En el fondo de sus vísceras, sentía rabia, indignación. La actitud de esas personas la exasperaba cuando decían «me tengo que aguantar, tengo que callar, agachar la cabeza, qué le voy a hacer, es lo que hay, tengo cincuenta y tantos años… dime ¿dónde me van a contratar con esta edad?, pues es lo que toca, ya no me querrán en ningún sitio, ya sabes, quieren gente joven».
Eso sí que le aterraba, llegar a esa edad con pesimismo, decadencia mental, llena de miedo, sin ilusión, creerse un harapo inservible, que perdió su capacidad de uso, de enfocar la vida de esa manera y además sola. Aunque decía que no le daba miedo la soledad, porque hacía parte de su esencia, como un sentido más pegado a su pellejo que empezaba a ajarse.
Le producía náuseas cuando escuchaba a gente muerta en vida. Tal vez, inconscientemente no quería verse reflejada y por eso no le gustaba pensar en cómo y dónde se vería dentro de diez años.
No tenía pareja, solo amantes. A uno lo veía de uvas a peras, le decía que la amaba, que siempre la amaría, ella también lo amó «a estas alturas de la vida eso ya no me importa, es su problema si morirá amándome, por mi parte solo siento cariño hacia él, amistad o como se le quiera llamar» —pensaba—. Y el otro… «El otro es Psicólogo y soy yo quien le da consejos, siempre está cabizbajo, deprimido, siempre viene a contarme sus miserias, como si no tuviera suficiente con las mías» —rezongaba la mujer.
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«El amor como yo lo concibo solo está en mi imaginación. No creo en el matrimonio, ni en las parejas estables, estoy convencida que en un gran porcentaje de esas uniones, no hay amor, solo hijos, intereses monetarios, ataduras… No, no, en eso no creo. Son solo ataduras donde el ser humano pierde libertad, la libertad en la que yo creo. Siempre hay uno que impone sus leyes, el otro asiente. Por eso prefiero tener amantes, así los llamo solo cuando los necesito, para charlar, para que escuchen mis problemas, para desahogarme».
Estaba divorciada, sin hijos, y vivía en un cuartucho, con poca luz. En el trabajo la llamaban la Pola, su nombre es Policarpa. Estaba convencida que su jefe se mofaba de ella, «en vez de decirme la Pola, como me llama mucha gente por cariño, seguro casi seguro me llama “Pola la Polivalente” aquella que es multiuso, que sirve para todo, que puede vender neveras, vibradores, cafeteras, y que podemos colocar en cualquier sección, con la que podemos contar para que haga turno doble cuando alguien se pone enfermo, aquella que solo vive para trabajar y que nunca se niega a nada. Si está enferma, si tiene fiebre, dos pastillas y asunto arreglado. A la que ponemos los fines de semana en atención al cliente, ella sí que tiene paciencia, porque hay que tener paciencia para aguantar todo el día gritos, insultos, faltas de respeto y reclamaciones».
Policarpa hasta ahora tomaba consciencia de sus cincuenta y pico de años.
Decidió escribir un diario, no sabía si serviría para algo, no tenía nada especial que contar, así que solo se limitaría a escribir las impresiones de la vida, las conversaciones que escuchara en las cafeterías, en la calle, imaginaría la vida de aquellas personas que se atraviesan en su camino, creyó que era lo mejor que podía hacer, para salvarse, ausentarse, para soñar otras realidades, en definitiva, escribiría para no pensar y así sentirse libre y evitar la aterradora pregunta, ¿dónde estaré dentro de diez años?