja inmóvil cualquier reflexión– era tal que me imaginaba interminable el anhelo de la gran armada rusa. ¿Dónde iba a parar? ¿Cuánto tiempo iba a necesitar? ¿Tres días para Kiev, seis para Varsovia y ocho para Berlín? ¿Cómo no iba a aprovechar Putin del choque para apropiarse de toda Europa, rápidamente, con su arsenal de armas supuestamente tan superiores? Ahora, más de un mes después del primer ataque, los tanques todavía están posicionados alrededor de la capital y las principales ciudades ucranias. El terrible anacronismo de la vieja invasión territorial, al estilo de la guerra del siglo XX, se muestra en el hecho cruel de que las tropas no alcanzan a entrar en las ciudades sin un bombardeo (a distancia) tan devastador que las arrasan casi por completo, como Járkov o Mariúpol, cuyos edificios ya están destruidos en un 90 por ciento (igual que las ciudades alemanas al final de la última guerra). El sufrimiento de la población en estas cuidades es indescriptible.
La tarea más urgente ahora consiste en parar la guerra, cueste lo que cueste. Cada día que sigue la destrucción, que muere la gente aguantando en las ciudades o tratando de confiar en los corredores de huida, es un día eterno. También mueren soldados, reclutas y forzados a la guerra, en ambos lados. Si hay una certeza, es tal vez la siguiente: cuando estalle la guerra, deben terminar las divisiones ideológicas. Todos tienen que convenir y colaborar, a cuál campo político pertenezcan, para forzar al agresor a terminar la catástrofe. Será tarea de los historiadores enumerar las posibles faltas que ha podido cometer occidente en relación con la ex Unión soviética. En esta situación, de guerra declarada, no sirven ni la tranquilidad engañosa o ilusoria de la pacificación, que predominaba demasiado tiempo en Alemania, ni la vieja ideología romántica de un comunismo perimido, extendida en las redes sociales latinoamericanas, que se cree el mito de que el régimen de Putin estuviera representando una alternativa al mundo capitalista.
Muchos de los que sostienen a Putin o tratan de “entender su posición”, en este momento, están repitiendo la propaganda rusa que ha infiltrado, a través de unos socialbots especializados, las “informaciones” y “explicaciones” que se reciben aquí sobre la situación en Europa del este.
La gran pregunta es: ¿cómo salir de la guerra? Se puede dar a Putin la posibilidad de una “retirada honrada”, como lo propuso el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, que era, por su parte, hace apenas seis semanas, uno de los blancos mayores de la crítica política europea. Mucho depende ahora de la personalidad del autócrata. ¿Tal vez, Putin, al final, cree su propia propaganda? ¿Había pensado de verdad que los Ucranios, gobernados por “fascistas y homosexuales”, recibirían las tropas rusas como libertadores para sacarlos de la servidumbre occidental e integrarles al paraíso de la gran Rusia? Se explica esta aberración por la “realidad paralela” que Putin hubiera creado por falta de consejeros verdaderos, los cuales –ya desde hace algunos años– deben temer por su vida si no conciertan con el gran líder de Rusia.
La historiografía tendrá que hacer investigaciones psicológicas, para explicar cómo un oficial de los servicios secretos rusos en Alemania oriental, cultivado y políglota, que poseía aparentemente todas las características para ser uno de los líderes políticos más favorables de la historia reciente de Rusia, se convirtió en el prototipo de un dictador solitario, hipocondríaco, obstinado por el poder, que razona sobre la grandeza del alma rusa y termina castigando a sus generales por la ausencia del progreso en los campos de batalla.
Las comparaciones históricas son difíciles. Al mismo tiempo, sin la comparación, no hay manera de aprender de la historia. Se ha diseñado una analogía entre la situación actual y la de 1938, cuando los grandes poderes de la época (USA, Gran Bretaña, Francia, Unión Soviética) “permitieron” a Hitler tomar las regiones de lengua alemana que pertenecían a la Checoslovaquia, esperando que el dictador se contentara con su logro y dejara en paz el resto del mundo. Sería un cinismo de consecuencias catastróficas pensar en “dejarle” partes de Ucrania al régimen de Putin. Según la lógica de la guerra, la consecuencia de la invasión solo puede consistir en la derrota del invasor.
Por el momento, predomina el miedo de una posible ampliación de guerra implicando a los países bálticos (miembros de la OTAN) que también forman barrera para la gran territorialidad rusa que conecta Kaliningrado por la tierra. Solo hay una vaga esperanza de que, en el caso de un conflicto atómico, reiteradamente esgrimido por el régimen ruso, el general responsable no obedeciera a la orden suicida de Putin. O que el arsenal de las bombas atómicas estuviera en un estado igualmente lamentable como la armada convencional, aparentemente atascada por la defensa desesperada de los ucranios.
Como vivimos en el siglo XXI, también los medios de comunicación y las instancias de la sociedad civil participan en la guerra. El concierto de los diferentes “boicots” contra la economía rusa hace creer en un acuerdo global contra la agresión. En la escena política de Europa, hasta países como Polonia y Hungría, acusados delante del Tribunal Europeo de Justicia por asalto a la democracia institucional y violación de derechos humanos, se ponen de acuerdo para condenar a Rusia de una sola voz. Al mimo tiempo, observamos actuaciones incoherentes o presas del pánico, como la del ministro del partido ecológico alemán que visita al emir de Qatar con la intención de comprar gas líquido.
Es dudoso que la guerra económica tenga éxito. Habrá demasiadas excepciones, no solo para los yates de los oligarcas rusos, estacionados en los puertos europeos, sino también para las materias primas (el petróleo y el gas) y hasta los productos alimenticios, necesarios para muchos países. El mundo del siglo XXI es irremediablemente interconectado. La pérdida de la producción de trigo, muy importante en Ucrania y en Rusia, traerá consecuencias nefastas para los países en África del este donde se advierte una hambruna de extensión tremenda.
Si la situación es análoga a 1938: ¿se trataría, en consecuencia, de sacar al nuevo Hitler de su puesto, para impedirle ir hasta 1945? ¿Qué lo procuraría? ¿Una invasión de la OTAN a Moscú? El pueblo ruso, indoctrinado por la propaganda putiniana y amenazado por los campos de reclusión en todo el país, no tendrá muchas más opciones que el pueblo alemán durante la dictadura nazi. La oposición interna es clandestina y peligrosísima. Si se quiere que algo cambie en Rusia, dijo el ajedrecista ruso Daniil Dubov, se necesita hacer una revolución.
Sin embargo, aun fuera así que habríamos impedido, en el año 2021, el desarrollo de una catástrofe análoga a la de 1939, evitando una tercera Guerra Mundial –esperando también que China no aproveche del momento para invadir a Taiwán– es decir, con un cambio de régimen en Rusia y en consecuencia la paz en Ucrania, Siria, Yemen y Mali (sin mencionar los demás países, donde hay tropas rusas oficiales o escondidas): ¿qué ganaríamos sino el status quo ante de una situación global extremamente tensa que necesitaría un esfuerzo gigantesco común para salvar el planeta, cuyas capas polares están derritiéndose, mientras que las cuatro selvas restantes conocieron, en 2021, los mayores cortes de la historia moderna?
La guerra no tiene ninguna ventaja. La ilusión es parecida a la de la pandemia. Se piensa que tal vez ayuda para prepararnos mejor para la próxima catástrofe, mientras que nos enredamos en más catástrofes, para perder de vista la meta original. Es esta amnesia la que hace posible la guerra.
* Gernot Kamecke: Es profesor de literatura románica en la Universidad Humboldt, de Berlín. Ha sido profesor invitado en la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Central de Bogotá. Trabaja sobre las relaciones conceptuales entre la filosofía y la literatura de lengua francesa y española en la edad moderna. Publicaciones recientes: “La prosa de la ilustración española. Contribuciones a la filosofía de la literatura en el siglo XVIII” Frankfurt-Madrid, Vervuert, 2015, y “Condiciones e infinito. Una conversación con Alain Badiou”, Bogotá, Edición Uniandes, 2017.