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Calipso

Presentamos Calipso, relato que hace parte del libro Historias de la Atlántida. Mitos de la Grecia antigua.

María García Esperón
07 de enero de 2021 - 01:19 a. m.
Pero no llegó a mis playas ningún dios de los que el Olimpo habitan y tampoco una divinidad de arduo boscaje, de gruta marina o de fuente de náyades. Su nombre es Odiseo. Calipso hace parte de "Historias de la Atlántida. Mitos de la Grecia antigua".
Pero no llegó a mis playas ningún dios de los que el Olimpo habitan y tampoco una divinidad de arduo boscaje, de gruta marina o de fuente de náyades. Su nombre es Odiseo. Calipso hace parte de "Historias de la Atlántida. Mitos de la Grecia antigua".
Foto: Ilustración: Daniel Fajardo

Un día de la eternidad, cuando las gaviotas ponen anillos de mar en los dedos del crepúsculo, él llegó hasta mis playas. Sediento y agotado, fugitivo de Poseidón, el agitador de la tierra. No muy alto, pero exquisitamente proporcionado, los ojos vivos, la barba erizada de sal.

Lo amé de inmediato. Como una diosa.

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Porque soy una diosa. Desde niña comprendí que lo era, al comparar mis juegos y sueños con los de mis compañeras en la isla, al repasar el sartal de mis recuerdos y descifrar sin que nadie me los enseñara los signos de las tablillas de arcilla. Mi padre Atlas se asombraba al verme avanzar hacia las olas del mar y adentrarme, y comunicarme con delfines y olas. Regresaba ensoñada y marinera, con algas en los cabellos y secretos divinos en forma de gotas de agua, como pendientes en mis orejas.

Me hice ermitaña y nadie se extrañó cuando acondicioné la gruta de los juegos de mi infancia para que fuera el palacio de mi eternidad. Porque también descubrí que viviría por siempre y que siempre sería joven y hermosa.

Mi primer amante fue un joven pastor, habitado por la deidad de la melancolía. Sus ojos parecían filtrar el cielo y el futuro, el pasado, la tierra y el presente. Hablaba una lengua que nadie comprendía, excepto yo, porque era la lengua de los dioses, con su gramática de helechos y su sintaxis de oleaje, con sus verbos de sueño y sus adjetivos pámpanos del nombre.

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Bajo el sol y bajo la luna, en las paredes de mi gruta y sobre la hierba cuajada con las perlas del rocío, acontecieron las horas del amor. Pero mientras yo caminaba sobre la senda siempre dorada de la juventud y el entusiasmo, mi pastor envejecía en la fuente misteriosa del silencio, su cabello se llenaba de canas y su voz se apagaba y su brío descendía hasta hacerse susurro inaudible. Se alejó de mí por el túnel de una larga mirada de despedida y me dejó llorando entre las rocas de la isla.

Me dejó también su lenguaje, su palabra misteriosa albergada en mi ser, como si de un hijo se tratara, pero de un hijo que nunca abandonaría mi interioridad, que sería conmigo uno y el mismo, una y la misma. Sus palabras de dios me circulan por las venas, discurren en mis cabellos, se levantan conmigo y conmigo se acuestan. Crece el lenguaje divino como si fuera el tallo de una planta, se bifurca y aromatiza, se hace fruto y cae, muriendo para nacer de nuevo, cargado con esa vida que solo otorga la muerte, preñado de esa muerte que solo acaba en la vida.

Lágrimas de diosa, las mías se secaron pronto entre los lienzos blancos del recuerdo. Descubrí que no podría amar a mortal alguno y tendría que esperar que un dios llegara a la isla de Ogigia para yacer entre los brazos de Calipso y gustar besos de inmortalidad, de amor y de muerte.

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Pero no llegó a mis playas ningún dios de los que el Olimpo habitan y tampoco una divinidad de arduo boscaje, de gruta marina o de fuente de náyades. No. a las playas de Ogigia, entre las rocas afiladas que las olas azotan, se dibujaron pasos de hombre. De un hombre hermoso como la luna, y como ella, cambiante, mortal, efímero.

Su nombre, famoso entre las islas que mi padre llama Atlántida y en la tierra que se arrodilla para entrar en el mar, es Odiseo. Fecundo en recursos como se le conoce y también paciente, pues los dioses lo han elegido para probar en él las vicisitudes que forjan a ese extraño ser que es el hombre. Poseidón, sobre todo Poseidón, lo persigue con toda suerte de males, con escollos y ardores, heridas e incertidumbres. Odiseo ha aprendido a adivinarle el pensamiento, a prever su siguiente jugada. Es verdad que cegó de su único ojo al hijo cíclope, a Polifemo, pero este había violado las leyes de la hospitalidad y comido carne de huésped en su cueva horrible, tan distante de la mía donde solo acontecen luces y sueños, y los más suaves perfumes orientales emanan de las rocas. En la de Polifemo el hedor de sus animales es insoportable y en algunos quesos olvidados por su ceguera anidan gusanos. Calipso halaga los sentidos y la inteligencia con los sones de la lira en la que interpreta dulces cantos, con las historias que narra en su lengua divina, la que aprendió en los lugares donde el amor calla para que hablen la sangre, los sueños, el nombre…

Ver a Odiseo y amarlo fue el mismo parpadeo, el crepúsculo de ese día, el vino que bebimos, las estrellas encendidas y la luna toda. Mi abrazo supo de Penélope, que fiel aguardaba en su Ítaca, de príamo muerto y astianacte despeñado en los muros de Troya. Supo de Telémaco, que jugaba entre las olas de su isla de cabras, del padre Laertes y de la madre Anticlea, del viaje al Hades y de las sirenas y tantas historias que pensé escribir en las tablillas para que no se olvidaran.

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Prendado de mis ojos, Odiseo, enredado en mis besos el rey de Ítaca, arrullado por mi voz el vencedor de Troya, el urdidor del caballo, el homicida de Astianacte y Polixena, el esposo de Penélope, el padre de Telémaco… prendado y perdido en el tiempo sin tiempo de mi gruta, en la sed de mis perfumes, en la seda talar de mis cabellos.

Pero el amor de las diosas cansa a los mortales y sobre esta deidad de mí misma ordenan fuerzas superiores. Así, llegó el mensajero de Zeus, con el mandato de que dejara partir a Odiseo, que su destino era volver a su Ítaca, recuperar a la esposa, castigar a los pretendientes que bebían y comían, devorando su casa, que avasallaban a Penélope, que tramaban la muerte de su hijo.

Comprendí que el mensaje era perentorio y comencé a destejer mis guirnaldas de flores, mis cadenas de palabras, mis aceites y mis besos. Perder al hermoso Odiseo, su silencio y sus sueños inquietos era un estadio más en la vida de Calipso, la hija de Atlas, la oculta. Le señalé el bosquecillo del que podría obtener madera para hacer una balsa y marchar al inquieto mar, que todavía le re-servaba pruebas y terrores antes de alcanzar las orillas del retorno y las costas de Ítaca.

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Nota de la autora

El punto de partida de esta novela es el último párrafo del diálogo Critias de Platón, en el que se cuenta que Zeus ha reunido a los dioses para anunciarles su decisión de destruir la Atlántida, por la corrupción moral de sus habitantes. El texto de Platón se interrumpe sin revelar el discurso de Zeus, lo que, como lectora fiel del genial filósofo, me ha inquietado siempre.

Así, proyecté este libro como si fuera la continuación de los dos puntos con que se cierra el Critias que, junto con el Timeo nos heredó el mito inagotable de la Atlántida. Historias de la Atlántida se dispone en torno al hilo conductor que es una hipótesis de la autora: en la Edad de Bronce existió una unidad cultural entre los pueblos del sur de Europa y Asia Menor que fue cimbrada por la explosión del volcán en la isla de Thera a principios de siglo XVII a.C. Dicha erupción causó una serie de olas de gran tamaño que arrasaron varios puntos del Mediterráneo, entre ellos la isla de Creta, donde floreció la grandiosa civilización minoica, descubierta en el siglo XIX por el brillante arqueólogo Arthur Evans.

En la presente ficción, los principales reyes de ese mundo antiguo han sido convocados por Atlas —uno de los titanes, pero aquí presentado como un soberano histórico de Mauritania— para integrar una unión que fortalezca la civilización común. Minos, Dédalo, Egeo, Teseo, Heracles… responderán a la iniciativa de Atlas, en la medida en la que se lo permiten sus historias personales y el complejo sistema de relación entre lo divino y lo humano que urdieron los pueblos mediterráneos de la Edad de Bronce y que ha llegado hasta nosotros mediante los restos arqueológicos, los poemas homéricos y la rica literatura del siglo de oro griego.

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He escrito esta novela en el curso de una estancia en Creta, isla que me ha atraído desde que era una adolescente, cuando descubrí en un libro una imagen del disco de Festos, el primer impreso de la historia y que, al igual que la Atlántida, sigue siendo un misterio. Yo he sentido el deseo de acercarme a la isla donde surgió la primera gran civilización europea; de contemplar el mar y las montañas en las que, según siempre se ha dicho en los mitos, nació Zeus y pasó su infancia; de recorrer el complejo palacio de Cnosos, que es el laberinto, y de establecer un diálogo visual con las extraordinarias obras de arte que alberga el Museo Arqueológico de Heraklion. Así ha surgido el texto acompasado con la búsqueda del paisaje de los mitos, a la luz radiante del sol de septiembre y con el marco azul incomparable del mar de Creta. Si el sentir maravillado que ha guiado mis pasos en estos días puede transmitirse al lector, Historias de la Atlántida habrá cumplido su cometido.

Por María García Esperón

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