«Era el amor de mi vida.» Después de tres años sabiendo que todos los días podrían ser el último, Edith de pronto era libre, estaba viva y enamorada de Ladislav Grosman. «Tenía mucha esperanza. Mucha esperanza en el mundo, en la humanidad y en nuestro futuro. Pensaba que el mesías iba a venir. Ahora el mundo cambiará para bien. Todo iba a cambiar. Pero no fue como yo esperaba.»
Sobre todo porque estaba muy enferma de tuberculosis. Pasaría tres años más en un sanatorio en Suiza para recuperar su joven vida. Después de que una operación le dejara la rodilla soldada y rígida, el médico aconsejó a Ladislav que, puesto que la enfermedad era tan seria, lo mejor era que «se fuera apagando lentamente». Pero Edith nunca hacía las cosas lentamente.
Cuando ella le preguntó a Ladislav si le importaba que su mujer cojeara, él le dijo: «Me molestaría que te cojeara el alma». El alma de ella canta. La pareja se casó en 1949. Después de recuperarse de la tuberculosis, Edith acabó la educación secundaria y estudió Biología. No llegó a ser doctora, pero sí trabajó de investigadora. Mientras, Ladislav obtuvo el doctorado en Psicología y empezó a escribir libros, obras de teatro y guiones. Vivían en Praga cuando la película de Ladislav titulada La tienda de la calle Mayor ganó en 1965 el Oscar a la Mejor Película en Lengua Extranjera.
Poco después de los premios Oscar, su buen amigo Rudolf Vrba anunció que se iba a tomar «unas vacaciones largas. Vosotros deberíais hacer lo mismo, y pronto», les advirtió. Era un riesgo para las dos familias, pero Ladislav le dijo a Edith: «Si los nazis no pudieron encerrar a Rudi en Auschwitz, los soviéticos no podrán encerrarle en Checoslovaquia». Los Grosman siguieron a la familia Vrba a unas vacaciones perpetuas hacia el oeste y acabaron asentándose en Israel, donde Ladislav siguió escribiendo. Justo antes de morir, el comité del Premio Nobel visitó a los Grosman en Haifa, pues sin duda estaban considerando la candidatura de Ladislav. Pero tuvo un infarto pocos días después y falleció sin recibir el reconocimiento internacional que tanto merecía.
«Los amigos de mis padres en Praga eran los típicos intelectuales judíos centroeuropeos —cuenta George Grosman, el hijo de Edith y de Ladislav, que es músico y compositor de jazz y continúa con la tradición artística de su padre—. Eran lingüistas, sociólogos, escritores y médicos. Venían los fines de semana o íbamos nosotros a verlos. El contacto era frecuente. Y, regada con infinidad de tazas de café turco endulzado y en medio de la bruma de tabaco barato —en aquella época todo el mundo fumaba—, la conversación volvía invariablemente a la guerra. Solía ser mi padre quien hablaba en nuestra familia, y sus experiencias, aunque eran desgarradoras, no daban tanto miedo como las de mi madre cuando hablaba de Auschwitz. Crecí en Praga, en la Checoslovaquia comunista, y nunca oí a mi madre hablar de sus experiencias en Auschwitz directamente. Aunque a mí me faltara mucha información, sí veía el número tatuado en el brazo de mi madre y sabía que había una nube de terror oscuro y silencioso flotando sobre ella, flotando sobre nosotros. Creo que incidió en gran medida en la sensación de ansiedad existencial que he tenido toda mi vida. Un sentimiento de que las cosas están algo desencajadas, que el mundo no es tan claro como parece, que hay peligro en el aire, incluso si no se dice. Supongo que todos somos supervivientes indirectos.»
La doctora Manci Schwalbova (#2675) regresó a Eslovaquia, donde siguió practicando la medicina después de la guerra. Pero no volvió al lado de su prometido. Estando en un campo de deportados, su pareja se enamoró de un hombre. Por supuesto, Manci también tuvo una relación: la de ella fue con una de las kapos, una prisionera política. Edith se ríe al pensar que quizá Hitler odiara a los homosexuales tanto como a los judíos, pero «había convertido a Manci y a su novio en homosexuales judíos».
Otra anécdota poco conocida sobre Manci y que Edith cuenta es que en 1943, cuando seguían en Auschwitz, a Manci le ofrecieron un salvoconducto para ir a Palestina y la oportunidad de salir del campo. Le dijo a la administración de Auschwitz que su presencia allí era necesaria y que no se iba. De haber tomado una decisión distinta, esta historia habría tenido otro final.
Manci acabó sus estudios de medicina en la Universidad Carolina, en Praga, y se licenció en febrero de 1947. Trabajó en el Hospital Infantil Universitario de Bratislava de profesora y pediatra. Sus memorias Vyhasnuté oči (Ojos extintos), de 1948, fueron el primer relato publicado del primer transporte. Su segundo libro de memorias se tituló He vivido las vidas de otros. Ninguna de las dos obras se ha traducido al inglés. Manci murió el 30 de diciembre de 2002 en Bratislava, Eslovaquia.
Por desgracia, no se conocen los últimos nombres de las doctoras mencionadas en los testimonios de las supervivientes, así que no puedo decir nada más sobre ellas o sobre lo que hicieron para ayudar a las chicas en aquellas circunstancias tan brutales. (Recomendado: Video con más historias de sobrevivientes de Auschwitz).
Linda Reich Breder (#1173) testificó en al menos dos juicios contra los SS. La primera vez fue en 1969, en Viena, contra Franz Wunsch y Otto Graf. El juicio despertó tensiones entre supervivientes en Israel, pues Helena Citron, por entonces ya casada y con el nombre hebreo de Tsiporah Tehori, voló a Viena a testificar a favor de Wunsch. «No se lo he perdonado», dice Eta Zimmerspitz Neuman (#1756). Edith dice que uno de los mayores miedos de Helena es que la acusen de colaboracionista y que la obliguen a salir de Israel. En el juicio de Viena, Linda debía saber que Helena iría a testificar, pero en su testimonio para la Fundación Shoah evita hablar de la presencia de Helena en el juicio.
Ni Wunsch ni Graf fueron declarados culpables. «Eran sádicos —dice Linda—. Aunque yo se lo dijera y se lo dijeran otros testigos. Daba igual… Quedaron libres. No fueron a la cárcel. Los millones que sacaron de Auschwitz se los llevaron a Viena… Y, claro, con diez abogados, quedaron libres.» (Diez novelas recomendadas sobre el tema).
Veinte años después, las cosas tomaron un rumbo distinto cuando Linda voló a Alemania a testificar contra otro miembro de las SS: Gottfried Weise. Los prisioneros le apodaban Guillermo Tell porque le gustaba colocar latas en la cabeza y en los hombros de niños para practicar puntería. Linda fue testigo de uno de aquellos asesinatos y también estuvo presente cuando le clavó una bayoneta al niño húngaro al que una de las chicas de Canadá le había tirado agua. Weise también fue el SS que disparó a una de cada diez muchachas que había formado en fila. «Era muy raro —me cuenta Dasha Grafil, la hija de Linda—. Había cámaras de televisión y periodistas, incluso estudiantes de instituto, todos allí para oír el testimonio de mi madre. [El acusado]— parecía un empresario rico… No parecía capaz de matar a gente».
A Linda le preocupaba que este juicio fuera un fiasco como el de Wunsch y Graf. Igual que en Viena, el juicio empezó con una sesión en la que el tribunal frio a preguntas a Linda durante tres o cuatro horas. El juez y los abogados defensores también le hicieron infinidad de preguntas, pero el hecho era que de Auschwitz sabía más que nadie en el tribunal. «Recuerdo todo lo que ocurrió hace cincuenta y cinco años, pero apenas recuerdo lo que ha pasado ayer o lo que he comido en el almuerzo.» Tenía un humor irónico.
Gracias a su puesto en Canadá, Linda vio a los SS robando y llevándose cosas valiosas para los suyos y para sí mismos. Al igual que la mayoría de las eslovacas, hablaba alemán y entendía lo que los SS se decían entre ellos. En cierto momento, le hicieron una pregunta trampa para ver si se equivocaba: quisieron saber si lo que ella había relatado había ocurrido por la mañana o por la noche. «No puedo decirles si fue por la mañana o por la tarde porque la cámara de gas funcionaba a todas horas, pero sí puedo decirles si era verano o invierno, por el olor a sucio del suelo», contestó Linda.
Al final el juez le preguntó si había algo más que quisiera contar al tribunal. Era el momento de Linda. Aquella ancianita de pelo blanco que antaño había sido nuestra Linda Reich se puso de pie y miró a la sala. «Sí, tengo algunas palabras que decirles —exclamó—. Llevo toda mi vida esperando poder alzarme frente a vosotros y señalaros con el dedo. —Avanzó hacia Weise y le señaló para que todo el mundo pudiera verlo—. ¡Y no podéis hacer nada al respecto!»
Después salió de la sala. Su hija se ríe al recordarlo. «Los estudiantes de instituto alemanes siguieron a mi madre fuera y la empezaron a abrazar y a decir: “No se preocupe, esto no volverá a ocurrir”.» Weise fue declarado culpable, pero huyó a Suiza después de que saliera bajo fianza. Le detuvieron doce semanas más tarde y cumplió condena hasta 1997, cuando le liberaron por razones de salud. Murió en 2002.
* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.