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Piense en el activismo de hace 25 años, ¿cómo era su estructura? ¿Cómo se interactuaba? ¿Qué se tenía que hacer para lograr un cambio? Convocar a una marcha implicaba imprimir volantes, hacer llamadas telefónicas y confiar en los medios tradicionales para amplificar el mensaje o tener el convencimiento suficiente para que, a través del voz a voz, se inspirara el deseo de generar un cambio. En contraste, hoy, tan solo la publicación de un trino, un video en TikTok o un hashtag viral en X (antes Twitter) pueden encender una protesta global en cuestión de horas. El activismo en forma digital ha cambiado la manera en que las personas luchan por sus derechos, visibilizan injusticias y presionan a gobiernos y corporaciones para generar cambios.
La llegada de internet más accesible para el público, con la aparición de Google en 1998 y, más tarde, las redes sociales, con MySpace en 2003 y Facebook en 2004, revolucionaron la dinámica de la información y después los movimientos sociales. De pronto, cualquier persona con acceso a un dispositivo podía ser testigo, denunciante y organizador. Se democratizó la protesta. No fue necesario ser un líder sindical ni contar con respaldo político para iniciar una movilización; bastaba con una historia poderosa y una plataforma digital.
Un claro ejemplo de esto es el movimiento Black Lives Matter (BLM, Las Vidas Negras Importan). Surgió en 2013 como un simple hashtag (#) tras la absolución de George Zimmerman, un voluntario de vigilancia vecinal que le disparó y mató a Trayvon Martin, un adolescente afroamericano desarmado que llegaba a visitar a su padre en su vecindario. Lo que comenzó como una conversación en línea creció hasta convertirse en un movimiento global contra el racismo sistémico y la violencia policial. Después, en 2020, el asesinato de George Floyd provocó protestas en más de 60 países y obligó a gobiernos y corporaciones a tomar medidas concretas sobre diversidad e inclusión. Las redes sociales no solo documentaron el abuso en tiempo real, sino que permitieron organizar manifestaciones masivas de manera casi instantánea.
Otro de los momentos cruciales en la historia del activismo digital fue la Primavera Árabe. En diciembre de 2010, Mohamed Bouazizi, vendedor ambulante tunecino, se inmoló en protesta contra la corrupción y el abuso policial. Las imágenes de su cuerpo envuelto en gasas en el hospital y su posterior muerte desataron una ola de manifestaciones en varios países, no solo en Túnez, sino en todo el norte de África y Medio Oriente. Las redes sociales jugaron un papel clave en la organización y difusión de estas protestas. En Egipto, los manifestantes utilizaron Twitter y Facebook para coordinar la presión social, logrando la renuncia de Hosni Mubarak en 2011 después de 30 años en el poder. En Libia, las protestas digitales y físicas se convirtieron en una guerra civil que culminó con la caída y ejecución de Muamar el Gadafi. Sin embargo, en otros países como Siria, la Primavera Árabe derivó en un conflicto armado que recientemente acabó con la caída de Bashar Al-Asad, también ampliamente cubierta por los sirios de manera individual a través de redes. Este movimiento demostró el poder de las redes sociales para iniciar cambios políticos significativos, aunque también expuso los riesgos de la inestabilidad cuando las protestas carecen de una estructura política sólida.
El caso de WikiLeaks, fundado por Julian Assange en 2006, filtró miles de documentos clasificados que revelaban abusos de poder por parte de gobiernos y corporaciones. Su impacto sobre crímenes de Estados Unidos en la guerra en Irak, Afganistán y la base militar en Cuba desataron debates globales sobre la ética y la seguridad de la información. Esta plataforma dio a conocer fotografías e informes sobre los interrogatorios que se llevaban a cabo en las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib, donde se violaban los derechos humanos. El caso de Assange trascendió el ámbito del activismo digital tradicional y se convirtió en un referente del “hacktivismo”, pues su plataforma no solo exigía mayor transparencia gubernamental, sino que desafió los límites de la seguridad estatal y la libertad de prensa. Su arresto, en 2019, tras pasar años refugiado en la embajada ecuatoriana en Londres, provocó una movilización global bajo el hashtag #FreeAssange, en la que activistas digitales, periodistas y defensores de derechos humanos denunciaron la persecución en su contra. Finalmente, en 2024, Assange llegó a un acuerdo con Estados Unidos que le permitió recuperar su libertad.
El caso de #MeToo también mostró el poder de las plataformas digitales para amplificar las voces silenciadas. Aunque el término fue acuñado en 2006 por la activista Tarana Burke, fue en 2017 cuando explotó globalmente tras las denuncias contra Harvey Weinstein, productor de Hollywood. Millones de mujeres compartieron sus experiencias de acoso y abuso sexual, provocando un cambio radical en la industria del entretenimiento y en la legislación de varios países. Empresas reformaron sus protocolos de acoso laboral y figuras de alto perfil enfrentaron consecuencias legales y profesionales. En solo 24 horas, más de 12 millones de personas usaron el hashtag en Twitter, lo que llevó a destapar miles de casos de celebridades y políticos que estaban sepultados, como el caso de Jeffrey Epstein y el príncipe Andrés de York, hijo de la difunta reina Isabel II, hasta que #MeToo los obligó a enfrentar al público y la justicia.
El activismo digital ha demostrado los últimos 20 años ser una herramienta poderosa, pero su impacto real depende de cómo se combine con estrategias tradicionales de movilización. Un hashtag puede poner un tema en la agenda pública, pero para lograr cambios estructurales, los movimientos deben trascender lo digital y convertirse en acción sostenida. La historia reciente nos ha mostrado que la protesta ya no tiene fronteras y que una sola publicación en internet puede desatar un cambio global.
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Por Alana Barguil
